El almacén de Curr’s, distribuidores de la marca Blue Star,
estaba en Back Street, a unas seis calles desde el puente. Fi y yo lo
encontramos sin problemas, lo que nos produjo un gran alivio. Las dos habíamos
acordado que podríamos darnos un descanso cuando llegáramos y, sin duda, lo
necesitábamos. Habíamos cargado con esas motos enormes del demonio unos cuatro
kilómetros, parándonos y escondiéndonos como diez veces cuando una de las dos,
o las dos, creía haber oído un ruido o haber detectado movimiento. Esa situación
ya nos crispaba bastante los nervios; me reventaba pensar cómo estaríamos
cuando la cosa empezara a ponerse seria de verdad. Tengo que reconocer que me
sentía un poco insegura haciendo equipo con Fi. Estaba claro que yo nunca iba a
ser una heroína, pero al menos estaba acostumbrada a hacer cosas al aire libre,
cosas prácticas, y supongo eso te da cierta confianza. Me refiero a las tareas
cotidianas que hago por mí misma, como cortar madera, utilizar una motosierra,
conducir, montar a caballo (a papá le gustaba utilizar caballos para manejar el
ganado), hacer trabajos de peón, marcar corderos o dar de beber a las ovejas.
Todo eso eran tareas rutinarias en mi vida, a las que nunca concedí mucho
valor. Pero, sin ser consciente de ello, me había acostumbrado a hacer cosas
sin buscar cada sesenta segundos la aprobación o el reproche del adulto que
esté supervisándome. Fi había mejorado un montón en ese sentido, pero todavía
se la veía como dubitativa. Admiraba el valor que había demostrado asumiendo la
tarea que Homer le había encomendado, porque considero que el verdadero valor
se demuestra cuando tienes mucho miedo y lo superas. Yo tenía mucho miedo, pero
Fi tenía mucho, mucho miedo. Tuve que confiar en que, en el momento clave, no
se quedara clavada. Ja, ja.
Después de esconder las motos, nos encaminamos hacia Curr’s.
Intenté poner en práctica todo lo que había aprendido con los videojuegos. Mi
favorito era Catacomb, y jugando descubrí que la única manera de llegar
al nivel diez era manteniendo la cabeza fría. Cada vez que me enfadaba, o me
confiaba, o me pasaba de atrevida, me eliminaban, incluso los
monstruillos más elementales y previsibles. Para conseguir la máxima
puntuación, tenía que ser astuta, pensar, era alerta y obrar con cautela. Así
pues avanzamos lentamente, cruce por cruce, mirando detrás de cada esquina. La
única vez que hablamos fue cuando dije a Fi: —Tendremos que hacer lo mismo a la
vuelta, cuando vayamos con el camión. —A lo que ella asintió sin decir nada. Y
la única vez que mi concentración flanqueó fue cuando me sorprendí
preguntándome si volvería a jugar alguna vez con la consola. Por lo que llegaba
a ver, todo estaba tranquilo en Curr’s. Había una gran verja cerrada con una
cadena y un candado, y una alta valla de alambre que rodeaba el almacén entero,
pero habíamos venido preparadas al traer los alicates. También teníamos unas
fuertes cizallas, pero no servían para la verja: la cadena era demasiado
grande. El plan B consistía en reventar la verja con el camión al salir. Nos paramos
veinte minutos a hacer una pausa. Nos sentamos detrás de un árbol, en el lado
opuesto al recinto, recuperando el aliento, mientras Fi intentaba llamar a
Homer y a Lee con el walkie-talkie. Ya estábamos a punto de darlo por
imposible e ir por el camión cisterna cuando oímos el susurro seco de Homer en
el receptor. —Sí, te oímos, Fi. Corto y cambio. Por algún motivo, oír su voz
nos llenó de una emoción y un alivio enormes. A Fi le brillaban los ojos.
—¿Cómo está Lee? —Bien. —¿Dónde estáis? Corto y cambio. —En el lugar previsto.
¿Y vosotras? Corto y cambio. —Sí, lo mismo. Estamos a punto de entrar. Tiene
buena pinta. Tienen mucha cantidad de lo que buscábamos. Corto y cambio. —Vale,
genial. Volved a llamarnos cuando estéis situadas. Corto y cambio. —Hasta luego
—susurro, Fi—. Te quiero.
Se hizo una pausa, y entonces llegó la respuesta.
—Sí, yo también te
quiero, Fi. Que Homer dijera eso a alguien ya era bastante bueno, que lo dijera
conmigo y con Lee escuchando era alucinante. Apagamos el walkie-talkie y
nos acercamos con cautela a la valla del recinto. A lo largo de todo su
perímetro había unas grandes luces de seguridad, pero al parecer no había
electricidad en esta parte del pueblo. Confié en que eso significara que
tampoco estarían en funcionamiento las alarmas antirrobo. Tomé una profunda
bocanada de aire e hice el primer corte. No se disparó ninguna alarma, no se
encendió ninguna luz, no sonó ninguna sirena. Hice otro corte, y otro más,
hasta abrir un agujero del tamaño de una liebre. —No vamos a poder pasar por
ahí —musitó Fi. Como ella era del tamaño de un conejo y yo del tamaño de una
oveja shetland, estaba claro a quién se refería. —Pues tendremos que hacerlo
—respondí—. Estar aquí parada me pone nerviosa. Estamos al descubierto. Anda,
métete. Fi pasó una pierna y luego retorció el cuerpo grácilmente para pasarlo
detrás, y por último deslizo la otra pierna. Todas esas clases de ballet tienen
su utilidad, pensé con envidia. Era evidente que tenía que agrandar el agujero,
así que hice unos cortes más, pero incluso así me desgarré la camiseta y me
arañé una pierna al pasar. Cruzamos la explanada a hurtadillas hasta donde
estaban aparcados los camiones. Tanteé las puertas de un par de ellos, pero
estaban bloqueadas. Nos acercamos al despacho y espiamos a través de la
mugrienta ventana. En la pared opuesta había un tablón, de donde colgaban
varias llaves. —Ahí esta nuestro objetivo —dije. Me di la vuelta en busca de
una piedra, la recogí y me dirigí hacia la ventana. —Espera —me detuvo Fi.
—¿Qué? —¿Puedo hacerlo yo? Siempre he querido romper una ventana.
—Deberías haber
formado parte de la pandilla de la ruleta griega de Homer —respondí, pero le
pasé la piedra. Con una risilla, Fi echó el brazo hacia atrás y dio un fuerte
golpe a la ventana con la piedra. Entonces retrocedió de un salto cuando una
lluvia de cristales se precipitó hacia nosotras. Tardamos un rato en
quitárnoslos de la ropa y el pelo. Después metí la mano y abrí la puerta desde
dentro. Las llaves estaban bien organizadas, con el número de registro del
camión en cada una, así que cogimos un puñado y volvimos a la explanada. Elegí
el semirremolque que se veía más viejo y más sucio, porque los nuevos y más
pulcros parecían brillar demasiado a la luz de la luna. Era un internacional ACCO
de morro plano. Lo primero que hicimos fue ir a la parte de atrás del remolque,
subir por la fina escala de acero hasta el techo y desplazarnos por la
superficie curva para inspeccionar los compartimientos de la cisterna. Resultó
que había cuatro tapas, colocadas a igual distancia a lo largo del techo. Giré
una de las tapas y la saqué. Era bastante parecida a los tapones de los bidones
de leche que todavía teníamos en nuestra vieja lechería. Salió con bastante
facilidad, aunque era un poco pesada. Quise mirar si había gasolina dentro,
pero no se veía nada. Intenté hacer memoria. Cuando el camión venía a nuestra
propiedad todos los meses, ¿qué hacia el conductor? —Sujeta eso —susurré a Fi
con urgencia mientras le daba la tapa. Baje por la escala y, definitivamente,
encontré lo que estaba buscando: una varita medidora colocada en un soporte en
la parte baja del remolque. La saqué de un tirón y sin perder un segundo volví
a encaramarme por la escala. Metí la varita en el depósito que habíamos
abierto. Estaba demasiado oscuro para ver el nivel exacto, pero el resplandor
húmedo reveló a la luz de la luna que estaba bastante lleno. Volvimos a colocar
la tapa y comprobamos los otros tres depósitos. Dos de ellos estaban llenos; ni
siquiera tuvimos que mojar la varita. El último estaba casi vacío, pero daba lo
mismo. Teníamos más que suficiente para provocar una explosión que ni el
Krakatoa. Volvimos a enroscar las tapas y bajamos rápidamente por la escala.
Me acerqué a la puerta del conductor, la abrí, entré y abrí la
puerta del acompañante para que entrara Fi, y después me puse a examinar los
mandos. Todo parecía en orden, pero cuando giré el contacto, empezó a sonar un pitido
continuo y se encendió la señal luminosa correspondiente a los frenos. Esperé a
que se apagara, pero no lo hizo. —Les pasa algo a los frenos —le dije a Fi—.
Tendremos que probar con otro. Dedicamos los diez minutos siguientes a recorrer
la fila de camiones, probándolos uno por uno, pero siempre con el mismo
resultado. Empecé a lamentar haber hecho ese descanso. A ese paso, llegaríamos
tarde al puente. —No hay manera —dije al fin—. Tendremos que coger el primero y
arriesgarnos yendo sin frenos. Frenaré reduciendo las marchas. Volvimos a
subirnos al ACCO. Arranqué y el motor se puso en marcha de inmediato. Para mi
asombro, el pitido de aviso y la señal luminosa cesaron en pocos segundos.
—Frenos de aire —dije a Fi, enfadada conmigo misma por no haberlo pensado
antes—. Tienen que acumular presión o algo así. Nunca había conducido algo con
frenos de aire. Me costó meter la primera marcha y tuve que pisar a fondo el
embrague varias veces para que entrara. Estaba sudando a mares, y Fi esta
temblando. El motor armaba un escándalo tremendo en el silencio de la noche.
Finalmente, solté el embrague con suavidad. El motor dio una sacudida para
tirar del peso del remolque, y empezó a avanzar lentamente. Lo alejé de los
demás vehículos de la explanada para tener espacio suficiente para girar.
Entonces di la vuelta para dirigirlo hacia la verja.
Da mucho miedo hacer colisionar a propósito un vehículo
contra algo. En el último momento me faltó valor y reduje de pronto, de modo
que choqué contra la verja con demasiada suavidad para causar daño alguno.
Estaba muy enfadada conmigo misma. Con mi típica arrogancia, me había
preocupado por el valor de Fi, pero debería haberme preocupado más por el mío.
Solté una maldición y casi me cargué la caja de cambios intentando meter marcha
atrás, la encontré, y me sobresalte al oír los fuertes pitidos de aviso que se
dispararon inmediatamente en la parte trasera del vehículo. Por lo visto, aquel
camión pitaba a la mínima de cambio. Por culpa de mi impaciencia, había
retrocedido demasiado rápido. El remolque chocó con un poste al
girar bruscamente, y
a punto estuvo de doblarse en dos. Fi se agarró al respaldo del asiento, pálida
como un sudario. —¡Ellie! —gritó—. ¡Lo que llevamos atrás es gasolina, no agua!
—Ya lo sé —dije—. Lo siento. Esta vez dirigí el camión con aplomo hacia la
verja, que se tensó por un momento antes de reventar como una presa. Dirigí una
rápida sonrisa a Fi, y entonces di un amplio giro para entrar en la calzada sin
toparme con nada. El remolque nos seguía de maravilla. Para mitigar el ruido,
puse la palanca de cambios en punto muerto, deslicé el camión hasta un macizo
de árboles y allí lo aparqué. Fi ya estaba llamando a los chicos con el walkie-talkie,
pero el motor provocaba demasiada interferencia. —Bajaré a la esquina a
comprobar que no haya nadie, y llamaré desde allí. —Vale. Acto seguido, se bajó
de la cabina y se fue hacia la esquina. La observé por el parabrisas. Siempre
había admirado muchas cosas de ella, pero ahora era su coraje lo que admiraba,
en lugar de su belleza y gracilidad. Daba la impresión de que pudiera
llevársela el menor soplo de viento, pero ahí la tenías, caminando sola por las
calles desiertas de un pueblo situado en zona de guerra. No hay mucha gente
capaz de hacer eso; y menos si han tenido la vida acomodada que había tenido
ella. La vi llegar a la esquina, echar un largo y cuidadoso vistazo en cada
dirección, hacerme una señal con el pulgar hacia arriba y después ponerse a
hablar por el transmisor. Al cabo de unos pocos minutos, me hizo la señal de
avanzar; otra vez metí la marcha atrás sin querer, pero entonces encontré la primera
y acerqué el camión hacia donde estaba ella para recogerla. —¿Has podido
contactar con ellos? —Sí. Están bien. Han pasado un par de patrullas, pero
ningún convoy. Ay, Ellie —me dijo, volviéndose de pronto hacia mí—, ¿crees que
seremos capaces de hacerlo? —No lo sé, Fi —contesté, intentando esbozar una
sonrisa de confianza—. Tal vez sí. Espero que sí, de verdad.
Ella asintió y
volvió a mirar hacia delante. Seguimos hasta la siguiente esquina. —A partir de
aquí iré andando y te avisaré a cada esquina —me dijo—. Iremos igual de rápido
así. Apaga el motor mientras estés esperando, ¿te parece? Hace bastante ruido.
—Vale. Pasamos dos cruces más de ese modo, pero en el
siguiente vi que ella echaba un vistazo a la calle por la derecha y, acto
seguido, retrocedía y corría hacia mí. Me bajé del camión de un salto y corrí a
su encuentro. Jadeó una sola palabra: «patrulla», juntas saltamos una valla
baja que daba al jardín frontal de una casa. Justo enfrente teníamos un enorme
y viejo eucalipto. Estaba tan nerviosa que me sentía incapaz de ver nada más.
Mis ojos y mi mente se concentraron completamente en él; nada más existía para
mí en ese instante. Trepé por él como una zarigüeya, sin sentir dolor a pesar
de estar arañándome las manos. Fi me siguió. Ascendí unos tres metros hasta que
oí unas voces, procedentes de la esquina, que me frenaron. Moviéndome con el
máximo sigilo, centímetro a centímetro, trepé por una rama para echar una
ojeada. No sabía si subir hasta allí había sido un error o no. Recordé que papá,
una vez que puso un parche grande y feo en un agujero que habían hecho las
zarigüeyas en el alero del tejado, me dijo «El ojo humano no mira por encima de
su propia altura». En aquel momento deseé como nunca en mi vida que así fuera.
El problema era que, si al final nos veían, no seríamos como zarigüeyas en un
árbol, sino como conejos en una trampa. Desde allí no había escapatoria
posible. Esperamos y observamos. Las voces prosiguieron por un rato, y entonces
las oímos subir de tono cuando se encaminaron en nuestra dirección. Sentí una
intensa desazón. Aquello señalaba el fin de nuestro gran plan. Y podía señalar
el nuestro, también, porque, en cuanto vieran el remolque, su primera reacción
sería aislar la zona y registrarla. Me sorprendí que no lo hubieran visto ya.
Habían dejado de hablar, pero aún oía el rumor de las botas. Mi mente iba a
cien por hora; demasiados pensamientos cruzándola a demasiada velocidad.
Intenté retener alguno para ver si sugería alguna forma de escapar de allí,
pero el pánico me impedía concentrarme en nada excepto en el árbol. Poco a
poco, por la presión que sentía en la pierna izquierda, me di cuenta de que Fi
me sujetaba como una zarigüeya colgada de una rama poco estable. Me apretaba
tanto que estaba segura de que me saldrían moretones. Entonces vi un movimiento
a través del ramaje y, unos instantes después, los soldados entraron lentamente
en mi campo de visión. Eran
cinco, tres hombres y dos mujeres. Uno de los hombres era mayor, al menos de
cuarenta años, pero los otros dos debían de tener unos dieciséis. Las mujeres
tendrían unos veinte. Avanzaban con mucha parsimonia, dos por la acera y tres
por la calzada. Habían dejado de hablar entre sí y caminaban distraídos,
mirando a su alrededor o bien al suelo. No parecían muy marciales, y supuse que
eran soldados de leva. El camión cisterna estaba al otro lado de la calle, a
unos cincuenta metros de donde estaban ellos. No podía creerme que no lo
hubieran visto todavía, y me preparé para oír el repentino grito que anunciara el
hallazgo. Los dedos de Fi me habían cortado ya la circulación de la pierna: era
solo cuestión de tiempo que todo el pie, de la pantorrilla hacia abajo, cayera
al césped. Me pregunté cómo reaccionarían los soldados si lo oían caer, y
estuve a punto de dejar escapar una risilla histérica. La patrulla siguió
adelante. Y siguió adelante. Los soldados pasaron por delante del camión como
si no existiera. Pero hasta que no estuvieron cien metros más allá, y Fi y yo
nos hubimos bajado del árbol y visto a lo lejos sus negras espaldas, no nos
atrevimos a pensar que estábamos a salvo. Nos miramos con una mezcla de
sorpresa y alivio. Estaba tan contenta que ni siquiera mencioné los moretones
de la pierna. Meneando la cabeza, dije: —Deben de haber pensado que era un vehículo
aparcado más. —Supongo que si no han pasado nunca antes por esta calle… —dedujo
Fi—. Será mejor que llame a Homer. Eso hizo, y enseguida oí la suave respuesta
de él. —Nos hemos retrasado un poco —explico Fi—. A Ellie le apetecía subir a
un árbol. En cinco minutos nos ponemos en marcha otra vez. Estamos a tres
calles de distancia. Corto y cambio. Se oyó un ronquido en el receptor, no de
interferencias sino de risa, antes de que ella apagara el aparato.
Esperamos casi diez minutos por si acaso, y entonces giré el
contacto y oí el estridente pitido de la señal de los frenos antes que el motor
volviera a rugir. Avanzamos dos cruces más; cuando, en la última esquina, Fi me
hizo la señal de seguir, apagué el motor para bajar en punto muerto hacia ella
silenciosamente. Aquello fue un grave error. La señal empezó a pitar y a
parpadear otra vez, lo que quería decir que me había quedado sin frenos. Acto
seguido, el volante tembló y se bloqueó, de modo que me quedé también sin
dirección. Intenté mover la palanca de cambios para arrancar, pero no me entró
la marcha que quería y en lugar de eso se produjo un chirrido que me puso los
pelos de punta. El camión se salió por
la cuneta con una sacudida y empezó a desviarse cada vez más hacia la
izquierda, en dirección a una serie de vallas alineadas. Recordé el aviso de
Fi: «Lo que llevamos atrás es gasolina, no agua», y sentí el vértigo. Cogí la
llave de contacto, la giré sin éxito, volví a girarla y, con las vallas a pocos
metros, oí el precioso sonido del precioso motor. Giré el volante. —No te
pases, o se doblará en dos. —Esta vez era mi voz. El remolque rozó algo, una
fila de lo que fuera, vallas o arbustos o las dos cosas, casi se llevó por
delante a Fi también, y finalmente frenó en seco a solo un metro de la esquina.
Quité el contacto y luego tiré del freno de mano, preguntándome por qué no se
me había ocurrido eso antes. Me recliné en el respaldo jadeando, con la boca
abierta para que entrara aire por mi garganta tensa y dolorida. Fi entró en la
cabina. —Cielos, ¿qué ha pasado? —preguntó. —Creo que acabo de suspender mi
examen de conducir —respondí, meneando la cabeza. Según el plan, teníamos que
aparcar un poco más allá, detrás de uno de unos arboles de la zona de acampada.
No sabía si hacer eso y arriesgarme a arrancar de nuevo el ruidoso motor, o
quedarnos donde estábamos, en el lado descubierto de la calle. Finalmente
decidimos movernos. Fi se desplazó hasta un punto donde tenía una buena
panorámica del puente y estuvo vigilando hasta que todos los centinelas se
situaron en el extremo más alejado. Habían pasado veinte minutos más. Entonces
me hizo una señal y moví el camión hasta las negras sombras de los árboles.
Volvimos a contactar con los chicos y después hicimos todos los preparativos.
Subimos por la escala hasta el techo de la cisterna otra vez y aflojamos las
tapas de los cuatro depósitos. A continuación, metimos la cuerda en uno de
ellos y la sumergimos por completo excepto por el extremo, que atamos a un asa
de seguridad que había al lado de la tapa. Volvimos a bajar. Después, ya solo
quedaba esperar.
Y vaya si esperamos. Estuvimos charlando un rato en voz baja.
Nos sentamos entre los árboles, de cara a las barbacoas, a una distancia
prudencial del camión. Había mucho silencio. Hablamos sobre todo de los chicos.
Quería saber todo lo que pudiera de Homer, y desde luego también tenía ganas de
hablar de Lee. Fi estaba totalmente encandilada con Homer. Me sorprendía mucho
verla así. Si alguien me hubiese dicho un año antes, o incluso un mes antes,
que pasaría esto, le habría preguntado si tenía seguro médico, porque le habría
enviado directamente a un pabellón psiquiátrico. Pero allí estaba Fi, con su
elegancia, su Vogue, su ropa de diseño, su mansión exclusiva, loquita por los
huesos de Homer, bestia como él solo, más chulo que nadie, grafitero y rebelde
sin causa. A primera vista parecía impensable. Pero ya no era ningún secreto
que en ambos había mucho más de lo que yo había podido imaginar. Fi parecía
delicada y temerosa, y ella misma afirmaba serlo, pero poseía una resolución
que no había visto antes en ella. Llevaba dentro una fuerza especial, una llama
ardiente. Como el fuego producido por la gasolina de los aviones, que arde sin
ser vista. En cuanto a Homer… En fin, Homer me había dado la mayor sorpresa de
mi vida. Hasta parecía más atractivo esos días, seguramente porque iba con la cabeza
alta, caminaba con más confianza y se comportaba de forma diferente. Tenía
tanta imaginación y tanto sentido común que ni yo misma apenas daba crédito. Si
alguna vez volvíamos al instituto, lo propondría para el puesto de delegado de
alumnos, aunque luego tuviera que dar a oler sales a los profesores. —Es como
dos personas distintas —comentó Fi—. Es tímido conmigo pero seguro de sí mismo
cuando está en un grupo. Pero el lunes me besó, y creo que eso ha roto un poco
el hielo. Pensaba que nunca se lanzaría. No me digas, pensé. Me avergonzaba
pensar hasta qué punto habíamos avanzado Lee y yo después del primer beso.
—¿Sabes? —prosiguió Fi—, me ha dicho que en octavo ya le gustaba. Y yo ni me
enteré. Pero igual ha sido mejor así. Creía que era un indeseable. ¡Y esos
chavales con los que se juntaba antes!
—Antes y ahora
—repuse—. O, al menos, hasta que empezó todo esto. —Es verdad —dijo Fi—, pero
ya no creo que quiera seguir juntándose con ellos. Ha cambiado mucho, ¿no te
parece? —Ya lo creo. —Quiero aprender todo lo que pueda sobre la vida en el
campo —añadió Fi—. Así, cuando nos casemos, podré ayudarlo un montón. ¡Dios
mío!, pensé. Cuando se ponen a hablar así, sabes que son un caso perdido.
Aunque reconozco haber tenido mis pequeñas fantasías en las que Lee y yo, el
matrimonio perfecto, viajábamos juntos por el mundo. Sin embargo, escuchando a
Fi, se me ocurrió que el verdadero motivo de que últimamente me sintiera
atraída por Homer, de forma tan intensa como desconcertante, era que tenía
miedo de perderlo. Era mi hermano. Como yo no tenía ningún hermano ni él
ninguna hermana, nos habíamos adoptado el uno al otro. Habíamos crecido juntos.
Podía decirle cosas que él no consentiría a nadie más. En algunas ocasiones en
las que llevaba sus locuras demasiado lejos, yo había sido la única persona a
la que se habría dignado a escuchar. No quería perder nuestra relación, y menos
en aquel momento en que habíamos perdido, para siempre o no, tantas relaciones
en nuestra vida. Mis padres parecían algo muy lejano; cuanto más lejos los
veía, más cerca quería atar a Homer. Me sorprendió tener una visión tan lúcida
de mis sentimientos, como si hubiera otra Ellie acechando en mi interior de la
que nunca había tenido noticias. Igual que había otro Homer y otra Fiona acechando
dentro de cada cual. Me pregunté qué más sorpresas me tendría reservadas esa
Ellie secreta, y decidí en aquel mismo instante que intentaría seguirle mejor
la pista en el futuro. Fi me preguntó entonces qué tal con Lee, y le contesté
sin tapujos: —Lo quiero. —Ella no hizo ningún comentario, y sin darme apenas
cuenta, seguí diciendo—: Es muy distinto a cualquier otra persona que haya
conocido. A veces es como si hubiera salido de mis propios sueños. Parece mucho
más maduro que la mayoría de los demás chicos del instituto. No sé cómo los
soporta. Supongo que por eso es tan reservado. Y, ¿sabes?, tengo la sensación
de que llegará lejos en la vida, no sé, que será alguien famoso, o primer
ministro o algo así. No lo veo quedándose en Wirrawee toda la vida. Creo que
tiene un potencial enorme.
—Fue increíble cómo se tomó lo de la herida de bala —dijo
Fi—. Reaccionó con mucha calma. Si me hubiera pasado eso a mí, todavía estaría
conmocionada. La verdad, Ellie, es que nunca os había imaginado juntos a ti y a
Lee. Me parece alucinante. Pero hacéis muy buena pareja. —¡Pues anda que tú y
Homer! Riendo, nos instalamos en un lugar donde podíamos observar el puente.
Las horas transcurrían lentamente. Fi incluso durmió veinte minutos o así. Yo
aluciné, aunque cuando le llamé la atención negó rotundamente haber cerrado los
ojos siquiera. Me sentía cada vez más tensa a medida que pasaba el tiempo. Solo
quería acabar con aquello, con esa locura insensata en la que nos habíamos
embarcado. El problema era que no pasaba ningún convoy. Homer y Lee querían
actuar después del paso de un convoy para disponer de tiempo suficiente antes
de que llegara la siguiente tanda. Pero estábamos acercándonos a las cuatro de
la madrugada y, para mi exasperación, la carretera seguía desierta. De pronto,
se produjo un cambio en la actividad del puente. Los centinelas seguían en el
extremo de la bahía de Cobbler, pero incluso desde la distancia a la que
estábamos noté que estaban más alerta, más despiertos. Se agruparon en el
centro del puente y empezaron a mirar hacia la carretera, en dirección opuesta
a nosotras. Di un codazo a Fi. —Está pasando algo —dije—. Puede que llegue un
convoy. Nos levantamos y forzamos la vista para intentar ver algo en la oscura
carretera. Pero una vez más fue el comportamiento de los centinelas lo que nos
anunció lo que iba a pasar. Empezaron a retroceder, y entonces el pequeño
destacamento se partió en dos mitades, situándose cada una en un parapeto del
puente. Uno de los centinelas corrió en pequeños círculos por un momento, y
después hizo ademán de huir por la carretera en dirección a Wirrawee, antes de
cambiar de opinión y refugiarse también en uno de los parapetos. —Son las vacas
—deduje—. Tienen que serlo.
Corrimos hacia el camión cisterna, dejando atrás el walkie-talkie,
ahora innecesario. No había tiempo de preocuparse por si llegaba una patrulla
por la calle. Nos subimos a la cabina de un salto y pusimos el motor en marcha.
Mientras arrancaba levanté la vista, y aunque actuar con rapidez era crucial en
aquel momento, no pude evitar perder un segundo para admirar la espectacular
escena del puente. Un centenar o más de cabezas de ganado, vacas hereford de
primera, de magnífico pelaje rojo, se abalanzaba hacia la vieja estructura de
madera como un imparable tren de
carne. Iban a toda pastilla. Incluso desde aquella distancia oía el estruendo
de las pezuñas sobre la madera. Parecían locomotoras fuera de control. —Uau
—susurré. —¡Vamos! —chilló Fi. Pisé el acelerador, y el remolque avanzó con
todo su peso. Teníamos unos quinientos metros que recorrer, y estaba segregando
tanta adrenalina que me sentía inmune al peligro, a las balas, a todo. —¡Vamos!
—gritó Fi otra vez.
Al meter el remolque debajo del puente, lo llevé tan a la
izquierda como pude, para que quedara encajado bajo la parte más baja de la
superestructura. Lo difícil era hacerlo sin rozar el pilón y provocar chispas
que desencadenaran un final tan rápido como horrible para ambas. Entramos
justitas pero bien, dejando un espacio de menos de dos metros entre el techo
del remolque y el puente. Aquella era la primera vez que alguno de nosotros
había pensado en la posibilidad de que el camión cisterna no cupiera debajo del
puente; para entonces había sido demasiado tarde par plantearse este problema.
Habíamos tenido suerte. Fi no podía abrir la puerta porque estaba demasiado
pegada al pilón, de modo que empezó a desplazarse hacia mi lado. Yo salí de la
cabina medio saltando, medio cayendo. Encima de mi cabeza, el puente temblaba y
atronaba por el efecto de la estampida, que había llegado a nuestro extremo.
Mientras yo subía por la escala hacia el techo de la cisterna, Fi salió de la
cabina y, sin mirar atrás, echó a correr hacia las motos. En aquella carrera,
que yo también tendría que hacer un momento después, se hallaba nuestro mayor
riesgo. Había que atravesar unos doscientos metros de terreno al descubierto
para llegar a los matorrales donde habíamos escondido las motos. No habría
protección alguna contra las airadas balas que pudieran disparar hacia nosotras.
Sacudí la cabeza para librarme de aquellos pensamientos funestos y corrí por la
pasarela del techo del remolque, agazapada para no darme contra la parte baja
del puente. Cuando llegué a donde estaba la cuerda, levanté la vista. Fi había
desaparecido, y no me quedaba más remedio que confiar en que hubiera llegado a
las motos sana y salva. Empecé a tirar de la empapada cuerda, sacando una
vuelta tras otra, para lanzarla al camino del suelo. Los vapores eran
asfixiantes en aquel espacio tan recluido. Estaban empezando a marearme, y me
habían provocado un instantáneo dolor de cabeza. Otra cosa en la que tendríamos
que haber pensado: en el extremo de la cuerda que tenía que quedarse en el
depósito deberíamos haber atado un gancho para impedir que se saliera
cuando yo echara a correr con el otro extremo. Ya era demasiado tarde para eso.
En aquel momento solo pude encajar la tapa tan fuerte como pude y confiar en
que resistiera. Bajé a toda prisa por la escala. El rato que tardé en sacar la
cuerda se me había hecho eterno. En aquel lapso de tiempo había sido ajena al
estruendo que sonaba a centímetros de mi cabeza, pero en aquel momento me di
cuenta de que estaba empezando a atenuarse. Podía distinguir pataleos aislados
de las pezuñas. Empapándome repentinamente de sudor, encontré el cabo suelto de
la cuerda, lo agarré y eché a correr. Tenía gasolina por todas partes, había
estado respirándola, y por ello me sentía muy rara, como si estuviera flotando
sobre el césped. Pero no era una sensación agradable, sino más bien la que te
produce estar en un barco que cabecea. Estaba a unos cien metros de los
matorrales cuando oí dos sonidos simultáneos; uno traía buenas noticias y el
otro no. El bueno era un rugido creado por las motos. El malo era un grito que
llegaba desde el puente. Hay sonidos que, dichos en cualquier idioma, tienen un
significado inconfundible en cuanto salen de la garganta. Cuando era pequeña
tenía un perro llamado Rufus, un cruce de border collie y springer
spaniel. Era un conejero nato, y muchas tardes me gustaba sacarlo al campo solo
por el placer de verlo correr a toda velocidad en pos de un conejo a la fuga.
Cuando estaba en plena persecución, emitía un característico gañido agudo que
no utilizaba en ninguna otra ocasión. Siempre que oía ese sonido, estuviera
donde estuviera, sabía que Rufus estaba persiguiendo un conejo. El grito del
puente, aunque no fue formulado en mi idioma, era igual de inconfundible. Era
un grito de ‹‹¡alarma!›› ‹‹¡venid rápido!››. Aunque me quedaba un centenar de
metros que correr, me pareció de pronto una distancia infinita. Creí que nunca
alcanzaría mi meta, que no sería capaz de recorrer tanto trecho, que podría
pasarme el resto de mi vida corriendo sin llegar a terreno seguro. Fue un
momento terrible, en el que vi la muerte muy de cerca. Entré en un extraño
estado en el que me sentía como si estuviera ya en los dominios de la muerte
aunque no me hubiera alcanzado ninguna bala. No sabía siquiera si se disparó
alguna bala. Pero, si en aquel momento me hubiera alcanzado una, no creo que la
hubiese sentido. Solo la gente viva puede sentir dolor, y yo estaba siendo
arrastrada por una bruma que me alejaba del reino de los vivos. En aquel
momento apareció Fi, gritando:
—¡Ellie, por favor!
Estaba de pie, entre
los arbustos, pero parecía estar justo delante de mí, y su cara se veía enorme.
Creo que fue el ‹‹por favor›› lo que me sacó del trance: me hizo sentir que me
necesitaba, que era importante para ella. Nuestra amistad, nuestro amor, como
quieras llamarlo, atravesó el terreno descubierto y me hizo reaccionar. De
pronto, fui consciente de que había balas silbando por el aire, de que mis pies
pisaban el suelo con fuerza, de que estaba resollando y me dolía el pecho, y
entonces, al amparo de los árboles, me acerqué a trompicones a las motos y
solté el extremo de la cuerda para que Fi lo recogiera. Tuve ganas de
abrazarla, pero conservaba el suficiente raciocinio para saber que yo era una
leprosa empapada en gasolina: un abrazo mío habría equivalido a una sentencia
de muerte para ella. Sujeté la moto que estaba más lejos, quité la pata de
cabra de una patada y le di la vuelta para ponerla de cara a Fi. En el mismo
instante se oyó el silbido de la llama al encenderse, y un reguero de fuego
empezó a atravesar el césped a toda velocidad. Fi volvió corriendo hacia mí.
Para mi sorpresa, tenía la cara encendida, no por el efecto del fuego sino por
algo que le venía de dentro. Estaba eufórica. Empecé a preguntarme si, en su
interior, no habría acechando una pirómana secreta. Sujetó su moto; las
orientamos y las ruedas traseras giraron con una arrancada que cavó surcos en
el cuidado césped del terreno de acampada de Wirrawee. Fi iba a la cabeza,
lanzando salvajes gritos de guerra. Y si, confieso que hicimos el caballito en
el séptimo green del campo del golf. Lo siento. Fue muy inmaduro de
nuestra parte. 257
Cuando nos reunimos con Homer y Lee más arriba, en un barranco
que hay detrás de la casa de los Fleet, durante diez minutos se formó una
algarabía de sonidos porque estábamos todos intentando hablar a la vez. Alivio,
emoción, explicaciones, disculpas. —¡A callar todos! —gritó finalmente Lee,
recurriendo a la técnica de Homer, y aprovechó el silencio repentino que se
produjo para decir—: Vale, así está mejor. Fi, empieza tú. Nosotras contamos
nuestra historia, y los chicos la suya. Sintiéndose a salvo en su lado del río,
se habían quedado allí para contemplar la explosión; el terremoto que nosotros
oírnos y sentimos pero no vimos. —Uau, Ellie, ha sido lo más alucinante que
haya visto nunca —dijo Homer. Empecé a temer que a él también lo hubiéramos
convertido en un pirómano. —Si, fue la bomba —añadió Lee. —Contádnoslo todo
—les dije—. Tomaos todo el tiempo que necesitéis, tenemos todo el día. I.a
mañana ya había llegado, y estábamos desayunando latas saladas de la despensa
de los Fleet. Yo comí judias en salsa y atún. Mi estado de ánimo era muy bueno;
me había dado un baño en la presa antes del amanecer y fue un alivio lavarme los
últimos restos de gasolina de la piel. Me apetecía que me trataran con cariño,
y estaba deseando pasar el resto del día con Lee haciéndonos arrumacos. Pero
mientras tanto me contenté con tumbarme, cerrar los ojos y escuchar un cuento
de hadas.
—Bueno, al principio
todo iba muy bien —dijo Horner—. Llegamos al rancho sin dificultades, aunque ir
empujando esas motos los últimos kilómetros fue más bien duro. —Homer había
tenido que hacerlo dos veces; primero llevó su moto hasta el escondite, y
después volvió y llevó la de Lee—. Como ya sabéis —prosiguió—, según el plan yo
tenía que sacar las vacas a la carretera en orden y en silencio. Después, Lee
tenía que esconderse en la carretera y saltar hacia ellas de pronto con las
luces, mientras yo usaba la aguijada para provocar una estampida. —Solo
habíamos podido encontrar una aguijada, y descartamos el bote de aerosol por
ser demasiado peligroso, pero encontramos un flash de cámara a pilas, y Homer
estaba seguro de que unos fuertes y rápidos destellos de luz servirían. —Total,
que allí estábamos —continuó Homer—. Bien instaladítos, tumbados en el prado,
contemplando las estrellas y soñando con enormes chuletones recién asados.
Tuvimos un par de charlas con vosotras, como ya sabéis, y esperamos
tranquilamente a que pasara un convoy. Entonces nos topamos con dos grandes
problemas. Uno era que no llegaba ningún convoy. Eso a lo mejor no haber sido
tan grave, si al menos hubiéramos podido llamaros y deciros que ibamos a seguir
adelante de todos modos. Aunque en ese caso correríamos el gran riesgo de
encontrarnos de pronto con un convoy en el culo. Pero el otro problema era que
el walkie-talkie de los cojones dejó de funcionar. No nos lo podíamos
creer. Lo probamos todo, y Lee acabó desmontándolo entero, pero estaba más
muerto que los dinosaurios. «Estábamos bastante desesperados, la verdad.
Sabiamos que estabais allí esperando, corriendo un gran peligro, hasta que
llegará una señal que no se iba a producir. Se puede decir que en aquel momento
estábamos al borde del pánico. Teníamos dos opciones: seguir con las vacas y
contar con que sabríais reaccionar a tiempo, o cancelarlo todo. Pero no
podíamos cancelarlo sin avisaros, porque eso os habría dejado en una situación
muy dificil. Ese era un punto flaco del plan, y es que se apoyaba demasiado en
los walkie-talkies. Al menos he aprendido una cosa: nunca confies
demasiado en las máquinas.
»De modo que en realidad solo teníamos una opción. Estaba
haciéndose tan tarde que ya no podíamos seguir esperando el convoy. Lee se fue
a la carretera con el flash, y yo empecé a mover el rebaño.
—Pero ¿cómo?
—preguntó Fi. —¿Qué? —¿Cómo? ¿Cómo obligas a un gran rebaño a hacer lo que
quieres, en mitad de la noche? Recordé que había hecho esta pregunta antes. Se
lo estaba tomando en serio, lo de querer vivir en el campo. —Bueno —contestó
Homer, que parecía sentirse un poco tonto—, hay que sisear. —¿Qué? —Sisear. Es
un viejo truco de vaquero. Me lo enseñó la señora Bamford. No les gustan los
siseos, así que vas andando detrás de ellas imitando a una serpiente. Casi
esperaba ver a Fi sacarse una libreta y anotarlo con esmero. Tras haber
revelado uno de sus secretos profesionales, Homer prosiguió su historia. —Nos
habíamos hecho ilusiones de poder contenerlas en la carretera hasta que los
centinelas estuvieran en el extremo adecuado del puente, pero no hubo manera.
Las vacas estaban demasiado inquietas, y teníamos miedo de que apareciera un
convoy o una patrulla. Así que cogimos la aguijada y el flash y nos fuimos para
allá. —Fue divertido —comentó Lee, reflexivo—. Excepto los primeros segundos,
en que creí que iban a arrollarme. —Pero los guardias estaban en el extremo
adecuado del puente —dije—. En el sitio perfecto.
—¿Sí? Bueno, pues ha sido el único golpe de suerte que hemos
tenido en todo este asunto. Eso no estaba nada planeado. Simplemente volvimos frenéticas
a las vacas hasta que empezaron a correr más que nosotros, y entonces
volvimos a toda prisa hacia las motos. Ya no vimos nada más hasta cuando
paramos las motos en la orilla a mirar. Y os digo una cosa, ojalá hubiésemos
cogido una cámara además del flash, porque fue increíble. Las últimas vacas
estaban alejándose del puente, y los soldados todavia estaban refugiados en los
parapetos, pero estaban disparando como si se hubiera abierto la veda para
cazar patos. Ellie, hasta el día que me muera seguíré sin entender cómo no
recibiste ningún tiro. El aire estaba lleno de balas. Nosotros gritábamos
«¡Corre, Ellie, corre, corre!», y tú no soltaste la cuerda, eso es lo más
alucinante. También veíamos el camión bajo el puente, esperando pacientemente a
que lo hicierais explotar. Y entonces desapareciste entre los matorrales. Te lo
juro, parecía que flotaras en ese momento, como un ángel. Se me pasó por la
cabeza la idea loca de que te habían matado y estaba viendo tu espíritu. Yo me
reí al oírlo, pero no dije nada. —Entonces, un segundo después, apareció la
llama —dijo Homer—. No creo que los soldados entendieran qué era eso. Se
quedaron ahí parados, señalándola y avisándose unos a otros. No veían el
camión, porque estaba muy bien encajado bajo el puente. Pero de pronto todos
cayeron en la cuenta de que estaban en peligro. Dieron media vuelta y se fueron
del puente cagando leches. Tuvieron el tiempo justo de escapar. —Mirándome a
mí, añadió—. Te alegrará saber que creo que nadie salió herido. Le expresé mi
agradecimiento con un gesto de la cabeza. Para mí significaba mucho, pero no
todo. Si a sabiendas me dedicaba a hacer cosas como reventar puentes, el hecho
de que por pura potra nadie saliera herido no me exime de culpa. Desde el
momento en que tomé la decisión de encargarme del remolque, ya estaba preparada
para vivir con las consecuencias, fueran cuales fuesen.
—Hubo una pausa de otro segundo —siguió diciendo Homer—. Y
entonces saltó por los aires. Os juro que nunca había visto nada igual. El
puente se elevó unos cinco metros por el lado del camión. De hecho, estuvo
suspendido en el aire unos segundos antes de caer otra vez en su sitio. Pero,
al caer, todo había quedado como mal alineado. De pronto, hubo una segunda
explosión, y salieron volando trozos de puente por todas partes. Una enorme
bola de fuego voló hacia cielo, y entonces hubo dos explosiones más, y ya solo
veíamos fuego. Había llamas por todas
partes, además del incendio principal. El parque entero parecía estar ardiendo,
y ya no te digo el puente. Como ha dicho Lee, ha sido la bomba. —La verdad es
que Wirrawee necesitaba un puente nuevo desde hacia mucho tiempo —apuntó Lee—.
Ahora parece que tendrán que poner uno. El cuento de hadas de Homer había sido
muy emocionante, y me había encantado oírlo, aunque casi me daba miedo la
magnitud de lo que habíamos hecho, y de lo que éramos capaces de hacer. La
única parte que Homer había omitido fue cómo se echó a llorar cuando vio que
las dos estábamos sanas y salvas. En aquel momento vi la dulzura propia de
Homer, la que tenía cuando era niño y que, supongo, mucha gente creía que había
perdido en la adolescencia. Buscamos un lugar protegido del sol entre las
rocas. Lee haría la primera guardia. Yo quería sentarme con él, hacerle
compañía, pero de pronto me invadió una oleada de fatiga, tan intensa que me
fallaron las piernas y me dejé caer al suelo. Me arrastré hasta un hueco con
buena pinta que había entre unos peñascos y me puse cómoda con la ayuda de una
almohada que había sisado de la casa. Entré en un sueño tan profundo que era
como si me hubiera quedado inconsciente. Lee me dijo más tarde que había
intentado despertarme para que hiciera la siguiente guardia, pero no pudo, y
entonces hizo el turno en mi lugar. No me desperté hasta las cuatro. Se hizo
casi de noche antes de que cualquiera de nosotros fuera capaz de demostrar un
atisbo de vida o de energía. Lo único que nos puso en marcha fue el deseo de
volver a casa, de volver a ver a los otros cuatro. Decidimos que podíamos coger
las motos sin peligro: elegimos una ruta que nos llevaría a todos de vuelta a
mi casa, donde habíamos dejado el Land Rover, siguiendo un trazado entrecortado
que nos permitiría sortear patrullas no deseadas.
Es curioso pero, cuando pienso en ese camino de vuelta, me
pregunto por qué no tuve ninguna premonición. Supongo que estábamos todos
demasiado cansados, y además creíamos que lo peor había pasado, que ya habíamos
hecho nuestro trabajo y que nos merecíamos un descanso.
De algún modo, te
educan para que creas que así es como debería ser la vida. Nos pusimos en
marcha a eso de las diez. Fuimos con cuidado, viajando lentamente, con el mayor
silencio posible. Era cerca de medianoche cuando subimos por mi viejo camino de
entrada a casa, dimos la vuelta por atrás y nos fuimos directamente al garaje.
El Land Rover estaba oculto entre los arbustos, pero quería coger más
herramientas del cobertizo. Paré la moto, la apoyé en la pata de cabra y doblé
la esquina para entrar en el gran cobertizo de piezas mecánicas. Lo que vi allí
fue como uno de esos pesebres vivientes de Navidad, con José y María y los
pastores y todo eso, cada uno en su posición, en carne y hueso pero
petrificados. El pesebre viviente de nuestro cobertizo estaba iluminadó por una
tenue linterna, con las pilas que empezaban a agotarse. Kevin estaba sentado
apoyándose en una antigua prensa de lana que estaba arrimada a la pared.
Agachada a su lado estaba Robyn, con una mano en su hombro. Chris estaba de pie
al otro lado, bajando la vista hacia Corrie, que se encontraba tumbada en el
regazo de Kevin. Tenía los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y el
semblante pálido. Cuando aparecí en la entrada, Kevin, Chris y Robyn volvieron
la cara hacía mí, pero Corrie seguía sin abrir los ojos. Yo no podía moverme. Era
como si me hubiera incorporado al pesebre viviente. Y entonces Kevin dijo: —Le
han pegado un tiro, Ellie. Su voz me devolvió a la realidad. Me acerqué
corriendo y me arrodillé al lado de Corrie. Oí las exclamaciones de Homer y los
demás cuando entraron en el cobertizo, pero mi atención estaba centrada en
ella. Le salía un poco de sangre de la boca, unas pequeñas y minúsculas pompas
de sangre rosada. —¿Dónde la han herido? —les pregunté. —En la espalda
—contestó Chris. Mantenía una calma casi antinatural. Robyn estaba sollozando
en silencio; Kevin estaba temblando.
—¿Qué vamos a hacer?
—preguntó Fi, acercándose. Alcé la mirada hacia ella. Sus enormes ojos parecían
llenarle la cara, presa del horror. —Tendremos que llevarla al pueblo
—respondió Homer—. Sabemos que el hospital sigue en funcionamiento. Tendremos
que confiar en ellos para que la curen. No hay otra opción. Tenía razón. No
había otra opción. —Iré por el Land Rover —dije, poniéndome en pie. —No —dijo
Horner enseguida—. El Mercedes todavía está aqui. Está más cerca y el viaje
será mejor para ella. Corrí a cogerlo. Lo acerqué al cobertizo y salí de un
salto para ayudar a levantar a Corrie y meterla dentro. Pero para eso no me
necesitaban; la movieron despacio y con cuidado y la dejaron en el asiento de
atrás. Después cubrimos el suelo con sacos de arpillera y protegimos a Corrie
con cojines por todas partes para que no pudiera moverse. Contuve mis sollozos
al verla allí tumbada, con el pecho subiendo y bajando lentamente con cada
gorgoteante respiración. Aquella era mi querida Corrie, mi amiga de toda la
vida. Si Horner era mi herrnano, ella era mi hermana. Su rostro se veía muy
plácido, pero percibía que se libraba una terrible batalla dentro de su cuerpo,
una lucha a muerte. Me enderecé y me volví hacia los demás. Homer estaba
hablando. —Esto va a sonar cruel —decía—, pero lo único que podemos hacer es
llevarla a las puertas del hospital, abandonar el coche con Corrie dentro,
llamar al timbre y salir pitando. Tenemos que pensar de forma racional. Siete
personas son mejor que seis. Si perdemos no solo a Corrie sino a alguien más,
eso nos dejará muy debilitados. Por no hablar de las preguntas desagradables
que tendrá que responder esa persona.
—No —objetó Kevin, poniéndose en pie—. No. No me importa lo
que sea racional o lo que sea lógico. Corrie es mi novia, y no voy a dejarla
tirada y
salir corriendo. Tenemos que hacerlo yo o Ellie, porque somos los únicos que
conducimos, y Ellie, si no te importa, preferiría hacerlo yo. No dije nada, no
me moví siquiera. No podía. Kevin se fue hacia el asiento del conductor y se
sentó en él. Fi se asomo a través de la ventanilla y le dio un beso. Él le
sujeto el brazo un breve instante y después la soltó. —Buena suerte, Kevin —le
deseó Lee. —Sí —dijo Homer mientras el coche arrancaba en marcha atrás—.
Suerte, Kevin. Chris dio unas palmaditas al capó del coche. Robyn lloraba
dernasiado para poder hablar. Yo corrí hacia la parte delantera del coche y me
apoyé en la ventanilla del conductor, caminando al ritmo del coche mientras
este seguía retrocediendo. —Kevin —le dije—. Dile a Corrie que estaré
esperándola. —De tu parte —respondió él. —Y a ti, Kevin. —Gracias, Ellie. El
coche había salido a la explanada y empezaba a girar. Kevin puso la primera,
encendió las luces y se alejó. Vi su cara de concentración mientras evitaba los
baches del camino de entrada. Sabía que Corrie estaba en buenas manos, y
entendí también el porqué de las luces. Me quedé allí mirando hasta que el
resplandor rojo de las luces traseras hubo desaparecido a lo lejos. —Vámonos a
casa —dijo Homer—, al Infierno.