martes, 1 de abril de 2014

Fusión, Julianna Baggott


Prólogo
Wilda
Tendida como está sobre una fina capa de nieve, ve tierra gris abrazando un cielo
igual de gris y comprende al instante que ha vuelto. El horizonte parece desgarrado
pero esas hendiduras de garras no son sino una fila de tres árboles raquíticos que
dan la sensación de grapar la tierra con el cielo.
De repente boquea para coger aire, en una reacción retardada, como si alguien
tratara de robarle el aliento y ella tirase de él para que volviese a su garganta.
Se incorpora y se sienta. Sigue siendo pequeña, apenas una niña de diez años.
Tiene la sensación de haber perdido mucho tiempo, aunque en realidad no es así;
no han pasado años, como mucho varios días o semanas.
Se apretuja el mullido abrigo contra las costillas para guarecerse del frío. Ese
chaquetón es la prueba. Toca los botones de plata y siente la bufanda remetida por
el abrigo, en una doble vuelta por el cuello. ¿Quién la ha vestido? ¿Quién le ha
dado dos vueltas a la bufanda? Se mira las botas —unas nuevas, azul marino con
cordones gruesos— y las manos enfundadas en guantes, cada dedo metido en una
cápsula tirante.
Le cae un rizo pelirrojo y brillante por el hombro del chaquetón; cada punta de
cada mechón está perfecta, como si le acabasen de cortar el pelo.
Se arremanga el abrigo y deja a la vista un brazo. Al igual que bajo la luz
brillante, el hueso está liso, no hay rastro del plástico burbujeante ni del mosaico
de esquirlas que tenía por piel; ni siquiera hay lunares o pecas. La epidermis es
totalmente blanca, tanto como debería serlo la nieve, o más incluso. Aunque en
realidad nunca ha visto nieve blanca con sus propios ojos. Por debajo de esa
palidez se disgregan unas venillas azules. Se acaricia la mejilla con la suave piel del
interior de la muñeca y luego los labios. Piel suave contra piel suave.
Mira a su alrededor y sabe que están cerca: siente la electricidad de sus cuerpos
en el aire. Recuerda cuando la escogieron entre los demás huérfanos; sin madres ni
padres, dormían en un rudimentario cobertizo cerca del mercado. Ignora por qué la
eligieron a ella; se limitaron a levantarla y agarrarla con fuerza. Uno se la puso en el
regazo y cargó con ella por los escombros mientras los demás saltaban a su
alrededor. Aquel ser tenía una respiración entrecortada y mecánica y las piernas muy
musculosas. Con los ojos humedecidos por el viento, veía borrosa su cara
angulosa. Si en aquella ocasión no tuvo miedo, ahora en cambio sí que está
asustada. Rondan por allí, con sus robustos cuerpos zumbando como abejas
gigantes, pero han venido para abandonarla a su suerte. Se siente como una niña de
un cuento de hadas. En los de su madre —porque hubo un tiempo en que tuvo una
— había un leñador que tenía que llevar el corazón de una niña a una reina mala,
pero no pudo hacerlo; otro abrió en canal un lobo para salvar a la gente que se había
comido. Los leñadores eran fuertes y buenos, aunque a veces abandonaban a las
niñas en el bosque, niñas que tenían que valerse por sí mismas.
Cae una nieve ligera. Muy lentamente hace ademán de levantarse pero siente el
mundo más pesado de la cuenta, como si hubiese crecido de un día para otro. Hinca
las rodillas en el suelo y justo en ese momento oye voces por el bosque, dos
personas que van hacia ella. Incluso desde la distancia, distingue las cicatrices rojas
de sus caras. Una va cojeando y ambas llevan un saco en la mano.
Se tapa la nariz y la boca con la bufanda. La idea es que la encuentren, porque es
una expósita; recuerda que utilizaron esa palabra en la sala de la luz brillante:
«Queremos que sea una expósita». Era la voz de un hombre resonando por un
altavoz. Era el que estaba al mando, aunque no llegó a verlo. «Willux, Willux»,
murmuraba la gente, personas de pieles lisas sin nada fusionado. Iban de un lado
para otro, alrededor de su cama, que estaba rodeada de barrotes de metal de donde
colgaban bolsas transparentes de líquido conectadas a tubos, en una maraña de
cables y máquinas que emitían pitidos. Era como tener madres y padres, pero
tantos que perdía uno la cuenta.
Recuerda la luz por toda la habitación, la bombilla brillante, tan resplandeciente
y cercana que desprendía calor; y la primera vez que se pasó la mano por la piel, y
cuando se tocó la barriga, también lisa del todo. El ombligo —eso a lo que su
mamá siempre llamaba el «túnel de la barriga», y a lo que las voces de la sala
llamaban «umbilicus»— ya no estaba.
Se lleva la mano bajo el abrigo y la camisa y se la pasa por la barriga. Como
aquella vez, sigue habiendo un solo tramo de piel seguida de más piel.
«Curada —decían las voces tras las mascarillas blancas, aunque sonaban
preocupadas—. Pero, a pesar de todo, un triunfo.» Hubo quien sugirió que se
quedase en observación.
Se dispone a abrir la boca para llamar a las dos figuras de los sacos, pero no
consigue abrirla del todo; es como si le hubiesen dado un par de puntadas en las
comisuras de los labios, como si se las hubiesen lacrado.
¿Y qué va a decir? No le vienen las palabras a la cabeza. Se arremolinan en su
interior y forman un borrón. No es capaz de ponerlas en orden ni articularlas. Por
fin consigue gritar, pero la única palabra que le surge de la boca es «Queremos»,
aunque no sabe por qué es. Intenta pedir ayuda de nuevo pero vuelve a gritar:
—¡Queremos!
Las dos jóvenes se le acercan. Son recolectoras, se nota por las verrugas y las
cicatrices de los dedos, producto de haber tocado tantas raíces, bayas y colmenillas
venenosas. Una tiene dos pinchos de plata, como las de los tenedores antiguos, en
lugar de dos dedos de la mano. Es la que cojea, y tiene una cara de una belleza
peculiar, a pesar de unas laceraciones de intenso color rojo; es sobre todo por los
ojos, que relucen con un naranja medio dorado que parece metal líquido, teñidos
por el propio brillo de las bombas. Es ciega. Se coge del brazo de la otra
recolectora y pregunta:
—¿Quién eres tú?
Suena como un gorjeo. La niña había oído el sonido de los pájaros en la
habitación brillante, que estaba grabado y se emitía por unos altavoces ocultos.
«Arrullos», piensa la niña, y luego oye otros pájaros por el bosque. Las aves de
aquí cantan igual que aquellas con las que se crio: nada de límpidas notas dulces
como las de la habitación brillante, estas son rasgadas y repiqueteantes.
Ambas jóvenes parecen asustadas. ¿Acaso habrán notado ya que es distinta?
Quiere decirles cómo se llama, pero no le viene el nombre. Las únicas palabras
que tiene en la cabeza son «flor de fuego», que era como solía llamarla su madre:
nacida del fuego y la destrucción, arraigó y creció. No conoció a su padre, pero está
segurísima de que pereció en medio del fuego y la destrucción.
Y entonces le viene: Wilda, se llama Wilda.
Pone las manos sobre la tierra helada. Quiere contarles que es nueva, y que el
mundo ha cambiado para siempre.
—Queremos que nos devolváis —dice en cambio, y le sorprenden esas palabras.
¿Por qué ha dicho eso?
Las mujeres se miran entre sí y la ciega le pregunta:
—¿Cómo has dicho? ¿Que devolvamos qué?
La otra tiene una cicatriz que surca entera una de sus mejillas, como si se le
hubiese fusionado una trenza en la cara y con el tiempo se hubiera recubierto de
piel.
—No está bien de la cabeza.
—¿Quién eres? —insiste una vez más la ciega.
—Queremos que nos devolváis —le dice otra vez; al parecer son las únicas
palabras que puede decir.
Las recolectoras miran de repente a su alrededor, incluso la ciega, cuando oyen
las sinapsis eléctricas que surcan el aire. Los seres que la han traído están inquietos.
—Hay muchas —dice la de la cicatriz trenzada con los ojos muy abiertos—.
Están protegiéndola. ¿No las sientes? Las han enviado nuestros guardianes para
cuidarla.
—Ángeles —dice la ciega.
Se disponen a irse cuando Wilda se arremanga y les enseña el brazo, tan blanco
que parece destellar.
—Queremos que nos devolváis —dice muy lentamente— a nuestro hijo.
PRIMERA PARTE
Pressia
Polillas
El vestíbulo del cuartel de la OSR está moteado por una serie de faroles de aceite
caseros que arrojan luz desde las vigas del alto techo. Los supervivientes están
acostados entre mantas y esterillas, aovillados unos con otros para entrar en calor.
Sus cuerpos despiden una cálida humedad colectiva, a pesar de que las ventanas
alargadas no cierran y apenas están cubiertas con trozos de cortinas vaporosas. Con
el viento racheado del exterior, la nieve empieza a revolotear en ráfagas y se cuela
por las ventanas, como si a cientos de polillas las hubiesen atraído hasta allí con la
promesa de bombillas encendidas contra las que poder estrellarse de nuevo.
Aunque fuera está oscuro, es casi de mañana y los más madrugadores han
empezado a levantarse. Pressia ha pasado la noche en vela; a veces se queda tan
ensimismada por el trabajo que pierde la noción del tiempo. Tiene en la mano un
brazo mecánico que acaba de armar con los despojos que Il Capitano va trayéndole:
unas tenazas de plata, un codo con rodamientos, cable eléctrico viejo para sujetarlo
y tiras de cuero que ha cortado a medida para unirlo al delgado bíceps del
amputado. Es un chico de nueve años con los cinco dedos fusionados entre sí, casi
como un palmípedo, una mano totalmente inservible. Cuando llama al niño por su
nombre, la voz le sale ronca:
—¡Perlo! ¿Estás por aquí?
Después se va abriendo paso entre los supervivientes, que se remueven y
murmuran, y oye un siseo agudo y sollozante.
—¡Chitón! —dice una mujer.
Pressia ve algo encogido bajo el abrigo de la mujer y a continuación la cabeza
negra y sedosa de un gato que asoma por un lado de su cuello. Un crío rompe a
llorar y alguien maldice. De la garganta de un hombre surge una canción, una nana:
—Las niñas fantasma, las niñas fantoche, las niñas fantasma. ¿Quién puede
salvarlas de este mundo, sí, de este mundo? Ancho el río, la corriente corre, la
corriente corroe, la corriente corre.
El chiquillo se calma: la música sigue funcionando, amansando a la gente.
«Seremos unos miserables pero todavía somos capaces de esto, de que surjan
canciones de nuestro interior.» Le gustaría que la gente de la Cúpula lo supiese.
«Puede que seamos unos depravados, sí, pero también seres capaces de una ternura,
una bondad y una belleza asombrosas. Tal vez seamos humanos imperfectos, pero
seguimos siendo buenos, ¿no es cierto?»
—¿Perlo? —vuelve a llamar, al tiempo que mece la prótesis de brazo contra el
pecho.
Desde hace un tiempo, en aglomeraciones de gente como la presente, no puede
evitar buscar con la mirada a su padre, a pesar de no recordar su cara. Antes de
morir, su madre le enseñó los tatuajes latentes que tenía en el pecho, y uno de ellos
pertenecía a su padre, prueba de que había sobrevivido a las Detonaciones. Es
evidente que allí no está; lo más probable es que ni tan siquiera esté en el mismo
continente…, o lo que queda de él. Sin embargo, no se resiste a escrutar las caras
de los supervivientes para ver si encuentra a alguien que se parezca en algo a ella:
ojos almendrados, cabello negro brillante, etc. Es incapaz de dejar de buscar, a
pesar de lo irracional de creer que algún día lo encontrará.
Una vez ha atravesado el vestíbulo entero, llega ante una pared empapelada con
carteles. En lugar de la garra negra de la ORS, que en otros tiempos infundía miedo
a los supervivientes, estos carteles llevan la cara de Il Capitano, con sus rasgos
serios y su recia mandíbula. Contempla la hilera de pósters, con todos los ojos en
fila, y con Helmud, su hermano, apenas un bulto en la espalda. Sobre la cabeza se
lee: ¿CAPAZ Y FUERTE? ÚNETE A NOSOTROS: LA SOLIDARIDAD NOS SALVARÁ. Se
lo inventó Il Capitano y está bastante orgulloso. Debajo, la letra pequeña promete
el fin de las muerterías (las batidas de soldados de la ORS cuya misión era
exterminar a los débiles y recolectar muertos en campo enemigo) y del servicio
militar obligatorio a los dieciséis años. Para los que se ofrezcan voluntarios, Il
Capitano promete «comida sin temores». ¿Temor a qué? La ORS tiene un historial
bastante oscuro: capturaban a gente y la encerraban, la desenseñaban a leer, la
utilizaban como blancos humanos…
Todo eso ha acabado, los carteles han funcionado y hay más reclutas que nunca.
Llegan desde la ciudad, harapientos y hambrientos, quemados y fusionados; en
ocasiones se presentan familias enteras. Il Capitano le ha dicho que va a tener que
empezar a rechazar a algunos. «Esto no es un Estado del bienestar. La idea es armar
un ejército.» Hasta la fecha, sin embargo, siempre ha conseguido convencerlo para
dejarlos pasar a todos.
—Perlo —murmura mientras avanza por el pasillo y va pasando la mano por los
bordes rizados de los carteles.
¿Dónde estará? Las cortinas se baten con fuerza, se cuelan en la habitación y con
ellas la nieve, que entra como si la gran estancia estuviera respirando hondo.
Una familia ha colocado una manta sobre un palo y ha montado una especie de
tienda de campaña para resguardarse del viento. De pequeña ella solía hacer lo
mismo en la trastienda de la barbería quemada, con una silla y una sábana sujeta
con el bastón del abuelo; allí jugaba a las casitas con su mejor amiga, Fandra. El
abuelo las llamaba «iglúes» y Fandra y ella se ponían a castañetear los dientes,
como si fueran esquimales. El anciano se reía con tanta fuerza que el ventilador que
tenía en la garganta se ponía a girar como loco. Siente una punzada de dolor: por el
abuelo y por Fandra, ambos muertos, y por su infancia, igual de muerta.
Al otro lado de las ventanas hay soldados montando guardia a intervalos de
metro y medio por el perímetro del cuartel de la ORS. Las Fuerzas Especiales de la
Cúpula se han multiplicado y desde hace unas semanas se las ve rondar por los
bosques con sus abultadas siluetas cargadas de músculo animal y esas pieles suyas,
recubiertas de un material sintético, de camuflaje. Son ágiles y casi no hacen ruido,
con una rapidez y una fuerza increíbles, a pesar de ir bien pertrechados, con armas
alojadas en los cuerpos. Atraviesan como balas los escombrales, esprintan entre los
árboles, se internan por callejones, sin hacer ruido, siempre a hurtadillas, como si
llevasen a cabo rastreos rutinarios por la ciudad. Más que nada buscan a Perdiz, el
medio hermano de Pressia, que está escondido al amparo de las madres; al igual
que Lyda —que también es pura, y que salió de la Cúpula como cebo para él— e
Illia, que estaba casada con el gerifalte mayor de la ORS, un marido cruel al que
mató. Las noticias que les llegan son por los informes poco detallados de soldados
de la ORS, quienes temen profundamente a las madres. En uno de ellos se
informaba de que las madres están enseñando a Lyda a pelear. Es extraño porque
solo es una chica de la Cúpula que no está en absoluto preparada para vivir en esas
tierras salvajes y cenicientas, y menos aún con las madres, quienes, si bien pueden
ser cariñosas y leales, también son capaces de barbaridades. ¿Cómo lo llevará? En
otro informe se contaba que Illia no lograba adaptarse: después de tantos años en la
burbuja de la granja, sus pulmones no llevaban bien las arremetidas de ceniza
revoloteante.
Todos los que presenciaron la muerte de la madre de Pressia deben andarse con
cuidado, pues son los únicos que conocen la verdad sobre la Cúpula y Willux, y es
posible que este siga buscando algo que ellos tienen: los viales. Il Capitano y
Bradwell arramblaron con todo lo que pudieron en el búnker después de que
muriera su madre. Perdiz es quien tiene ahora los sueros y, con suerte, los
mantendrá a buen recaudo. Son de gran valía para Willux: con esos viales, otro
ingrediente y la fórmula para combinarlos podría salvar su propia vida. Aunque no
cabe duda de que los sueros de su madre son muy poderosos, ahí afuera son
demasiado peligrosos e impredecibles como para utilizarlos; ahora mismo no son
más que souvenirs.
¿Cuánto tiempo podrán seguir ocultando las madres a Perdiz? ¿Lo suficiente
para que muera Ellery Willux? Esa es la gran esperanza: que muera pronto y Perdiz
tome la Cúpula desde dentro. Pressia tiene a veces la sensación de vivir en un
estado permanente de espera, a sabiendas de que tarde o temprano algo cederá, y
solo entonces el futuro tomará forma.
Al notar que Freedle aletea en el bolsillo del jersey, mete la mano y pasa un
dedo por la espalda de la cigarra robótica.
—Chiss —murmura—. No pasa nada.
No quiere dejarlo solo en su cuartillo, o ¿será que es ella la que no quiere estar
sola? —¡Perlo! —llama—. ¡Perlo!
Y por fin oye al chico.
—¡Aquí! ¡Estoy aquí! —Va corriendo hasta ella, zigzagueando entre
supervivientes—. ¿Lo has terminado?
Pressia se arrodilla y le dice:
—A ver si encaja bien.
Le rodea la parte superior del brazo con las tiras de cuero y la ajusta con los
cordones de cable eléctrico. El poco movimiento que puede hacer con la mano
fusionada le permitirá al chico aplicar presión sobre una palanquita.
Perlo prueba y las tenazas se abren y se cierran. —Funciona. —Vuelve a abrirlas
y cerrarlas una y otra vez a más velocidad.
—No es perfecto pero de algo te servirá.
—¡Gracias! —Lo dice tan alto que alguien acostado en el suelo lo manda callar
—. A lo mejor puedes hacerte algo para ti —susurra mirándole la cabeza de muñeca
—. No sé, quizás haya algo…
Pressia ladea la muñeca y esta parpadea; uno de los ojos, que tiene un pegote de
ceniza, se cierra más despacio, desacompasado con el otro.
—No creo que pueda hacer nada por mí. Pero me las arreglo.
La madre del chico lo llama en voz baja y este se da media vuelta, la saluda con
el brazo con aire triunfal y sale disparado para enseñárselo.
Y entonces resuena a lo lejos un disparo que reverbera en el aire, y Pressia se
agacha como por instinto y se lleva la mano al bolsillo para proteger a Freedle. Lo
saca y se lo pega al pecho. La madre de Perlo también atrae a su hijo hacia sí. La
chica sabe que lo más probable es que algún soldado de la ORS le haya disparado a
alguna sombra en movimiento, y aunque los disparos aislados son habituales, eso
no quita para que sienta una presión en el pecho a la altura del corazón. Entre Perlo,
su madre y el disparo, todo combinado, rememora el peso de la pistola en su
mano, cuando la levantó, apuntó y disparó… Incluso ahora le retumban los oídos y
ve expandirse la neblina de sangre, que inunda su visión, unos brotes rojos ante sus
ojos igual que las flores explosivas que se disparan solas en los escombrales.
Apretó el gatillo, aunque ya no recuerda si fue lo correcto, es incapaz de discernirlo.
Su madre murió, está muerta, y Pressia apretó el gatillo.
Camina deprisa, ciñéndose a las paredes del vestíbulo, por donde se extiende un
cartel tras otro. Lleva a Freedle arropado con cuidado en el puño. Cuando pasa por
una ventana, no puede evitar la tentación y mira afuera.
Viento. Nieve. Entre las nubes que atraviesan el cielo como terrones de ceniza
atisba una estrella luminosa, toda una rareza, y por debajo, la linde del bosque, con
los precarios árboles apiñados con sus ramas retorcidas. Distingue el uniforme de
los soldados y, de tanto en tanto, el destello de un arma y los delgados penachos
de vaho que se forman en el frío del cerro. Ve por unos instantes la cara de su madre
tendida en el suelo del bosque y luego se borra, se va para siempre.
Más allá de los soldados, la vista vacila entre los árboles: ¿hay algo allí, algo
que quiere entrar? Se imagina a las Fuerzas Especiales agazapadas, acechando en la
nieve. ¿No necesitarán ni dormir? ¿Serán en parte de sangre fría, y soportarán tener
las pieles revestidas por una fina capa de hielo? Está todo en silencio, pero resulta
inquietante porque sigue notándose la energía acechante. Nevó hace tres días,
apenas un polvo fino al principio, pero luego los copos se volvieron más gruesos, y
ahora el césped está recubierto por una alfombra oscura y vidriosa de varios
centímetros y la nieve no para de revolotear.
Siente que alguien la coge del codo y se vuelve al punto: es Bradwell, con las
cicatrices parejas cruzándole la mejilla, las pestañas oscuras, los labios gruesos
cortados por el frío. Mira la mano que la agarra, enrojecida y curtida; tiene los
nudillos llenos de cicatrices, son bonitos. «¿Cómo van a ser bonitos unos
nudillos?», se pregunta Pressia. Es como si Bradwell los hubiera inventado.
Pero las cosas entre ellos han cambiado.
—¿No has oído que te he llamado? —le pregunta el chico.
Pressia tiene la sensación de que está hablándole debajo del agua. Solo una vez,
cuando el incendio de la granja, logró reunir valor para hacerle prometer que
encontrarían un hogar para los dos, pero eso fue solo porque en realidad no creía
que el momento fuese a durar.
—¿Qué quieres?
—¿Estás bien? Parece que estás en otra parte.
—No, es que he tenido que hacerle un brazo a un chico, y acaba de sonar un
disparo. Pero no ha sido nada.
Nunca admitiría haber visto un rojo brillante explotando ante sus ojos, como
tampoco su miedo a enamorarse de él. Es algo que Pressia entiende como una
verdad absoluta: todo aquel al que ha querido ha muerto. Visto lo visto, ¿cómo
querer a Bradwell? Lo mira y las palabras le martillean el cerebro: «No lo quieras,
no lo quieras…».
—¿Te has quedado toda la noche despierta?
—Sí.
Pressia se fija en que Bradwell tiene el pelo de punta y hecho un revoltijo.
Ambos tienen la habilidad de desaparecer durante días. Bradwell está obsesionado
con las seis cajas negras que surgieron de entre los rescoldos de la granja y se pasa
días enteros encerrado en la antigua morgue, donde se ha instalado, en los sótanos
del cuartel. Pressia, por su parte, se ha volcado en las prótesis. Él sigue empeñado
en entender el pasado, mientras que ella se dedica a ayudar a la gente del aquí y
ahora.
—Y tú tampoco has dormido, ¿no?
—Hum…, se podría decir que no. ¿Ya es de día?
—Casi.
—Pues entonces sí. He avanzado bastante con una de las cajas negras. Y una me
ha mordido.
—¿Que te ha qué? —Freedle aletea nervioso en la mano de Pressia.
El chico le enseña una pequeña punción en el pulgar. —No se ha ensañado. Tal
vez haya sido solo una advertencia. Pero creo que ahora le gusto, porque ha
empezado a seguirme por toda la morgue como un perrillo. —Pressia empieza a
caminar por el pasillo, por delante de otros carteles de reclutamiento de Il Capitano,
y Bradwell la sigue—. Las he desmontado enteras y las he vuelto a reconstruir. Y
contienen información sobre el pasado, hasta ahí llego, aunque no parecen estar
diseñadas para transmitirla. No son espías de la Cúpula ni nada parecido, una
opción que tenía que descartar. Si alguna vez tuvieron esa habilidad, la han
perdido. —A Bradwell se le ve entusiasmado, pero a Pressia no le interesan las
cajas negras; está harta del empeño del chico por demostrar la validez de las teorías
conspirativas de sus padres sobre la Cúpula, su versión de la verdad, la Historia
Eclipsada y todo eso—. Y esta que te digo, no sé en qué sentido, pero es distinta,
es como si me conociera…
—¿Qué hiciste para que te mordiera?
—Hablar.
—¿De qué?
—No creo que quieras saberlo.
Pressia se detiene y se queda mirándolo. Bradwell se lleva las manos a los
bolsillos y los pájaros de su espalda empiezan a batir las alas, alterados.
—Pues claro que quiero saberlo. Ha sido así como has abierto la caja, ¿no? Es
importante.
El otro respira hondo y hace una pausa breve, antes de clavar la vista en el suelo
y encogerse de hombros.
—Vale, como quieras. Estaba divagando sobre ti.
Nunca han hablado de lo que pasó en la granja. Pressia recuerda la forma en que
la abrazó y el roce de sus labios en los suyos. Pero ¿acaso ese tipo de amor
sobrevive? El amor es un lujo. Ahora él la mira, con la cabeza ladeada y los ojos
fijos en ella, y Pressia siente una ola de calor por el cuerpo. «No lo quieras.» No es
capaz ni de mirarlo.
—Ah, entiendo…
—No, no entiendes nada, todavía no. Ven conmigo.
La lleva por otro pasillo y, tras doblar una esquina, allí apostada en la puerta,
esperando tranquilamente, hay una caja negra del tamaño de un perro pequeño, de
esos que su abuelo solía llamar «terrier», a los que les gusta cazar ratas.
—Le he dicho que espere y se ha quedado aquí. Le he puesto Fignan de
nombre.
Freedle asoma por la palma de su dueña para contemplarlo con sus propios ojos.
—¿Sabe sentarse y dar la patita? —pregunta Pressia.
—Creo que sabe mucho, pero mucho más que eso.
Perdiz
Escarabajo
El silo subterráneo huele a agua estancada y humedad. Por las paredes y el suelo
de tierra surgen cúmulos de moho de un rojo intenso. Las paredes están llenas de
filas de botes donde las madres guardan en vinagre extrañas conservas. Pertrechada
hasta los dientes, Madre Hestra hace guardia por encima de su cabeza y, a cada
pisada, le recuerda que lo tienen encerrado bajo tierra. A veces, Perdiz siente como
si los pasos fuesen latidos de corazón y estuviese atrapado en las costillas de una
inmensa alimaña.
Lleva seis días sin ver a Lyda. Resulta difícil medir el tiempo allí solo como
está, enfrascado en los mapas que está haciendo de la Cúpula, con tan solo una
ranura en la puerta del silo para calibrar la luz del día; cada poco las madres
interrumpen su trabajo cuando le traen comidas más bien pobres: caldos aguados,
tubérculos blancos con tierra y, de vez en cuando, un dado de carne que se come de
un bocado.
Se dice a sí mismo que lo de arriba tampoco es mucho mejor, todos esos
residuos baldíos de los antiguos barrios residenciales, toda la desolación. Pero,
Dios, se siente atrapado, y si hay algo peor que esa sensación, es el aburrimiento.
Las madres le han dado un viejo farol para que pueda trabajar y le han
proporcionado papel, lápices y un tablero de madera que ha colocado en el suelo a
modo de escritorio. Está dibujando mapas, intentando recordar cada detalle de los
planos que memorizó para salir de la Cúpula y procurando anotarlo todo lo antes
posible. Sin embargo, hora tras hora, minuto tras minuto y pisada tras pisada sobre
su cabeza, el aburrimiento resulta asfixiante.
Con todo, en realidad está obligado a confiar en la protección de las madres, al
menos hasta que idee un plan. Una parte de él quiere esperar a que muera su padre,
que está bastante debilitado: décadas de potenciación cerebral le han provocado
parálisis múltiples y un grave deterioro de la piel. Su madre le contó que eran
síntomas evidentes de la degeneración rauda de células. El organismo de su padre
no puede ya tardar en sufrir un colapso, y ese momento podría ser el ideal para su
regreso. Posiblemente la Cúpula lo acogería como el heredero de su padre: al fin y
al cabo, este había gobernado como un monarca.
Otra parte, en cambio, querría derrocarlo estando todavía con vida, vencerlo por
las razones justas. ¿Acaso no merece la gente de la Cúpula saber la verdad sobre lo
que hizo su padre? Si lograse hacerles llegar esa verdad y explicarles que hay otra
forma de vivir —una en la que no son borregos que siguen las órdenes de su padre,
una en la que no viesen a los supervivientes como crueles miserables que se
merecen lo que tienen— la escogerían por encima del reinado de su padre. Perdiz
está convencido de ello.
Tiene que conseguir pasar tiempo con Lyda para poder preparar un plan. Si
volver es inevitable, también lo es que lo hagan juntos.
Entre tanto está centrado en acabar los mapas y superar el confinamiento en
solitario, la tremenda fuerza del aburrimiento, el moho, las esporas, la comida
racionada y, despojado de toda arma, la horrible sensación de necesitar a las
madres, que lo tratan como a un crío y, al mismo tiempo, igual que a un criminal
peligroso. Siguen considerándolo un enemigo, sobre todo porque proviene de la
Cúpula; además, es un muerto —un hombre y, para colmo, de la Cúpula—, y no
es de fiar.
A las madres les interesan los mapas, por eso le han dado material para trabajar;
Perdiz, sin embargo, quiere entregárselos a Il Capitano: es la única ofrenda que
puede darles, aunque tal vez nunca sirva para nada. ¿Qué posibilidades hay de que
Il Capitano logre formar un ejército capaz de derrocar a la Cúpula? Así y todo, al
menos puede contribuir con algo. Mientras trabaja en los mapas, deja que su mente
repase todo lo que su madre le contó antes de morir. Ha anotado todo lo que
recuerda, palabra por palabra, pues tiene la sensación de que rezuman información
codificada.
Deja el lápiz en el tablero y abre y cierra el puño. Tiene la mano agarrotada,
hasta el meñique seccionado por la mitad, que ya se le ha curado y ahora no es más
que una protuberancia roja brillante. Se frota los dedos y los nota pegajosos por el
suero cerúleo con el que lo han bañado las madres, ante la inminencia de un nuevo
traslado. En teoría ese suero, que hacen mezclando extracto de alcanforero y cera de
abejas, oculta su olor corporal y lo enmascara, aunque le deja la piel tirante y
brillante. Se cree que las Fuerzas Especiales tienen un olfato extraordinario, al igual
que algunas alimañas y terrones. Las madres nunca permiten que Perdiz y Lyda
permanezcan en un mismo sitio mucho tiempo. Son protectoras, aunque también es
cierto que Madre Hestra le dijo a Perdiz que no podían arriesgarse a que las Fuerzas
Especiales lo encontrasen, pues pondría a todo el mundo en peligro. Lo mejor es la
vida nómada.
Se pregunta si a Lyda también la habrán bañado en el suero; siempre tiene
miedo de que un día no dejen que lo acompañe al siguiente destino, aunque hasta
la fecha siempre ha ido. Intenta imaginarse el tacto de la piel de la chica recubierta
por aquella sustancia de cera.
A su lado, en el suelo de tierra, está la caja de música metálica de su madre que
encontró en la caja de los Archivos de Seres Queridos. Aunque Bradwell la calcinó
en el sótano de la carnicería, se aseguró de hacérsela llegar cuando pasó todo. Es
más sentimental que Perdiz, y cuando se trata de cosas legadas por los padres,
Bradwell siente cierta debilidad. Le ha quitado el hollín pero los engranajes se han
quedado negros. Como es toda de metal, sigue funcionando, si bien la melodía
suena ligeramente desafinada. Es lo único que las madres le han permitido
quedarse, tal vez porque ellas mismas son madres. Coge la caja, le da cuerda y deja
que suene; las notas repican en el aire húmedo y cerrado. Echa de menos a su
madre; lleva años añorándola, desde su infancia, y ya se le da bastante bien. Quizá
por eso se le dé tan bien echar de menos a Lyda: por los años de práctica.
Cuando las notas se van apagando, mira el mapa más reciente, un corte
transversal de los tres tercios superiores de la Cúpula —Superior Primera, Superior
Segunda y Superior Tercera— y de tres subsuelos llamados Sub Uno, Sub Dos y
Sub Tres, que incluyen una zona para los mastodónticos generadores de energía. La
planta baja se llama Cero, y es donde está la academia, el sitio en el que ha pasado
gran parte de su vida.
Añora la academia con una nostalgia implacable: aunque no debería querer
regresar a su cuarto de la residencia, vaguear con Hastings, pedirle los apuntes
prestados a Arvin Weed, esquivar al rebaño (un grupo de chicos que lo odia), lo
desea con todas sus fuerzas. Hasta echa de menos las clases. Piensa en Glassings,
su profe de historia, cuando lo sacó al pasillo el día del baile; Perdiz acababa de
robar el cuchillo, y con la perspectiva que da el tiempo, se podría decir que aquel
fue el momento clave, en que pudo haberse echado atrás y haber seguido con su
vida de siempre.
Pero no fue así; de un modo u otro acabó aquí, impotente.
Lo más irónico es que tiene los viales, el legado de su madre, y son muy
poderosos. Su padre mató por ellos: al abuelo adoptivo de Pressia, así como a su
hijo mayor y a la mujer a la que en teoría amaba, la madre de Perdiz.
Los viales le recuerdan lo que su madre quería que fuese: un revolucionario, un
líder.
Se acerca a los tarros de conservas de las madres y coge el tercero por la
izquierda, debajo del cual hay un agujero estrecho y profundo donde se esconden
unos cuantos escarabajos. Mete la mano y saca un bulto lleno de barro pero
cuidadosamente envuelto. Se lo lleva hasta el camastro y desenvuelve los viales de
su madre; cuatro de ellos están unidos a jeringuillas con las agujas cubiertas con
tapones de plástico duro. Tras el incendio en la granja, Bradwell e Il Capitano los
cogieron del búnker de su madre, así como todo lo que creyeron que podía servir de
algo: ordenadores, radios, medicamentos, provisiones, armas, municiones. Después
de eso les pareció que lo más conveniente era dividir el grupo en dos: Il Capitano,
Helmud, Bradwell y Pressia se fueron al cuartel general, mientras que Lyda, Perdiz
e Illia se fueron con las madres porque eran las más preparadas para esconderlo y
mantenerlo a salvo. Y si las Fuerzas Especiales encontraban a un grupo, al menos
el resto podría seguir adelante. Bradwell e Il Capitano se llevaron el grueso de las
pertenencias de su madre, pero Perdiz escondió los viales bajo su chaqueta.
Ahora los contempla de uno en uno y siente su tacto frío. Su madre lo llevó a
Japón cuando era apenas un crío, a instancias de su padre, que sabía que los
japoneses eran unos adelantados en nanotecnología biomédica para reparar traumas
sufridos en catástrofes, en especial por medio de células autogeneradas que se
movían por el cuerpo y lo reparaban.
El padre de Perdiz se sometió a potenciación cerebral desde muy joven para que
su cerebro se iluminase con los impulsos de las sinapsis, pero ahora tiene síntomas
visibles de degeneración rauda de células: la parálisis, el deterioro de la piel y, con
el tiempo, el fallo orgánico y la muerte. No es solo cosa de él. Perdiz recuerda
ahora que en la Cúpula a todo aquel que estaba enfermo, viejo o extenuado se lo
llevaban rápidamente a un ala aislada del centro médico. En las últimas semanas se
ha dado cuenta de una verdad muy lúgubre: con el tiempo la degeneración rauda de
células acabará afectando también a las Fuerzas Especiales y a todos los chicos de la
academia que se han sometido a potenciación, incluido, algún día, el propio Perdiz.
Antes de morir su madre le contó que si se combinaba lo que había en esos
viales con otra sustancia siguiendo una fórmula —que estaba perdida—, el
resultado podía revertir la degeneración rauda de células, o DRC. En aquel
momento estaba demasiado embargado por la emoción —llevaba sin ver a su madre
desde que era pequeño— como para captar lo que estaba diciéndole. Pero ahora, al
recordarlo, intenta concentrarse en particular en las tres cosas necesarias para revertir
la DRC: el contenido de esos viales, otro ingrediente en el que supuestamente
alguien estaba trabajando y la fórmula para combinarlo todo.
Su madre le enseñó una lista de gente de la Cúpula que estaban de su lado, entre
los que se incluían los padres de Arvin Weed, el padre de Algrin Firth e incluso
Durand Glassings. Forman parte de una organización en el seno de la Cúpula.
Cuando enviaron a Lyda fuera de la Cúpula como cebo para él, alguien de la
organización le susurró a esta el mensaje: «Dile al cisne que estamos esperándolo».
Cuando se lo dijo a su madre, esta murmuró: «Cygnus», una palabra que todavía
no ha logrado descifrar.
También le contó que el líquido de los viales contiene un material regenerador
de células muy potente; pero también que el suero es algo inestable, imperfecto y
peligroso.
Pone uno de los viales al trasluz, ansioso por saber qué lo hace tan inestable,
imperfecto y peligroso. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si entrase en contacto con la piel
de un ser vivo? Quiere probarlo; se le ha metido la idea en la cabeza y no hay
manera de quitársela.
Antes de nada necesita un ser vivo con el que experimentar.
Un escarabajo.
Vuelve de nuevo donde los tarros y se apresura a sacar uno. Una vez más salen
varios escarabajos disparados pero ahora encierra a uno en el puño. Tiene el lomo
verde reluciente y la cabeza rojo fuerte, con unos cuernos que parecen las espinas de
una planta. Se resiste y patalea, con sus patas nudosas y preñadas de pinchos, pero
lo retiene en la palma y nota que le cosquillea los dedos.
—Lo siento —le susurra al insecto—, de verdad.
Lo lleva al tablero, abre la caja de música de su madre, lo mete dentro con
cuidado y cierra la tapa. Lo oye arañar el interior. Ojalá Arvin Weed, el cerebrito de
la academia, estuviese allí. Dios, cómo se arrepiente de no haber prestado atención
en las prácticas de laboratorio.
Coge una de las jeringuillas, le quita el tapón y la aguja reluce. Sabe que eso
significa que malgastará una gota. «Solo una», se dice, solo eso.
Abre de nuevo la caja de música y el escarabajo sale y se arrastra por el tablero,
pero Perdiz lo coge y lo sujeta con mucho cuidado.
Con las patitas todavía en movimiento pero sin ir a ninguna parte, una cola
afilada surge de debajo de sus alas y deja a la vista un aguijón oscilante. Parecen
empañados los diminutos puntos negros que tiene por ojos. Perdiz mira la aguja y
empieza a presionar el émbolo cuando de repente siente el pinchazo. Los dedos con
los que tenía cogido el lomo acorazado del escarabajo se ven invadidos en un visto
y no visto por pequeñas punzadas de un calor horroroso. La quemazón le hace
apartar los dedos y pegar un grito por la conmoción, aunque no llega a soltar el
insecto.
Acto seguido acerca todo lo rápido que puede la aguja al escarabajo pero siente
las manos tan rígidas por el dolor que tiene que dejarlo ir. El insecto corre por el
tablero, pero no antes de que caiga de la aguja una gota de líquido que aterriza,
espesa y húmeda, en una de sus patas traseras. Cojea entonces en la trampa húmeda
y espesa de líquido e intenta arrastrarse hacia delante.
El grito ha alertado a Madre Hestra, que llama a la puerta del silo con los
nudillos:
—¿Qué ha sido ese ruido?
—¡Nada!
Perdiz se apresura a envolver las jeringuillas, con la mano toda enrojecida ya, y
va hasta el tarro, lo levanta como puede y mete el bulto en el agujero. El escarabajo
sale a rastras del tablero y se pierde en la oscuridad.
Justo entonces se abre la puerta del silo subterráneo con gran estrépito y aparece
Madre Hestra, iluminada débilmente por detrás.
—¿Qué ha sido ese ruido? —pregunta.
—Nada, estaba cantando una canción de la academia. Es que a veces el silencio
aquí abajo se hace insoportable. —Se frota la mano, que le arde, pero para
enseguida porque no quiere levantar más sospechas.
Madre Hestra es bastante corpulenta y tiene a su hijo de cinco años, Syden,
fusionado a la pierna a perpetuidad. Lleva un traje de pieles cosidas entre sí y
amoldadas a su cuerpo, con un agujero para la cabeza rojiza del chico, justo por
encima de la cadera. La mayoría de las madres son amasoides, fusionadas con sus
hijos, algo a lo que Perdiz no ha llegado a acostumbrarse. Cuando las
Detonaciones, la mayoría de las madres llevaban en brazos a sus hijos o los
protegían de las luces cegadoras, dobladas sobre ellos o agachadas. Perdiz no puede
ni imaginarse cómo es quedarse así atrofiado, sin crecer nunca, atrapado para
siempre dentro de los límites del cuerpo de tu propia madre. La cara de Syden ha
empezado a envejecer. ¿Se hará también él así de mayor?
Madre Hestra se queda mirando a Perdiz. La mujer tiene una mejilla cauterizada
con palabras: unos garabatos del revés que se quedaron impresos en la piel durante
las Detonaciones, la huella de un tatuaje chamuscado. Perdiz no ha logrado leer lo
que pone, no quiere ser maleducado y quedarse mirándola fijamente.
—Bueno, pues déjate de cantos.
—De todas formas me iba a acostar ya.
—Haces bien. Nos vamos mañana por la mañana y te despertaré temprano.
—¿Vendrán también Lyda e Illia?
Preferiría que Illia no fuese, está loca. Aunque no puede culparla por ello: estuvo
encerrada en una granja, donde su marido la maltrataba y la obligaba a ocultar sus
cicatrices bajo una media diseñada para parecer una segunda piel. En los últimos
tiempos le ha dado por volver a envolverse con trozos de tela… ¿será que se
avergüenza de su piel?, ¿o es solo la fuerza de la costumbre? Asesinó a su marido
con un escalpelo por la espalda y aquello la ha dejado bastante trastornada. A la
única a la que quiere ver es a Lyda.
—Lyda, sí. Illia no lo sé —le responde Madre Hestra.
—¿Adónde vamos?
—No puedo decírtelo.
Al momento, se aparta de su campo de visión y cierra con un portazo. Por unos
segundos Perdiz se queda deslumbrado por la noticia: se acabó el aislamiento y
verá a Lyda mañana; pronto todo será distinto, se acerca el momento, lo nota.
Dios, cómo la echa de menos.
Es entonces cuando oye un rasgueo bastante sonoro y otro ruido, como de una
pala contra la tierra, pero no es eso; suena más bien como algo que araña con fuerza.
Tiene la sensación de no estar solo.
La caja de música de su madre está tirada en el suelo. La coge y ve un talón
negro grande que surge de un radio fino, la pata de un insecto, de un insecto
gigante, que surge por debajo del tablero. Es demasiado grande para ser la pata del
escarabajo, pero… está arañando el suelo.
Lleva la mano al tablero y lo levanta. La pata se contrae y desaparece de la vista.
Ahí está el escarabajo, con la cola repicando contra el caparazón y batiendo las
alas desesperadamente, y luego aquel resuello, en su intento por respirar.
Tiene una pata espinosa, gruesa y gigante.
El líquido del vial ha funcionado. Como no tenía dañada la piel, en lugar de
reparar una herida, las células han creado tejido y cartílago sanos a una velocidad
increíble; hasta los vistosos pinchos de la pata trasera se han ordenado a la
perfección. Y, por alguna razón, aquello le resulta familiar: ¿la delicadeza de
reconstruir un miembro pequeño? ¿Ha oído hablar de ello alguna vez?
Perdiz no quiere tocarlo. Siente un intenso hormigueo por la mano. «Inestable,
imperfecto, peligroso.» Así calificó su madre el suero. La pata del insecto no para
de contorsionarse y marcar el suelo como con una garra.
Y siente entonces que le recorre un extraño poder. Ha hecho aquello con una sola
gotita de líquido. Le palpita la cabeza y le zumban los oídos y piensa en el poder
que ostenta su padre. ¿Qué sintió este cuando impactaron las Detonaciones, con
aquel cúmulo de estallidos de luz cegadora palpitando por toda la Tierra?
Dios santo, se dice Perdiz. ¿Y si su padre se hubiese deleitado con el poder de
todo aquello? ¿Y si se creyó como iluminado por dentro? ¿Y si lo que sintió en su
interior fue la misma sensación de este momento infinitesimal pero multiplicada
exponencialmente, hasta el infinito?
El insecto pliega las alas contra el cuerpo. La pata se convulsiona una vez más y
luego el escarabajo hunde su poderosa pierna en la tierra como un cuchillo y se
propulsa. Las patitas pequeñas se arrastran tras ella y luego la pierna grande se
contrae y vuelve a extenderse. El insecto echa a volar y bate las alas, pero la pierna
es demasiado pesada para la potencia de las alas y se cae al suelo, aunque la pierna
gigante está ahí para amortiguar la caída. Se contrae una vez más, coge impulso,
bate las alas, aterriza, se contrae, coge impulso…
El escarabajo ya no es lo que era hace unos instantes.
Es una especie nueva.
Il Capitano
Nuevo
Ha estado nevando intermitentemente, y ahora ha vuelto a empezar. La nieve cae
del cielo como un sudario, a la deriva entre los árboles oscuros y los matorrales,
hasta acomodarse en las ramas retorcidas. En este otoño tan frío la mayoría de las
ramas han echado gruesas capas de pelo. Il Capitano pasa los dedos por el tronco
desgarbado de un abeto, y ahí está, algo que no es solo la cobertura vellosa de una
planta o similar; no, se trata de piel, de pelusa como la del vientre de un gatito.
—¿Será esto lo de la supervivencia del más fuerte? —le pregunta a su hermano
Helmud, ese lastre enraizado para siempre en su espalda.
—Más fuerte —murmura Helmud, que mira entonces por encima de uno de los
hombros de su hermano y cabecea luego hacia el otro. Hoy parece inquieto.
—Estate quieto ya —ordena Il Capitano.
—Quieto ya.
Le ha dado cosas a su hermano para tenerlo entretenido. Helmud siempre ha
tenido las manos muy inquietas. E incluso resultó que en secreto había
confeccionado un lazo para matarlo, aunque luego acabó salvándole la vida.
Después de eso decidió que tenía que confiar en él, que no le quedaba más remedio.
Para que tuviese las manos ocupadas, Il Capitano le dio una navajilla y maderas
para que tallase. «¿Tú te lo has pensado bien?», le preguntó Bradwell en cierta
ocasión, a lo que Il Capitano le contestó que sí, que claro que sí. «¡Es mi
hermano!» Aunque la navaja también podría ser para ponerlo a prueba, como
diciéndole: «Vamos, ¿quieres matarme? ¿Estás seguro? Te lo voy a poner fácil».
A veces cuando se agacha, cae revoloteando hasta el suelo una lluvia de astillas.
Hoy Helmud está tallando como un descosido.
Il Capitano se sienta en una raíz grande de árbol y apoya el rifle entre las botas.
Han salido sin desayunar y ahora tiene hambre. Le quita el papel encerado a un
bocadillo hecho con picos de pan, que le gustan más porque aportan una dureza
adicional a sus dientes.
—Hora de comer, hermano —le dice a Helmud.
Il Capitano está acostumbrado a las repeticiones constantes de su hermano, que
por lo general no son más que un eco bobo; a veces, sin embargo, las palabras
tienen cierto significado. Y esta vez Helmud repite la frase en un tono ligeramente
distinto:
—Hora de comer hermano —dice, como si tuviese intención de devorar a Il
Capitano.
Es una broma para mantenerlo en guardia.
—Anda, anda, ¿te parecerá bonito, eh?
—¿Eh?
—No tendría ni que compartir este bocadillo contigo, y lo sabes.
Antes de conocer a Pressia no lo habría compartido, pero es evidente que ha
cambiado. Lo siente por todo el cuerpo, como si el cambio se produjese célula a
célula. Se pregunta si Helmud también lo notará, puesto que comparten tantas
células. Tampoco es que de repente se haya vuelto un blando, nada de eso: sigue
sintiendo en el pecho la misma rabia furiosa y casi constante; pero ahora se debe
más a que tiene un objetivo, algo que proteger. ¿Será a la propia Pressia?
Puede que la cosa empezara con ella, pero va más allá.
Parte un poco de pan con un pequeño trozo de carne y se lo pasa a Helmud.
Tiene que compartir con él, sus corazones bombean la misma sangre, y si pretende
ayudar a derrocar la Cúpula —y le gustaría vivir para ver ese día—, necesita a
Helmud a su lado y sano. Ser cruel con su hermano es como serlo consigo mismo.
Y a lo mejor se trata de eso: Il Capitano se detestaba a muerte antes de conocer a
Pressia pero ese odio se ha suavizado. Ahora se ve como un niño abandonado:
primero por su padre, un piloto al que echaron de las fuerzas aéreas por chalado (de
pequeño había intentado ser como él y aprender todo lo posible sobre artefactos
voladores, como si eso lo hiciese más merecedor de un padre). Y luego su madre
cuando murió; al parecer, no merecía tener ni padre ni madre. Él también se volvió
un poco loco, pero no debía quedarse atrapado por todo aquello, ¿verdad? Pressia
ve cierta valía en él, y tal vez tenga razón.
—¿Has visto lo bueno que soy? —le pregunta a Helmud.
—Bueno que soy.
Il Capitano ha salido más temprano hoy para seguir las pulsaciones eléctricas.
No le gusta que circulen cada vez más cerca del cuartel. Han estado esquivándolo,
pero ahora está seguro de sentir algo. Aunque no sabe interpretarlas, sabe cuándo se
mueven a más velocidad, lo que significa que uno ha llamado de algún modo a los
otros y estos responden.
Envuelve con un trapo el resto de bocadillo, lo mete en la bolsa y se encamina
hacia las pulsaciones. Ve un rastro de pisadas por la nieve —cada huella atravesada
por otra de rueda— y distingue a lo lejos varias siluetas que corren de un lado para
otro como flechas. Las sigue a una distancia prudencial.
Cuando llega a un claro se detiene al ver que unos cuantos soldados de las
Fuerzas Especiales se han reagrupado. Son hermosos y fuertes, casi majestuosos;
hay algunos más corpulentos y otros más nervudos. No parecen verse afectados por
el frío, como si la segunda piel que los recubre estuviese regulada para aislarlos.
Tienen un olfato muy fino. Uno levanta la cabeza y pone tensas las aletas de la
nariz cuando huele a los hermanos; acto seguido cruza la mirada con Il Capitano,
que no se mueve pero tampoco se pone tenso, pues no quiere mostrarse asustado.
En las últimas semanas ha notado que los de este grupo nuevo no tienen la
complexión tan robusta como aquellos contra los que Helmud y él lucharon en el
bosque, con Bradwell y Lyda. No parecen ni tan bien formados —da la impresión
de que los cambios de sus cuerpos se hubiesen hecho deprisa y corriendo—, ni tan
ágiles: a veces se tambalean, como si no estuviesen del todo cómodos con las
armas que tienen alojadas en los brazos. Cuando se agrupan así es como si
necesitaran cierta cercanía, a semejanza de los humanos.
Los otros tres seres también se quedan mirando a los hermanos, como si el
primer soldado los hubiese alertado de algún modo que le ha pasado desapercibido.
Aunque nunca le han dicho nada, sabe que hablan. Parecen aceptar su presencia
como parte del entorno, al igual que hacen con los agudos cri-cris de un pájaro de
pico metálico o los chillidos infantiles de un animal atrapado en una de las trampas
de Il Capitano. No andan buscándolo a él, esa no es la razón por la que están aquí.
Tiene claro que quieren a Perdiz, y teme que también anden detrás de Pressia, que,
al fin y al cabo, comparte sangre con su hermano y podría ser útil en la Cúpula,
sobre todo para atraer al chico.
A Il Capitano le gustaría hablar con ellos. A pesar de que es consciente de que la
lealtad que tienen a la Cúpula está programada, hubo uno que renegó cuando
lucharon cerca del búnker: Sedge, el hermano de Perdiz. Son humanos, solo que a
un nivel sepultado por muchas capas. Tiene la impresión de que el más mínimo
contacto podría ayudar, pero está esperando el momento adecuado.
Se aleja de los árboles y se agacha en la nieve, sintiendo cómo se cuela el frío y
la humedad por sus pantalones. Abre los brazos en un gesto de súplica y baja la
cabeza haciendo una especie de reverencia.
Escucha el arrastrar de pies y el chasquido de las ramas. Cuando alza la vista han
desaparecido.
Se echa hacia atrás y se apoya en los talones.
—Mierda.
—Mierda —repite Helmud.
—No digas palabrotas —le dice a su hermano—. No está bonito.
Cuando se levanta, sin embargo, escucha algo tras de sí. Se coloca entonces el
rifle muy lentamente sobre el pecho y se vuelve.
A menos de seis metros, en medio del camino, hay un soldado de las Fuerzas
Especiales al que no había visto antes. No está enviando ninguna pulsación baja
para que reverbere en el resto de Fuerzas Especiales de la zona. Interesante, tal vez
no quiera que nadie sepa dónde está.
Es alto y el más delgado de los soldados de las Fuerzas Especiales que ha visto.
De hecho, su rostro todavía se aferra a la humanidad, y no solo por los ojos, que
siempre parecen humanos en las Fuerzas Especiales, sino también por la suavidad
de la mandíbula y la nariz pequeña. Tiene las espaldas y los muslos fuertes sin ser
desmesurados, y dos armas alojadas en los antebrazos, aún relucientes; se ve que no
las ha usado nunca.
Se trata de un ejemplar bastante nuevo.
Se queda mirando con cautela a Il Capitano, que levanta las manos muy
lentamente y le dice:
—Mira, vamos a tomárnoslo con calma y tranquilidad.
—Tranquilidad —repite Helmud, que, reconcomido por los nervios, no para de
tallar en la espalda de su hermano.
—¿Qué quieres? —le pregunta Il Capitano.
El ser ladea la cabeza y olisquea el aire.
—¿Quieres algo de comer? De haber sabido que venías, habría traído más.
El soldado sacude la cabeza y acto seguido se agacha y despeja de hojas muertas
el suelo, dejando a la vista la tierra cenicienta. Se incorpora entonces y levanta el
pie. De la punta de la bota aparece una daga gruesa. Il Capitano retrocede, al tiempo
que se pregunta si va a destriparlo, pero entonces el ser clava la daga en el suelo,
levanta la barbilla, aparta la mirada, la fija en el bosque y empieza a escribir una
palabra. Il Capitano comprende en el acto que el otro tiene los ojos y los oídos
intervenidos, como Pressia en su momento. Ya ha jugado a ese juego. El soldado
quiere decirle algo sin dejar constancia.
Bajo la palabra está pintando lo que parece un símbolo.
Está demasiado lejos para leerlo, y además bocabajo.
El ser se retira, da unos cuantos brincos por el bosque y salta para quedarse
agarrado a un árbol cuya copa ha desaparecido y tiene el tronco comido por la
carcoma.
Il Capitano prueba a dar un paso adelante. Mira hacia el soldado, que sigue
mirándolo desde los árboles. Rodea la palabra y lee para sí: «Hastings». ¿Será un
nombre? ¿Un sitio? Le viene a la cabeza la palabra «batalla». ¿Hastings no tiene
algo que ver con la guerra? Il Capitano sabe que no debe repetir la palabra en voz
alta. Se queda mirando el símbolo, una cruz como la que la Cúpula utilizó como
colofón del Mensaje, el que cayó del cielo en pequeños papeles justo después de las
Detonaciones: una cruz con un círculo rodeando el centro.
—¿Qué querrá de mí? —comenta Il Capitano con su hermano.
El soldado salta del árbol y empieza a correr, pero de pronto se detiene.
—Quiere que lo sigamos.
—Sigamos.
Il Capitano asiente y sigue al soldado por el bosque durante kilómetro y medio,
a paso ligero, hasta que llegan por fin a un claro desde donde se divisa la ciudad, o
lo que en otros tiempos fuera la ciudad. Desde esa altura es fácil ver cómo quedó
reducida a los escombrales, a mercados negros, armazones de antiguos edificios, a
una cuadrícula de callejones y calles sin nombre.
Busca con la mirada al soldado: ha desaparecido. Está sin aliento y a su
hermano también le late el corazón con fuerza, aunque tal vez sea solo porque se le
ha acelerado el suyo.
—Maldita sea —murmura Il Capitano—. ¿Para qué me habrá hecho venir hasta
aquí? —Venir hasta aquí.
Il Capitano ve también la Cúpula, la curva blanca sobre la montaña lejana y su
cruz reluciente en el cielo cenizo.
—¿Se creerá que no sé de dónde viene?
Se frota los ojos con los nudillos.
—De dónde viene —repite Helmud, que señala entonces hacia la tierra estéril y
semidesértica que rodea la Cúpula, donde un grupo de gente está acarreando leña y
disponiéndola sobre el suelo helado.
—¿Y esos chalados qué hacen?, ¿construir algo delante de la Cúpula?
—¿Delante de la Cúpula?
¿Por qué allí? ¿Es eso lo que el soldado quería enseñarle? Pero de ser así, ¿por
qué? Se queda contemplando los movimientos de las personas y ve que están
organizadas y se dedican a transportar cosas como hormiguitas en filas ordenadas.
—Esto no pinta bien. Para mí que van a hacer una hoguera…
—Hoguera.
Il Capitano mira hacia la Cúpula.
—Pero ¿por qué iban a querer hacer algo así?
Pressia
Siete
La morgue está fría y vacía, a excepción de una larga mesa de acero en el centro.
Desde la última vez que estuvo aquí, hace un par de semanas, Bradwell la ha
llenado con más papeles y libros aún; hay partes del manuscrito inacabado de sus
padres dispuestas en distintos montones y ha pegado el Mensaje en la pared, el
original que su abuelo guardó durante años y que le dio a Bradwell cuando
volvieron a la barbería para recoger lo que había quedado (al fin y al cabo, él es el
archivista).
«Sabemos que estáis ahí, hermanos y hermanas. Un día saldremos de la Cúpula
para reunirnos con vosotros en paz. De momento solo podemos observaros desde la
distancia, con benevolencia.»
Cuando el Mensaje cayó por primera vez desde el casco de una aeronave en los
días que siguieron a las Detonaciones, debió de parecer una promesa; ahora, en
cambio, suena más bien a amenaza.
Bradwell atranca la puerta con una barra gruesa, una tranca improvisada que ha
atornillado a la pared.
—Qué bien te lo has montado aquí abajo.
El chico va hacia su camastro y alisa las mantas.
—No puedo quejarme.
Pressia se acerca a la mesa y coge la campanilla que le dio en la granja. Se la
encontró en la barbería calcinada justo antes de irse de casa, aunque le falta el
badajo. Está encima de un recorte de prensa que debió de sobrevivir a las
Detonaciones, probablemente en el baúl de los padres de Bradwell, porque no está
tan lleno de ceniza ni chamuscado como el resto de documentos. Lo ha cuidado
bien, porque Bradwell siempre ha procurado cuidar las cosas del pasado. Cuando
asesinaron a sus padres —en su propia cama— antes de las Detonaciones, encontró
el baúl, que estaba guardado en una cámara acorazada oculta y contenía el trabajo
inacabado de sus padres, su intento por derrocar a Willux, así como cosas que
Bradwell ha conservado: revistas, periódicos y envoltorios viejos. El baúl está
encajado bajo un fregadero de acero oxidado. La campana tapa parte del titular, del
que solo se lee: «se declara ahogo accidental». Debajo se ve una fotografía de un
joven en uniforme, con cara adusta, que mira fijamente a la cámara. Bradwell está
usando la campanilla de pisapapeles. ¿Eso es lo que significa para él?
Pressia se saca del bolsillo a Freedle para ver cómo está y lo pone encima de la
mesa, donde parpadea y escruta los alrededores.
Propulsándose con su motor interno, la caja negra pasa entonces cerca de sus
pies. —Es verdad que parece un perrito faldero. Tenías razón.
—Una vez tuve un perro.
—No me lo habías contado.
—Se lo conté a Perdiz cuando estábamos buscándote por los fundizales. Un
amigo de la familia, Art Walrond, convenció a mis padres para que me comprasen
uno diciéndoles que un hijo único necesitaba un perro. Y luego le puse de nombre
Art Walrond.
—Extraño nombre para un perro.
—Es que yo era un niño extraño.
—Pero cuando Art Walrond, el amigo de la familia, y Art Walrond, el perro de
la familia, estaban en el mismo cuarto y decías, «Siéntate, Art Walrond», ¿quién
obedecía?
—¿Se trata de una pregunta existencial o algo así?
—Puede. —Y parecen estar otra vez bien; a lo mejor pueden ser amigos, de esos
que no paran de chincharse.
Bradwell alarga la mano y acaricia la caja negra por arriba como si fuese un
perro.
—No es como lo recordaba.
A Pressia le gustaría imaginárselo de pequeño, a ese niño raro con su perro; y
también le gustaría saber más de ella de pequeña. Se pasó la mayor parte de la
infancia intentando recordar cosas que nunca sucedieron, la vida que su abuelo se
inventó para ella. Pero él no siempre fue su abuelo, sino solo un desconocido que
la rescató y se la apropió. ¿Le resultaría duro mentirle todo el rato? Tal vez su
mujer y sus hijos murieron y ella le sirvió para compensar esas pérdidas. Ahora
está muerto, sin embargo, y jamás lo sabrá.
Si las Detonaciones nunca hubiesen sucedido, le habría gustado conocer a
Bradwell en una realidad sin puños de cabeza de muñeca, ni cicatrices, ni pájaros
alojados en la espalda, en la de antes de tantas pérdidas. Se habrían besado por
primera vez bajo el muérdago (una costumbre de la que le habló en cierta ocasión el
abuelo).
Al otro lado de la mesa la habitación está ocupada por tres filas de una especie
de puertecitas cuadradas, tres por fila, nueve en total. Se acerca llevada por la
curiosidad y palpa uno de los tiradores.
—Aquí es donde guardaban los cadáveres —le explica Bradwell—. Y esta mesa
metálica era para las autopsias.
Los muertos. Pressia ve en la cabeza la cara de su madre en el instante en que se
vaporizó. Aparta la mano del tirador y mira hacia la pared del fondo, a los bloques
de hormigón resquebrajados por los que se cuela tierra desde el otro lado.
—Es una morgue, es normal que guardasen aquí los cuerpos —comenta, aunque
más para sí misma que para él.
—Y todavía los guardan de vez en cuando.
—Entonces será como tener un compañero de piso —dice intentando quitarle
hierro al asunto.
—Más o menos. Por ahora solo he tenido uno.
—¿Quién?
—Un chiquillo que murió en el bosque. ¿Quieres que te lo presente?
De repente tiene la sensación de que hubiese aparecido un intruso.
—¿Está ahí metido?
—Se lo encontraron unos soldados mientras patrullaban. Me lo trajo Il Capi
porque quiere saber de qué murió. Y están intentando dar con la familia para que
venga a identificar el cuerpo.
—¿Y si no tiene familia?
—Pues supongo que le tocará enterrarlo a un recluta novato. —Tira de uno de
los cajones y Pressia se prepara para ver el cuerpo del chico—. También da la
casualidad de que una morgue es un sitio ideal para esconder cajas negras.
Conforme va apareciendo la larga bandeja, ve que está ocupada por las otras
cinco cajas, estas inmóviles y con las luces apagadas. Al lado de cada una hay un
trozo de papel pegado a la bandeja con cosas anotadas y un encabezado; les ha
puesto nombre: Alfie, Barb, Champ, Dickens, Elderberry…, en orden alfabético.
Fignan está en el suelo, pegado a los talones de Bradwell. Freedle despega de la
mesa y se pone a revolotear alrededor de la caja, que despliega ahora un brazo
pequeño con una cámara que parece estar grabando al insecto en su vuelo.
—¿Por qué les has puesto nombre?
—Porque es más fácil hablar con ellas si tienen nombre. Yo me crié solo, así
que me da por ponerme a hablar con cualquier cosa —le explica.
Con ese comentario Pressia ve un fogonazo de la infancia de Bradwell. A los
diez años ya vivía solo en el sótano de la carnicería y se valía por sí mismo. La del
chico ha sido una existencia solitaria, no cabe duda.
—Pero los nombres que les he puesto no tienen mucha importancia. Estas cinco
son idénticas, están diseñadas para soportar calor, presión y radiación a niveles
extremos. Mira, disponen de varios enchufes. —Coge una y le muestra a Pressia
los agujeritos de los enchufes—. Conseguí quitar los cables con uno de los sopletes
que ha creado Il Capi y luego… —Coge tres cables y los mete todos a la vez en los
agujeros, en una operación delicada—. Allá vamos.
La tapa de la caja negra se repliega con un zumbido y deja a la vista un interior
rojo, ovalado y de hierro grueso.
—¿Qué es eso?
—Es donde se almacena toda la información, una especie de cerebro, y responde
a órdenes sencillas. Abrir huevo.
El huevo rojo vibra entonces y unas pequeñas puertas metálicas retroceden y
dejan a la vista chips, cables y un vasto engranaje de conexiones que semejan
sinapsis.
—Mira, este es el cerebro. ¿A que es bonito? —Coge el huevo rojo y le da
vueltas en la mano. Contiene toda una biblioteca de datos.
—Bibliotecas… —murmura Pressia asombrada—. Eso eran edificios que
contenían libros, una habitación tras otra de libros, y había gente que los
despachaba.
—Los bibliotecarios.
—Me suena. —Era un concepto que le costaba imaginar—. Y te podías llevar
los libros a casa si prometías devolverlos.
—Exacto —dice Bradwell—. Yo tenía un carné de biblioteca cuando era
pequeño, con mi nombre mecanografiado al lado de mi foto.
Por unos instantes parece nostálgico y Pressia le envidia el recuerdo. Ella se
construyó una infancia a partir de los recuerdos que le contó el abuelo, y ahora tiene
que desmantelar ese mundo, desrecordarlo. Desearía poder acordarse de algo tan
sencillo como un carné con su nombre y su foto. Piensa en su verdadero nombre:
«Emi», dos sílabas que vibran por unos segundos en sus labios; «Brigid», como
una brigada que cruza un ancho lago helado; «Imanaka», como el sonido de unos
palos entrechocando entre sí. ¿En quién se suponía que debía convertirse Emi
Brigid Imanaka?
Tal vez esa versión de sí misma —Emi— podría haberse enamorado sin reparos
de Bradwell. Ella no, no cuando eso parece garantizar perderlo para siempre.
El chico vuelve su atención a las cajas.
—Tuve que abrir la caja para activar el huevo. Pero luego lo puedes dejar dentro
de la caja negra y te responderá a cualquier pregunta que se te ocurra. —Devuelve el
huevo a la caja—. Cerrar. —El huevo se autocierra y el resto de la caja se ajusta a
él.
—¿Qué le has preguntado?
—Lo primero que le pregunté es qué era.
—¿Y?
Se inclina hacia la caja y le repite la pregunta:
—¿Qué eres?
Tras unos cuantos chasquidos en el centro de la caja, surge de la tapa un ojo
mecánico parecido a una cámara. La bola dispara un haz de luz donde se dibuja el
propio huevo y empieza a dar vueltas en el aire. La voz de un joven recita una breve
historia de los aparatos de grabación, incluidas las cajas negras, que solían pintarse
de rojo o naranja para que fuese más fácil distinguirlas en un accidente.
—Esta caja forma parte de una serie de cajas negras idénticas, en un proyecto
avalado por el gobierno, con financiación federal, para registrar historia cultural y
datos en caso de un holocausto, tanto nuclear como de otras características.
Les proporciona las medidas exactas de la caja de aluminio y explica el
aislamiento para altas temperaturas, el casco de acero inoxidable y las conexiones
nanotecnológicas resistentes a la radiación que posee.
—Guau —exclama Pressia.
—Contiene imágenes de arte, de películas, de ciencia, historia, cultura popular,
de todo.
La idea de «todo» le produce cierto vértigo.
—Del Antes… —dice Pressia medio aturdida.
—Contiene una versión del Antes, pero solo una digitalizada y purgada. La
información no tiene que ser necesariamente verdad.
—Me acuerdo de que el abuelo me explicó cómo funcionaba el universo con
unas piedras que rotaban en círculos en el suelo, el sol, los planetas, las estrellas…
Siempre fingía saberlo todo porque, cuando no era así, yo me ponía muy nerviosa.
—¿Qué es el universo? —le pregunta Bradwell a la caja negra.
Otro haz de luz creciente muestra los planetas y los satélites orbitando alrededor
del sol, así como las constelaciones que motean el cielo. Pressia alarga la mano,
como queriendo atrapar un satélite, pero sus dedos dan con el vacío. Freedle alza el
vuelo, atraviesa también la imagen y, confundido, aterriza sobre sus patas retráctiles
y se queda mirándola.
—Eso era lo que intentaba explicarme el abuelo, el universo.
—Es difícil explicarlo en toda su dimensión con unas piedras en el suelo.
Pressia se siente perdida. Hay tantas cosas que no sabe…, no puede ni
imaginárselo.
—¡Es increíble la cantidad de información a la que podemos tener acceso! Es
posible que llegue a cambiar la vida de la gente. Tendremos acceso a información
médica, tecnológica, científica… Podremos hacer cambios de verdad.
—Es más que todo eso, Pressia.
—¿A qué te refieres? ¿Cómo puede haber algo más que «todo»?
—Estas cajas solo conocen aquello con lo que las han cebado, pero resulta que a
todas les pusieron la misma dieta salvo a Fignan, que es distinta. —Bradwell coge
la caja que tiene a sus pies—. Cada una tiene un número de serie en la parte de
abajo, menos Fignan, que tiene un símbolo de copyright.
Le da la vuelta y le muestra un círculo que contiene una C mayúscula bastante
corriente. Pressia pasa el dedo por encima y le pregunta:
—¿Qué es eso del copyright?
—Es un símbolo para señalar la propiedad sobre algo. Se utilizaba mucho en el
Antes, pero solía ir seguido del año. Este no lo tiene.
Pressia gira por una cara la caja.
—También podría ser una U en un círculo. —Vuelve a girarlo, esta vez dos
caras—. O un cuadrado sin acabar, o un recuadro.
—Las cajas negras no son solo cajas que son casualmente negras. Se le da ese
nombre a cualquier cosa (un aparato o un proceso) pensada en términos de entrada y
salida de datos, pero en la que no puede verse cómo los procesa ni qué ocurre en el
interior. En una caja blanca o de cristal, en cambio, es posible introducir
información y, una vez dentro, ver desde fuera la forma de procesarla.
—La Cúpula es una caja negra —comenta Pressia.
—Desde nuestra perspectiva, sí. Al igual que el cerebro humano.
«E igual que tú —piensa para sí—. Y que yo.» Se pregunta si dos seres
humanos pueden llegar a ser cajas blancas el uno para el otro.
Bradwell coloca la caja sobre la mesa.
—Pero Fignan es un impostor. Aunque se diseñó para encajar con el resto, en
realidad su creador tenía planes muy distintos para él. Lo que pasa es que no le da
la información a cualquiera. Se enciende con una palabra y luego se pone a hablar.
—Bradwell se lleva las manos a los bolsillos y agacha la cabeza—. ¿Repito
entonces lo que estaba diciéndole, lo que le conté sobre ti? Vamos, solo para
intentar averiguarlo, es solamente eso, ¿vale?
—Vale. —Pressia quiere retrasar el momento, de modo que pregunta—: Pero,
antes de nada, cuando se encendió y te habló, ¿qué te dijo?
—Me dijo «siete».
—¿El número siete?
—Repitió «siete» una y otra vez y entonces se detuvo y empezó a pitar como
esperando una respuesta, mientras pasaban los segundos de un reloj, hasta que se
paró de nuevo: se acabó el tiempo, como en un concurso de la tele.
—¿Un concurso de la tele? —pregunta Pressia, que sabe que se trata de una
referencia del Antes, pero no sabe ubicarla.
—Sí, esos programas de televisión donde la gente respondía a preguntas que le
hacía un presentador con un micrófono, y se ganaban premios, como viajes o esquís
de agua, mientras el público les gritaba cosas y aplaudía como loco. Había uno en
que cuando fallabas te daban una corriente eléctrica. A la gente le encantaba.
—Ah, sí, los concursos —dice como si se acordara. ¿Qué serán unos esquís de
agua?—. Pero ¿qué más nos da que esta no se abra? Tenemos todo lo que
queramos en las otras cinco.
—Fignan contiene secretos, lo programaron para guardarlos a buen recaudo.
Pressia sacude la cabeza.
—¿Ya estás otra vez con tu manía por desenmascarar la verdad, el pasado, con
tus dichosas lecciones de Historia Eclipsada? ¿Es que no te cansas?
—¡Pues claro que no! ¿Cuántas veces tengo que decirte que es nuestra
obligación entender el pasado en toda su dimensión, o estaremos condenados a
repetirlo? Y si logramos comprender a Willux, al enemigo, entonces…
Furiosa, Pressia replica:
—Podemos mejorar la vida de la gente con lo que hay en esas cajas y tú tienes
que estar persiguiendo misterios, secretos… Vale, estupendo, pues hazlo otra vez.
Hazle repetir la historia esa del concurso.
Bradwell menea la cabeza de un lado a otro y se pasa la mano por el pelo.
—Es que ese es el problema, que no me acuerdo de qué dije exactamente. Creo
que debería repasar el proceso mental. ¿Estás segura de querer oírlo?
—Pues claro. —¿La está retando?
—Bueno, estaba… divagando… sobre ti. Era en plena noche y, en fin, te fui
describiendo…, hablando de tu aspecto, de tus ojos oscuros, de lo peculiar de su
forma y lo vidriosos que se te ponen a veces, y hablaba sobre lo brillante que tienes
el pelo, y la quemadura de media luna alrededor del ojo. Mencioné tu mano, la que
te falta, que no es que haya desaparecido del todo, sino que existe dentro de la
muñeca, que es tan parte de ti como cualquier otra cosa.
Pressia se pone colorada. ¿Por qué tiene que andar hablando de sus cicatrices, de
sus deformidades? Si estuviese enamorado de ella, ¿no suprimiría su visión las
imperfecciones? ¿No vería solo su mejor versión? Se aparta y se queda mirando la
hilera de cajas, que parpadean con una luz tenue, en repeticiones mínimas.
—Es posible que mencionase tus labios.
El silencio invade la estancia.
La rojez de las mejillas se le extiende hasta el pecho. Se agarra el colgante del
cisne y empieza a darle vueltas, nerviosa.
—Vale, entonces dijo «siete». Pero ¿qué más da…? ¿Por qué no nos
concentramos en las cajas buenas? Que se quede con sus secretos, si quiere.
Bradwell avanza hasta ella, le coge la muñeca con mucha delicadeza y se queda
mirando el colgante. La agarra con fuerza, pero a la vez con calidez.
—Espera, también mencioné el colgante, y cómo se te queda justo en el hueco
entre ambas clavículas, el colgante del cisne.
La caja negra se ilumina en el acto y empieza a emitir un pitido, una especie de
alarma, y dice:
—Siete, siete, siete, siete, siete, siete, siete.
Ambos se quedan mirándola con los ojos como platos.
El pitido continúa durante la cuenta atrás y luego se apaga.
—Esto tiene que ver con mi madre —dice Pressia. Su madre le contó muchas
cosas que no entendió. Hablaba muy rápido, en una especie de taquigrafía. Pressia
no le pidió aclaraciones porque dio por hecho que ya tendría tiempo para que le
contase todo lo que quisiera saber. Pero sí que recuerda a su madre hablando de la
importancia del cisne como símbolo y de los Siete—. Los Mejores y Más
Brillantes, un programa muy importante que reclutaba a los jóvenes más
inteligentes de las naciones. Y a partir de ese grupo, crearon otro, más de élite, de
veintidós…, y de ahí Willux formó su grupito de siete. Eso fue cuando tenían
nuestra edad. Hace mucho.
—Los Siete.
—El cisne era su símbolo. —Pressia da vueltas por el cuarto—. Recuerda que te
conté que se hicieron unos tatuajes cuando todavía estaban unidos, y eran jóvenes e
idealistas, una fila de seis tatuajes palpitantes que pasaban por encima del corazón
propio, que era el séptimo latido.
Tres de los latidos estaban parados, pero no así el de su padre. Aunque Pressia
sabe que debería alegrarse solo por el hecho de que haya sobrevivido, no puede
evitar soñar con verlo. A veces lo único que quiere es salir y ponerse a buscarlo.
Incluso ahora la sola idea hace que el corazón le vaya a cien por hora, como con
latidos suplementarios, igual que los propios tatuajes.
Bradwell, Il Capitano y Perdiz se aferraron a la idea de que había latidos que
seguían palpitando, y que eso significaba que existen más supervivientes, incluso
otras civilizaciones, más allá de las esteranías. Pero ¿cómo de lejos? Para Pressia,
en cambio, se trata de algo personal.
Vuelve junto a la caja, se agacha y se queda mirándola.
—Cisne —dice, y el artefacto vuelve a encenderse y a repetir siete veces la
palabra «siete» hasta que empieza a pitar—. Está pidiendo una contraseña… o
siete. —¿Te sabes sus nombres? —le pregunta Bradwell.
—Todos no.
—Cisne.
La caja negra dice «siete» una vez más y cuando acaba y empieza a pitar,
Bradwell dice:
—Ellery Willux. —Una luz verde parpadea al instante en una fila de lucecitas
que hay junto al ojo-cámara—. Aribelle Cording. —Se enciende otra luz verde.
—Hideki Imanaka —dice Pressia, y también acepta ese nombre.
Ha dicho tan pocas veces el nombre de su padre en voz alta que aquella luz verde
se le antoja una confirmación: existe de verdad, es su padre y siente una esperanza
como no ha sentido en mucho tiempo.
—¿Y el resto? —le pregunta Bradwell.
Sacude la cabeza y dice:
—Caruso podría habernos ayudado, él lo habría sabido.
Era el que vivía en el búnker con su madre. Cuando Bradwell e Il Capitano
volvieron allí después de que ardiese la granja, fueron con la intención de
convencerlo para que fuese a vivir con ellos. Pero se encontraron con que se había
suicidado. Bradwell nunca le contó cómo lo hizo y Pressia tampoco preguntó.
—Ojalá hubiera sabido lo mucho que podía habernos ayudado. Y en ese caso tal
vez no se hubiese…
—¿Caruso no era uno de ellos?
—No.
—Intenta recordar.
—¡No puedo! —se queja Pressia, que frunce la frente, pensativa—. Ni siquiera sé si dijo todos los nombres.
Tiene la mente en blanco, solo ve la imagen de la muerte de su madre, su cráneo
y la neblina de sangre.
—Quién sabe a qué tendríamos acceso si averiguásemos las contraseñas.
—¡No! —Ahora está enfadada—. Tenemos que concentrarnos en lo que
podemos hacer, ahora, hoy, por esta gente que está sufriendo y necesita ayuda. Si
nos dejamos arrastrar por el pasado, estaremos dándoles la espalda a los
supervivientes.
—¿El pasado? —Bradwell también está furioso—. ¡El pasado no es solo el
pasado: es la verdad! La Cúpula tiene que rendir cuentas por lo que le hizo al
mundo. La verdad ha de salir a la luz.
—¿Por qué? ¿Por qué tenemos que seguir peleando contra la Cúpula?
—Pressia ha renunciado a la verdad—. ¿Qué puede importar la verdad cuando
hay tanto sufrimiento y muerte? —Pressia —le dice Bradwell suavizando la voz—,
¡mis padres murieron intentando averiguar la verdad!
—Mi madre también está muerta, y tengo que dejar de aferrarme a ella, debo
olvidarla. —Se acerca a Bradwell y le dice—: Deja tú de aferrarte a tus padres.
El chico pasa por delante de las filas de cajones y se detiene ante el último, el
del fondo.
—Deberías ver al niño muerto.
—No, Bradwell…
Coge el tirador que tiene a la altura del pecho y le dice:
—Quiero que lo veas.
Pressia respira hondo, mientras Bradwell tira del cajón, de donde sale la
bandeja. Va a verlo de cerca.
El chico tiene unos quince años y el pecho descubierto, con la parte de abajo
envuelta en una sábana. La piel se le ha puesto color cardenal, al igual que los
labios, violáceos como si hubiese comido moras. Tiene las manos encogidas, junto
al cuello, como garras retorcidas, y le sobresale un pie por debajo de la sábana. Es
de pelo moreno y corto. Lo más impactante es la barra plateada que tiene alojada en
el pecho desnudo y que va de un lado a otro de las costillas. Era un crío cuando
estallaron las Detonaciones, un chiquillo que iba en un triciclo. El manillar está
lleno de óxido y lo rodea como si tuviera otro costillar. La piel que está repegada al
metal es muy fina, casi una telaraña.
Pressia cierra los ojos y se agarra sus propias costillas con ambos brazos.
—¿Qué le ha pasado?
—Nadie lo sabe. —Cuando Bradwell retira la sábana, se ve que el chico solo
tiene una pierna y que la otra ha sido seccionada no hace mucho. El corte es tan feo
que se ve el hueso, y la imagen hace que Pressia contenga la respiración—. Le
explotó la pierna y se desangró vivo. —Va a la encimera junto al fregadero, coge
una cajita de cartón y se la enseña a Pressia, que solo puede imaginar que es un
corazón humano todavía palpitante.
Cuando Bradwell levanta la tapa, se ve que está llena de restos de metal y
plástico. Una de las piezas tiene un codo metálico que conecta otras dos más
pequeñas que están quebradas, ambas de dos centímetros y medio.
—Encontraron todo esto junto al cuerpo. Lo tenía incrustado en lo que le
quedaba de pierna.
—¿Qué son?
—No lo sabemos. —Cierra la tapa de la caja y se queda mirando el cadáver—.
Pero fue la Cúpula, que no tiene intención de desaparecer. Las Fuerzas Especiales
son cada vez más agresivas, más voraces. Pressia, yo no tengo intención de darle la
espalda a nadie, pero es necesario que encontremos una forma de contraatacar.
Lyda
Tinas metálicas
La habitación es espaciosa y solo contiene dos grandes tinas metálicas de aspecto
industrial iluminadas por la luz tenebrosa de las ventanas maltrechas. El baño
estaba previsto para la noche, pero en las horas más oscuras han estado confinadas
porque el zumbido de las Fuerzas Especiales se escuchaba demasiado cerca y se han
visto obligadas a posponer el baño.
Han tenido que traer a rastras a Illia, a la que no le gusta desnudarse delante de
nadie, ni tan siquiera la cara; de hecho, ahora la tiene tapada con un trapo gris,
aovillada como está en una de las bañeras. Cuando hacen pasar a Lyda, Illia dice:
—Estás aquí.
—Y tú —le responde Lyda, que no se refiere solo a su presencia física sino a que
también está allí en el plano emocional.
En un principio a Illia le tuvieron que prescribir los baños porque se le acumula
la ceniza de los fundizales en los pulmones y las madres temen que haya arraigado
en ellos una bacteria. Illia necesita descanso y cuidados especiales.
Pero hace unas cinco noches sucedió algo milagroso en estas mismas tinas. Illia,
por lo general ausente y callada, volvió en sí, como si de pronto le bajara la fiebre,
y empezó a contarle historias a Lyda, relatos extraños y anónimos sin contexto
alguno sobre «la mujer» y «el hombre», mitos o recuerdos, tal vez de su propia
infancia.
Cuando Lyda le comentó a Madre Hestra la gran mejora de Illia, la madre habló
de «curación». A Lyda le encantó aquello porque en el centro de rehabilitación
nunca se utilizaba esa palabra. Al contrario que su propia madre, las de aquí son
feroces, pero también ferozmente cariñosas. Por irónico que parezca, es la primera
vez en su vida que se siente protegida, más de lo que nunca experimentó en el
interior de la burbuja protectora que en teoría es la Cúpula.
Desde la curación se han bañado a diario con la esperanza de seguir mejorando.
Y así ha sido. Durante el día Illia es una luz crepuscular que no para de toser en su
cuarto, pero, con la caída de la noche, el baño la cambia.
—Hoy no te han puesto solo agua —le dice Illia, con una voz mansa y suave,
algo ronca por no usarla—; tiene algo más.
Una de las madres le ha dicho a Lyda que tiene que sumergirse del todo. «El
suero debe cubrirte cada centímetro de piel y cada pelo de la cabeza.» El ambiente
huele como a jarabe, a medicamento. Lyda se quita la capa y la deja en el respaldo
de una silla. Cuando mete los dedos en la bañera caliente y turbia, se le quedan
pegajosos y secos en el acto y le dejan una extraña película.
—Dicen que disimula el olor humano —le cuenta Illia—. Así estarás más
segura para el viaje de mañana.
—¿Qué se siente?
—Lo mío es solo agua. Yo no puedo ir…, ni ganas que tengo.
—¡Ni yo!
Aunque tiene unas ganas tremendas de ver a Perdiz, le gusta estar allí. Han
empezado a enseñarle a combatir cuerpo a cuerpo y a cazar. Se nota los músculos
más fuertes y cada vez afina más la puntería. Ha aprendido a aguardar en silencio y,
a pesar de que es peligroso, la llena de una extraña paz. Incluso ahora, al
desvestirse, no siente la vergüenza que experimentaba en los vestuarios de la
academia femenina. Se siente como en su propia piel, y eso es bueno. Dobla la ropa
en la silla, se mete en la tina y se sumerge en la extraña pócima.
—Yo prefiero morir aquí.
—Pero, mujer, una cosa es que estés enferma y otra que te estés muriendo.
Lyda no quiere hablar de muerte. En la Cúpula rara vez la mencionan; la palabra
en sí es poco apropiada. A los primeros síntomas de enfermedad, escoltaron al
padre de Lyda hasta el centro médico, al ala de cuarentena, y nunca más volvió a
verlo. La enfermedad y la muerte son algo de lo que avergonzarse, y se pregunta
ahora si su padre, al igual que Willux, se sometió a demasiada potenciación y
sufrió la misma degeneración. «Tu padre ha pasado a mejor vida», le dijo su
madre. «Ha pasado a mejor vida.»
—¡Cuéntame una historia! Me paso el día esperando que me cuentes una.
Es cierto solo en parte, porque hay algunas que le dan miedo: la narración tiene
un componente agorero, como si la historia no fuese a acabar bien.
—Hoy no.
—La última vez me contaste que la mujer trabajaba como guardiana del saber en
aquel lugar tranquilo y que el hombre recurrió a ella para pedirle que protegiera la
semilla de la verdad, una semilla que florecería en el mundo que estaba por venir.
¿Qué pasó luego?
—¿Te conté que la mujer se enamoró del hombre?
—Sí, me dijiste que era como si el corazón le fuese a mil por hora.
Lyda lo comprende, siente lo mismo cuando piensa en Perdiz, sobre todo
cuando se lo imagina besándola.
—¿Te he contado que el hombre estaba enamorado de ella?
—Sí, y ahí te quedaste, en que quería casarse con ella.
Illia sacude la cabeza.
—No puede casarse.
—¿Por qué?
—Porque va a morir.
—¿A morir?
—Y ella no puede morir con él porque tiene que sobrevivir como guardiana del
saber y de la semilla de la verdad, que contiene secretos.
—¿Qué clase de secretos?
—Secretos que pueden salvarlos a todos.
¿Será verdad la historia? ¿Ocurrió todo eso en el Antes?
—¿Y cómo muere él?
—Está muerto, y ella lo está por dentro.
—¿Qué pasa con la semilla de la verdad? —Lyda está expectante, y por mucho
que se dice a sí misma que es solo un cuento, no está del todo convencida.
—Se casa con uno de los elegidos para sobrevivir, con el único propósito de que
la semilla de la verdad no muera. Se casa con un hombre con contactos cuando se
acerca el Fin.
A Lyda la recorre un escalofrío: Illia está hablando de sí misma, y el hombre con
contactos tiene que ser Ingership, su marido, al que mató. Pero se teme que al
mencionarlo por su nombre Illia vuelva a retraerse. ¿No está en realidad contándole
la historia de esa manera porque no es capaz de afrontar la verdad, pero a la vez le
sirve para curarse?
—Cuéntame sobre el Fin —susurra Lyda.
—Una explosión de sol… todo se volvió iridiscente y se resquebrajó, como si
los objetos y los humanos contuvieran luz. Fue la entrada más luminosa a la
oscuridad.
—¿Y la guardiana sobrevivió?
Illia mira ahora a Lyda con los párpados entornados.
—Estoy aquí, ¿no? Estoy aquí.
Lyda asiente. Desde luego. Pero si Illia sabe que es la guardiana, ¿por qué le
cuenta la historia en tercera persona?
—Illia, ¿por qué no dices directamente que «me enamoré de un hombre»? ¿Por
qué no me lo cuentas todo y punto? ¿No confías en mí?
—¿Y qué pasa si resulta que no soy quien crees que soy? Un ama de casa
humilde, enfundada en su media, una esposa maltratada que nunca ha sabido nada,
que no tiene pasado, que nunca ha conocido el amor y no tiene poder alguno. —
Alza los brazos, relucientes y mojados, con los puños cerrados—. Tú ignoras la
diferencia entre estas cicatrices y estas otras, ¿no es verdad? Tú no sabes nada de
cicatrices. —Tiene los brazos llenos de marcas y quemaduras, una hilera de
abrasiones por todo un brazo y un reguero de esquirlas por el otro.
Lyda sacude la cabeza.
—Es verdad, no sé nada.
—¡Yo soy la guardiana! ¿Y dónde está la semilla, eh? Esa es la pregunta:
¿dónde está ahora la dichosa semilla? —Illia está furiosa y blande los puños en el
aire. —No lo sé, lo siento. No sé de qué hablas, ni a qué te refieres. —La chica se
coge del borde de la bañera—. Dímelo, dime a qué te refieres.
—No podía darle la verdad a los muertos, tenía que guardarla. —La voz suena
distante y angustiada.
—¿De qué muertos hablas? ¿De cuáles?
—Es que hubo tantos…
—¡Illia! Quiero que me digas lo que significa, que me cuentes la historia de
verdad. Cuéntamelo, por tu bien y el mío. Suéltalo ya, haz el favor de contármelo
todo. —Y ahora no puedo morir hasta que haya cumplido mi misión, hasta que la
haya entregado. Hasta entonces no puedo morir, Lyda. —La mira como si desease
morir, pero Lyda no lo entiende—. No puedo morir —repite, como quien confiesa
una profunda tristeza—, todavía no.
—Illia, no estás muriéndote. Cuéntame qué te ha pasado, dímelo, por favor. Y
deja de hablar de muerte.
—¿Que no hable de muerte? ¿Qué quieres, que te hable de amor? Pues son la
misma cosa, bonita. Lo mismo.
La habitación se sume en el silencio. Lyda se encoge en la bañera y cierra los
ojos; al hacerlo, lo único que ve son los brazos mojados de Illia, el rociado de
escoria y la extraña hilera ordenada de abrasiones. Lo que más la inquieta es que
estén ordenadas. Las Detonaciones causaron fusiones y cicatrices al azar, no todas
bien dispuestas una tras otra. Piensa en Ingership y entiende ahora la diferencia
entre ambos tipos de cicatrices: unas son de las Detonaciones y las otras son de
torturas, de nueve años de suplicios.
Se oye a Illia murmurar para sí y respirar con dificultad con el paño sobre la
boca. —Echo de menos la verdad, echo de menos el arte, el arte. La vida habría valido
la pena si tuviese arte.
¿Acaso Illia era artista? A Lyda le encanta el arte; una vez hizo un pájaro de
alambre. La mujer empieza a desvariar sobre la muerte:
—¡Quiero morir! Quiero estar muerta. Pero la guardiana no puede morir, la
guardiana no puede hasta que cumpla su misión. La guardiana ha de encontrar la
semilla.
La cosa tiene ya poco de relato o de leyenda, parece más bien un mantra o una
oración. Aunque se trata de una plegaria funesta y aterradora Lyda cierra los ojos: el
suero debe cubrirle cada centímetro de cuerpo y pelo, le explicó la madre. Se
sumerge con la columna clavándosele en el metal. Cuando se interna entera en el
agua, todo está en calma. Siente como si el suero la retuviese, como si la bañera
tirase de ella. La respiración contenida empieza a quemarle los pulmones. «Un

segundo más de paz —piensa—. Solo uno más.»
Perdiz
Frío
Perdiz ha empaquetado sus cosas y está listo: lleva los mapas enrollados en la
mochila, la caja de música en el bolsillo del abrigo y los viales bien sujetos a la
barriga con un trozo que ha rasgado de la sábana. Con todo, cuando la puerta del
silo se abre de golpe por la mañana, le sorprende la luz polvorienta y la ráfaga de
aire frío que entran a la par.
—¡Es la hora! —le grita Madre Hestra.
Apenas ha dormido. El escarabajo se arrastró hasta una esquina entre espasmos,
hasta que por fin encontró un hueco y desapareció por él. La imagen se le quedó
grabada en la cabeza, aquella pata gigante. Pero, más allá de esa visión en su retina,
no le gusta dormir porque no para de soñar con que encuentra a su madre: en la
academia, con su cuerpo amputado y ensangrentado bajo las gradas del estadio, en
el silencio de la biblioteca o en el laboratorio de ciencias, el peor escenario, como
si fuese un bicho que diseccionar; en el sueño está seguro de que ha muerto, pero de
repente parpadea con un ojo. Es mejor no dormir mucho…
Sube el pequeño tramo de escalones de madera y siente la bofetada del viento. El
cielo está cerrado, con oscuros bancos de nubes inflados. En otros tiempos en aquel
paraje había una urbanización buena, con sus hileras de casas color crema, que
ahora, en cambio, parecen huesos blanqueados.
Ve a Lyda en la esquina de una vivienda derruida. Con la capa meciéndose al
viento, lleva en la mano una lanza rematada por una hoja afilada en la punta. Al
principio lo mira como asustada, pero luego esboza una sonrisa que le ilumina la
cara. Tiene también la piel brillante por el suero y los ojos llorosos. ¿Será porque
se alegra de verlo o por el viento? Está empezando a crecerle el pelo, en una suave
pelusilla sobre la cabeza. Con el cabello así de corto se le ve más la cara y lo guapa
que es. Siente la urgencia de correr hacia ella, de levantarla en volandas y besarla.
Pero Madre Hestra malinterpretaría el gesto como una agresión y podría llegar a
atacarlo. No les dejan estar a solas. Fue una de las condiciones: la protección total
de la chica.
Tiene que contentarse con sonreírle y guiñarle un ojo; Lyda hace otro tanto y
luego se va hacia Madre Hestra y le acaricia el pelo a Syden.
—Caminaremos en fila —les dice la madre.
—¿Illia no viene? —pregunta Perdiz.
—La ceniza de los pulmones ha hecho que enferme y es mejor que se quede aquí
para recuperarse.
—¿La ha visto un médico?
—¿Qué médico quieres que la vea? —repone Lyda, un tanto cortante.
—Es otra víctima de los muertos —dice fríamente Madre Hestra fulminando con
la mirada a Perdiz—. Al fin y al cabo, fueron ellos quienes crearon la ceniza, y ha
enfermado de los pulmones por culpa de eso, y hasta es posible que muera algún
día de lo mismo. Otro asesinato.
—Yo no soy un muerto —intenta defenderse Perdiz—. Yo era un niño cuando
estallaron las Detonaciones, y lo sabes.
—Un muerto es un muerto —sentencia Madre Hestra—. Poneos en fila.
Lyda va detrás de Madre Hestra, mientras que Perdiz va cerrando la fila, aunque
a menos de un metro de Lyda. Siente un nudo en la barriga y le late con fuerza el
corazón.
—Hola —le susurra.
Lyda lleva la mano detrás de la espalda y lo saluda.
—Te he echado de menos —murmura el chico.
Ella mira hacia atrás y le sonríe.
—¡Ya está bien de cháchara! —les reprende Madre Hestra. ¿Cómo los habrá
oído?
Tiene ganas de contarle lo de los viales, lo de la pata del escarabajo, y esa
extraña sensación que tan familiar le resulta. «Necesitamos un plan», quiere decirle;
a fin de cuentas, fue algo parecido lo que los unió, su plan para robar el cuchillo de
la muestra de hogar con las llaves de la urna de los cubiertos que tenía Lyda. Por
un lado no puede quedarse el resto de su vida allí, custodiado por las madres, pero
ninguno de los dos tiene adonde huir, están atrapados. ¿Tendrá ella la misma
sensación? Seguramente…
Están dejando atrás los fundizales para internarse en las esteranías, que son unas
tierras yermas, ventosas y peligrosas. Se imagina la pinta que deben de tener:
Madre Hestra vestida con pieles y tirando del peso de su hijo, Lyda con su capa al
viento, y él mirando nervioso a un lado y a otro.
Sin armas se siente vulnerable e inútil. La madre lleva al hombro un saco de
cuero lleno de dardos de jardín. Le gustaría tener algo, lo que fuese; ya se había
acostumbrado a llevar los cuchillos y los ganchos de carnicería de Bradwell. De
hecho, por extraño que parezca, le alivia bastante haber sometido sus músculos a
codificación especial, para ganar en fuerza, velocidad y agilidad. La extraña gratitud
hacia su padre, por habérsela administrado, le revuelve la barriga.
Las esteranías que se extienden ante ellos se vieron calcinadas por las
Detonaciones; se quedaron peladas, y siguen estándolo, sin árboles, sin vegetación,
con tan solo restos de una autovía desmoronada, coches comidos por el óxido,
caucho fundido y puestos de peaje volcados.
Perdiz se frota la cara, que se nota tirante del frío. Aprieta los puños y uno de
ellos lo nota tenso aún del dolor por la mordedura del escarabajo. El helor se le
extiende por los huesos incluso hasta la punta del meñique perdido, algo que parece
imposible pero que juraría que es cierto.
Ahora tienen que ser cuidadosos. Por la arena, que se eriza en espirales, surgen y
se arquean espinas dorsales. Los terrones son seres que se fusionaron con tierra y
con escombros durante las Detonaciones y que ahora se dedican a cazar humanos.
Engarzados con tierra, piedra o arena, los hay de todos los tamaños y formas;
parpadean en el suelo y pueden acechar en círculos hasta atacar. Pero los terrones
conocen a las madres, y las temen.
Lyda ha ralentizado el paso para separarse un poco de Madre Hestra y estar más
cerca de Perdiz. ¿Adrede? El chico aligera la marcha.
—¿Hacía este frío que pela cuando éramos pequeños? —le pregunta.
—Yo tenía una parka azul y mitones unidos entre sí por un hilo y cosidos a su
vez a las mangas del abrigo, para no perderlos. Nosotros deberíamos ir así, para no
perdernos de vista el uno al otro.
Se detiene y Perdiz sigue avanzando hasta ella. Lyda mira de reojo a Madre
Hestra y luego se vuelve hacia él, que la besa, sin poder evitarlo. La chica le
acaricia rápidamente la mejilla; con las pieles bañadas en el ungüento de cera el
tacto resulta extraño.
—Illia tiene algo.
—¿A qué te refieres?
—Sabe cosas, y dice que no puede morir hasta que cumpla con su cometido. No
para de hablar de la semilla de la verdad.
—¿No estará delirando o algo así? ¿Qué crees que quiere decir?
—No lo sé —confiesa Lyda, que, antes de que Madre Hestra les grite, se vuelve
y da unas zancadas para recuperar el paso en la fila.
La madre se detiene al borde de una pendiente. A los pies tienen una gasolinera
en ruinas y unas vallas publicitarias medio engullidas por la arena.
—Quedaos aquí. Os llamaré cuando compruebe que es seguro seguir.
Perdiz mira la cabeza del hijo de Madre Hestra, que oscila a ambos lados en la
bajada hasta la autovía hundida.
—Todavía no me acostumbro.
—¿A qué?
—A los niños fusionados a los cuerpos de sus madres. Me resulta, no sé,
inquietante.
—Pues a mí me gusta ver niños, para variar —replica Lyda. Por culpa de la
limitación de los recursos, en la Cúpula solo se les permite procrear a algunas
parejas. Así y todo, ese intercambio de pareceres es como una brecha entre ambos
—. En el Antes había tantos niños… —añade—. Y ya no están.
«El Antes» es una expresión que utilizan los miserables. ¿Se le están pegando
las costumbres y el habla de las madres? El cambio lo perturba. Ella es la única
que lo entiende. ¿Y si se convierte en uno de ellos? Se detesta a sí mismo solo por
pensar en esos términos —nosotros, ellos—, pero es un sentimiento demasiado
arraigado.
—¿Eres feliz aquí?
Lyda mira hacia atrás y le dice:
—Tal vez.
—A lo mejor no es que seas feliz aquí en concreto, sino que estás feliz en
general. Como una de esas personas que se levantan silbando, ¿sabes? —No puede
ser que esté feliz solo por estar allí, ¿no?
—Yo no sé silbar.
—Lyda —dice Perdiz con una voz tan contundente que a él mismo le sorprende
—, yo no quiero volver, pero es inevitable. Nuestra casa ya no es un lugar
concreto. —Oye en su cabeza la voz de su padre: «Perdiz, se acabó. Eres uno de los
nuestros, vuelve a casa». No hay casa que valga.
—Y si no es un lugar, ¿qué es?
Perdiz intenta imaginarse cómo era aquel sitio antes de que todo se viniese abajo
y las ondas de arena se lo tragaran.
—Una sensación —le dice.
—¿De qué?
—Como de algo perfecto pero inalcanzable, de algo que nos han robado. Una
casa, un hogar, solían ser algo sencillo. —Ve que Madre Hestra está remontando la
siguiente loma con Syden. En cualquier momento les hará señas para que la sigan
—. Sé lo que contienen los viales, he estado experimentando un poco.
—¿Experimentando?
—He visto que genera células y cómo va construyéndolas. Le inyecté una dosis
en la pata a un escarabajo y creció sin parar. Mi padre quiere lo que hay en esos
viales, y ahora sé lo potente que es.
—Igual que el chico ese al que le dieron el primer premio en el concurso de
ciencias del año pasado.
—¿El qué? ¿De quién hablas?
—No recuerdo el nombre, pero era el que ganaba todos los años.
—¿Arvin Weed?
—¡Sí! El mismo.
—¿Y por qué le dieron el premio?
—¿No fuiste?
—Sí, creo que sí. Tengo un vago recuerdo de pasear con Hastings por los
puestos.
—El equipo en el que estaba fabricó un nuevo tipo de detergente para pieles
sensibles.
—¡Qué chulo!
—Venga, no me trates como a una niña pequeña.
—Perdona, no era mi intención. Yo no hice nada, ni tan siquiera un volcán con
levadura.
—Bueno, pues Arvin Weed documentó cómo había conseguido regenerarle la
pierna a un ratón que se había quedado impedido por culpa de una trampa.
—Venga ya…
Pero entonces recuerda que Hastings hizo un comentario sarcástico al respecto,
en plan: «Un trabajo estupendo, Weed, has descubierto los ratones de tres patas y
media, una especie fundamental». Weed lo miró fijamente y, cuando Hastings se
fue hacia otra parte, lo cogió del brazo y le dijo que debería importarle aquel
experimento, que podía salvar a gente. A lo que Perdiz le respondió: «¿Cómo
piensas salvar a nadie con un ratón de tres patas y media?».
El recuerdo lo sobresalta.
—Dios… —murmura—. ¡Él ya lo ha averiguado! Así que la Cúpula ya tiene
acceso a lo que contienen los viales. Cuando mi padre hizo que me siguieran hasta
el búnker de mi madre, lo que buscaba era las otras dos cosas: el ingrediente que
faltaba y la fórmula. Él ya iba un paso por delante. Tiene una de las tres cosas que
necesita para recuperarse de la degeneración rauda de células y salvar la vida. —De
repente se ha convertido en una carrera y su padre le lleva la delantera. Su madre le
contó que este sabía que la potenciación cerebral acabaría pasándole factura, pero
pensó que podía encontrar una solución y, en cuanto la tuviese, vivir para siempre
—. ¿Y si mi padre nunca se muere?
—Todos los padres mueren.
Perdiz piensa en la extremidad abultada y musculosa del escarabajo.
—Mi padre no es como el resto de padres. —Alarga la mano para coger la de
Lyda, a la que parece sorprenderle lo repentino del gesto—. Necesitamos un plan
para regresar al interior de la Cúpula y sacar a la luz la verdad una vez dentro.
Lyda se le queda mirando con los ojos vidriosos, asustada.
—No va a pasar nada —le dice Perdiz—, ya nos inventaremos algo.
—Pues a Sedge sí que le pasó algo.
El padre de Perdiz le hizo creer durante años que su hermano mayor, Sedge, se
había suicidado. Lo cierto, sin embargo, es que fue el mismo progenitor quien
mató a su primogénito. ¿Cuántas veces había imaginado Perdiz a su hermano
metiéndose la pistola en la boca? Le mintió. Pero ahora está muerto de verdad.
«Perdiz, se ha acabado. Eres de los nuestros, vuelve a casa.» Lo que más aborrece
Perdiz es la forma en que se lo dijo, suavizando la voz como si quisiera a su hijo,
como si su padre pudiese entender alguna vez algo como el amor. Nunca acabará, ni
es uno de ellos, ni existe ninguna casa a la que volver.
—Es capaz de matarte —le dice Lyda—, y lo sabes.
Perdiz asiente:
—Lo sé.
De repente un terrón surge del suelo tan cerca del pie de Lyda que le hace perder
el equilibrio cuando la tierra se resquebraja.
La visión aumentada de Perdiz toma forma. Cuando el terrón abre las fauces, el
chico salta y, en mitad del aire, le pega una patada a la cabeza rocosa. Le gusta el
chasquido que hace cuando le parte el cráneo con el pie.
Lyda se ha levantado ya y está con la lanza en ristre.
El terrón fija ahora la mirada en el chico.
—Venga —lo desafía este—. ¡Vamos!
El cuerpo le arde en deseos de meterse en pelea y el corazón le martillea el
pecho; siente los músculos como encogidos, a la espera de que les den rienda
suelta.
Pero Madre Hestra grita desde la pendiente al otro lado de la autovía para llamar
la atención del terrón y, cuando este se vuelve, le tira un dardo de jardín, en un
perfecto lanzamiento a gran distancia; le alcanza en toda la sien y el terrón muere en
el acto con un suspiro.
—¿Por qué ha hecho eso? ¡Lo tenía controlado! —grita Perdiz.
Lyda se acerca al terrón, cuya parte viva se revuelve por la tierra, saca el dardo y
se restriega la sangre en la falda.
—¿De verdad lo tenías controlado?
—Pues claro que sí.
Lyda, sin embargo, sacude la cabeza como si estuviera reprendiéndole.
—Yo habría sabido cuidar de mí misma.
Perdiz exhala con fuerza.
—¿Estás bien?
—Sí.
Mientras la chica se sacude el polvo de la capa, Perdiz ve algo en su mirada que
no sabe reconocer.
Pero en ese momento Madre Hestra les hace señas para que prosigan la marcha
y, cuando están lo bastante cerca, Lyda le grita:
—¿Cuánto queda?
—Cinco kilómetros o así. Seguid en fila recta y nada de cháchara.
Caminan en silencio durante lo que les parecen horas, hasta que llegan a una
hilera de prisiones derrumbadas, salvo por dos menos dañadas. Los armazones de
acero y parte de los cimientos se mantienen en pie, pero todo lo demás son
escombros. Enfrente de las cárceles hay una especie de fábrica que tiene una
chimenea aún en pie y otras dos caídas como árboles y hechas añicos al impactar
contra el suelo.
Madre Hestra se detiene ante una cicatriz larga y dentada que hay en la tierra, no
lejos de una lámina de metal fijada al suelo por dos goznes caseros. Escruta las
estructuras de acero en la distancia, donde debe de haber una de las suyas, pues
Madre Hestra levanta el brazo y parece esperar una señal. Perdiz escudriña también
la estructura pero no ve ni un alma.
Por fin la madre parece satisfecha al recibir algún tipo de luz verde. No tienen
que andar mucho más.
—Hemos llegado —les anuncia, al tiempo que levanta la chapa metálica del
suelo contra el viento.
La abertura conduce a un oscuro túnel.
—¿Qué hay ahí abajo? —quiere saber Lyda.
—El metro. Supimos que estaba aquí porque trazamos la trayectoria de la línea
que pasaba por los barrios residenciales. Durante las Detonaciones los túneles se
alzaron por debajo de la tierra. —Perdiz imagina los vagones empujando hacia
arriba montañas de tierra y creando aquel montículo—. En cuanto vimos el
desgarrón de tierra supimos lo que era y nos pusimos a cavar.
—¿No quedó gente atrapada dentro? —pregunta Lyda intentando atisbar algo
por el boquete en pendiente.
—Habían muerto mucho antes de que los encontrásemos, pero les dimos un
entierro digno. Nuestra Buena Madre quiso honrarlos porque nos dieron algo. En
las esteranías siempre hay tesoros escondidos, pero a menudo hay que cavar para
encontrarlos.
Lyda se pone a gatas sin problemas, mientras que Perdiz no lo hace de tan buen
grado. La gente que no murió del impacto lo hizo sepultada viva. Mira de reojo a
Madre Hestra y le dice:
—¿Las señoras primero?
Esta sacude la cabeza y contesta:

—Tú primero.
Perdiz se pone a gatas sobre el suelo frío y duro. Madre Hestra, que le sigue por
el túnel, cierra la trampilla y en el acto todo se vuelve negro.
De pronto, una luz brillante ilumina el fondo del túnel y la cara de Lyda aparece
bañada de dorado.
—Es perfecto —dice esta.
Y por un momento Perdiz imagina que al final del túnel lo aguarda toda su
infancia: los huevos de Pascua pintados, los dientes de leche, su padre como un
arquitecto muy trabajador, un burócrata de mediana edad; y su madre, metiendo
ropa mojada por la boca abierta de la secadora. Una casa, un hogar, lo que le han
robado. Perfecto…, como si alguna vez hubiese existido algo perfecto.
Il Capitano
Pira
Aunque baja a trompicones la colina, con las zarzas enganchándosele a los bajos
del pantalón a modo de pequeñas garras, Il Capitano consigue abrirse camino a
buen paso. El viento sopla con fuerza, pero se siente con las pilas cargadas.
«Hastings»… Tal vez no sea ni una batalla ni un saludo, sino algo tan simple
como el nombre del soldado. Al principio no se le ha ocurrido porque no ve a los
seres de las Fuerzas Especiales lo suficientemente humanas como para tener
nombres, pero está claro que en otros tiempos eran niños normales…, bueno, mejor
que normales: eran los niños más privilegiados del mundo.
¿O debería intentar deducir otro significado? «Haste» en inglés es ir deprisa.
«Tidings» son saludos, que siempre son cordiales, no hostiles, algo más
apropiado para la ocasión. «Haste» más «tidings» da «Hastings», ¿no es eso? A
Il Capitano nunca se le han dado bien las palabras, él es más de armas, de motores
y cacharros eléctricos.
—Hastings —dice en voz alta, y esta vez Helmud no lo repite.
Estará dormido: cuando hace frío suele meter la barbilla en la espalda de su
hermano, plegar sus brazos larguiruchos y quedarse dormido; en esa postura, desde
lejos, puede parecer incluso un único hombre. Se imagina a Pressia viéndolo así. A
veces cuando están hablando ella mira a Helmud, pero no como el resto de la gente,
que parece mirar algo deforme; ella lo mira más como si participase en la
conversación. Aunque en realidad a él le gustaría que por una vez lo viese solo y
únicamente a él.
Se pregunta si Hastings volverá a aparecer y le brindará información real. «Vaya
—piensa Il Capitano—. ¿Y si he conseguido un informante, alguien de dentro?»
Considera la posibilidad de decírselo a Bradwell y Pressia, pero le gusta la idea de
saber algo que ellos no saben, una especie de caudal de poder.
Ahora se acerca ya a los supervivientes de la pira y ve que han reunido palos,
han arrastrado troncos partidos y han dispuesto pequeños abetos con los que puede
formarse una buena hoguera, a pesar de que la madera parece verde y húmeda. Unos
cuantos hombres que tiran de carretillas lo miran por el rabillo del ojo pero
prosiguen su camino.
En el suelo hay tres niñas sentadas que están inventando una canción. Son
posts, nacidas en el Después, pero aun así, como todos los posts, tienen
deformidades. Las Detonaciones causaron tal impacto en las células que afectaron
incluso a las espirales del ADN. Y nadie se salvó, ni se salvará en varias
generaciones. Una de las chicas tiene la cabeza rapada al cero, como si acabasen de
desparasitarla, y se le ven los huesos nudosos del cráneo, que está arqueado por un
lado, como si por dentro cupiese más de un cerebro. A otra de las chicas le
sobresale un hombro bajo el abrigo. Las tres tienen la piel moteada y los ojos
hundidos.
En cuanto las niñas lo ven, se levantan e inclinan la cabeza. El uniforme de la
ORS lleva mucho tiempo asociado al miedo y, visto que poco puede hacer al
respecto, prefiere aprovechar la circunstancia. El miedo puede ser una buena baza.
—Descansen —les dice. La niña del hombro salido alza la vista y se echa a
temblar al ver a Helmud, que ha asomado la cabeza—. Es mi hermano, tranquila.
Uno de los hombres se le acerca. Tiene la barriga hinchada, posiblemente por un
tumor que le ha ensanchado las costillas.
—No estamos haciendo nada malo, es por el bien común.
—Tranquilo, solo quería saber qué estabais haciendo por aquí —contesta Il
Capitano al tiempo que se pone el rifle por delante.
—Hemos recibido un mensaje —le explica el hombre.
Una chica alta, mayor que las otras, con una abultada trenza de piel a un lado de
la cara le dice:
—¡Es cierto: pueden salvarnos! Ella es la prueba viviente. Fui yo la que la
encontré, no muy lejos de aquí.
—Espera. ¿Por qué me da la impresión de que estáis haciendo una hoguera?
—Hoguera —dice Helmud, y todo el mundo se lo queda mirando boquiabierto.
—Queremos hacerles saber que la hemos encontrado y que les ofrecemos a otras
tres —dice la joven con la cara trenzada—. Las pondremos aquí en fila y
esperaremos.
—La de en medio es mía —apunta el hombre de las costillas ensanchadas
señalando a la chica de la cabeza rapada.
—Pero ¿a quién habéis encontrado? ¿A qué niña?
—¿A qué niña? —insiste Helmud.
—A la Niña del Nuevo Mensaje —le cuenta la joven—. ¡Es la prueba de que
pueden salvarnos a todos!
—¿Cuándo la encontrasteis?
—Estamos ya en el tercer día santo.
—¿Y quién puede salvarnos, si puede saberse? —pregunta Il Capitano, a pesar
de que conoce la respuesta. La Cúpula ha mandado un mensaje por medio de una
niña. ¿Será por eso por lo que Hastings lo ha hecho ir hasta allí?
La joven sonríe y la trenza de la mejilla se le abulta. Levanta las manos hacia la
Cúpula y dice:
—Los Benevolentes, nuestros Guardianes.
No es la primera vez que escucha hablar en esos términos a los seguidores de la
Cúpula, los que confunden a Willux y su gente con dioses, y a la Cúpula, con el
Cielo.
Acaricia con la mano la punta del rifle, como para recordarles que existen más
autoridades con las que lidiar que la Cúpula.
—No creo que sea buena idea —dice con mucha calma—. Voy a tener que
pediros que os disperséis.
—Pero estamos preparando a la Niña del Nuevo Mensaje para la pira —replica la
joven, que tiene la mirada perdida y la cara encendida como si le hubiesen golpeado
con algo.
—¿Qué queréis, quemarla?
—¿Quemarla? —murmura Helmud.
Il Capitano oye el chasquido de la navaja de su hermano al abrirse.
—No, vamos a venerarla y adorarla. Y a esperar que se lleven al resto. —La
joven se balancea mientras habla y la falda le cepilla las pantorrillas, que están
pálidas y llenas de ceniza.
Il Capitano vuelve a mirar a las tres chiquillas, que entornan los ojos y ladean
las cabezas. Es muy inquietante que ni siquiera parezcan asustadas.
—Los ángeles nunca se alejan mucho —dice el hombre de las costillas
ensanchadas.
—¿Es que no oyes el zumbido de sus espíritus sagrados? —le pregunta la
joven.
—¿Te refieres a las Fuerzas Especiales? Eso tiene poco de zumbido sagrado, te
lo aseguro.
—Lo aseguro.
—Tú no crees, pero ya creerás.
Il Capitano apunta con el arma al hombre de la carretilla y le dice:
—¿Qué os parece si me traéis a la niña? Ahora.
—Ahora —susurra Helmud.
La joven mira al de la carretilla, que asiente.
—Está en la ciudad, a buen recaudo —le explica esta—. Puedo llevarte hasta
ella. —Sin más la joven echa a andar hacia el otro extremo del bosque e Il
Capitano la sigue. Al poco ella mira hacia atrás, dejando a la vista su mejilla
bulbosa y trenzada, y le dice—: Es de verdad, ya lo verás. Es la prueba, ella misma
te lo dirá.
Pero en cuanto termina la frase, sus ojos se clavan por detrás de Il Capitano y se
ensanchan. Con asombro en la voz, le susurra:
—¡Mira!
No quiere mirar, no puede ser nada bueno. Helmud se arquea en su espalda,
girándose para ver de qué se trata. Il Capitano respira hondo y se vuelve.
Al otro lado de la pira, la inmensa Cúpula se alza sobre una montaña, en una
mole acechante coronada por una cruz que se clava en las nubes color carbón. Al
principio no distingue nada raro, salvo por unos puntitos negros; pero entonces ve
que se mueven y tienen patas: no son puntitos sino unos seres negros y menudos
que parecen arañas y que están saliendo de una pequeña abertura en la base de la
Cúpula. Como robots resplandecientes, van saliendo y correteando una tras otra.
—¡Nos mandan regalos! —exclama la joven.
—No lo creo. De regalos, nada.
—Nada.
Incluso desde lejos Il Capitano juraría oír los crujidos de los cuerpos metálicos
y el roce de la arena bajo unos pies articulados. Son criaturas malignas, creadas por
la Cúpula. Tiene que avisar a Bradwell y Pressia.
—No tenemos mucho tiempo —le dice a la joven—. Sigamos.
De camino a la ciudad, Il Capitano se entera de que la joven de la mejilla
trenzada se llama Margit. No para de hablar en todo el rato, de contarle cómo fue a
recolectar colmenillas con su amiga ciega y se encontró con la niña; pero Il
Capitano apenas la escucha. Cada vez que la joven baja el ritmo, la empuja en la
espalda con el arma. ¿Cuánto tiempo tardarán en llegar las arañas robot a la ciudad?
Se les veían unas patas pequeñas pero ágiles.
Recorren a toda prisa un callejón tras otro de chabolas ennegrecidas, construidas
con montones de roca, tablones y lonas. La ciudad está en constante
descomposición, con ese penetrante hedor a muerte, al olor dulzón y nauseabundo
de los cadáveres, así como a carne espetada y chamuscada.
Mientras cruzan los escombrales va contando las columnas de humo que surgen
de entre las rocas, una costumbre que tiene. Cada una representa una cavidad llena
de terrones o alimañas que se alimentan de los supervivientes que atrapan. Il
Capitano ha perdido a muchos hombres en los escombrales.
Va pendiente también de las Fuerzas Especiales que rondan por la ciudad. Le
resulta igual de extraño que inquietante no ver ninguna. ¿Las habrán evacuado
porque sabían que venían las arañas?
Margit lo conduce hasta una alcantarilla custodiada por un amasoide compuesto
por dos hombres con los torsos unidos y por una mujer con la mitad del cuerpo
fusionada con la espalda de uno de ellos. Podían buenamente ser unos desconocidos
que en las Detonaciones se encontraron fundidos entre sí mientras esperaban en la
cola del autobús o en la del banco; al menos Il Capitano está fusionado con alguien
a quien conoce, con un miembro de su familia.
Uno de los del amasoide lleva en la mano una cadena y otro una roca, mientras
que la mujer que tienen a la espalda escruta el panorama por debajo de una capucha
oscura. Cuando ven el arma y el uniforme retroceden ligeramente.
—Quiere verla con sus propios ojos —les dice Margit.
Todo el amasoide asiente y se aparta a un lado para dejarle paso.
Pese a que parte del conducto de la alcantarilla está hundido, parece seguro. Il
Capitano y Margit son demasiados altos para ir de pie, de modo que se agachan
para entrar y caminan encorvados. Helmud se va golpeando en la espalda con el
techo y no para de gimotear.
—Deja de quejarte —le dice Il Capitano.
—Quejarte —repite el otro.
Pronto ve la luz de un farol de aceite casero y a unas cuantas personas alrededor.
Se detiene y le dice a Margit:
—Quiero verla a solas, que salga todo el mundo.
—Es demasiado valiosa.
—Una pena.
—¿Nos podemos quedar por lo menos dos contigo?, ¿las dos que la
encontramos? No diremos nada.
Il Capitano contempla las caras entre las sombras.
—Vale, pero el resto que se vaya.
—Que se vaya —dice Helmud, como si fuese mejor que ellos porque le han
dejado quedarse. ¿Adónde iba a ir si no?
Margit se acerca al resto, discute un momento y luego estos se dispersan y pasan
al lado de Il Capitano de camino a la salida de la alcantarilla.
Aparte de Margit se quedan otras dos figuras sentadas en el suelo: la de la
recolectora ciega y la de la niña.
Cuando Il Capitano se acerca, Margit le dice a la niña:
—Este hombre quiere hablar contigo, quiere conocer la verdad.
Se cuelga el fusil a la espalda de Helmud y se arrodilla. Ahora que está más
cerca de la luz puede ver los ojos de la ciega, quemados en las Detonaciones. A
muchísima gente le pasó lo mismo. Pero las cataratas no son lechosas como las de
su abuela en el Antes, no: son ojos que parecen brillar, más gatunos que humanos.
—La chica es sagrada —dice la ciega—. Los ángeles la guardaron hasta que
llegamos nosotras y luego nos la dejaron para que la cuidásemos.
Alarga la mano y palpa a tientas la cara pálida de la niña, a la que de pronto se
le entrecorta la respiración y se le saltan las lágrimas.
—Su voz… —prosigue la ciega entre sollozos— no es como la nuestra. La han
hecho pura. No tiene aspereza, ni rémoras. ¡Suena a nueva!
—Por eso, porque la han vuelto a hacer —dice Margit—. Es la Niña del Nuevo
Mensaje, ¡la que nos salvará a todos!
—Yo puedo ayudarte —le dice Il Capitano a la niña—. Eso espero, al menos.
La niña lo mira y se retira el pelo de la cara, que está pálida y blanquecina como
la leche.
—¿Y decís que la han hecho pura?
—¿Pura? —repite Helmud, que se echa hacia delante para verla más de cerca.
—Súbele las mangas —le dice Margit— y lo verás con tus propios ojos, si es
eso lo que necesitas, ver para creer.
—A mí no me ha hecho falta —dice orgullosa la ciega.
Il Capitano se queda mirando unos segundos a la niña antes de cogerla por la
muñeca. No parece asustada, sino más bien agradecida. Le arremanga un brazo y
deja a la vista una carne inmaculada; sin dar crédito, le sube la otra manga y ve un
brazo igual de impecable.
—¿No nació en la Cúpula? ¿No es pura?
—Estaba destrozada y vivía en la calle. Algunos de los huérfanos la han
identificado —le cuenta Margit.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta Il Capitano.
La niña no se mueve ni dice nada.
—Se llama Wilda. Nos lo dijeron los huérfanos y ella asintió.
—Dile el Nuevo Mensaje —interviene la ciega, que alarga la mano para tocar el
pelo brillante de la niña—. Díselo.
La niña entrelaza los dedos, se los lleva a la barbilla y se hace un ovillo.
—¿Hay algo que quieras decirme?
La mano de Helmud asoma entonces por el hombro de su hermano, con un
barquito que ha tallado en madera. «Joder —piensa Il Capitano—. ¿Eso lo ha
hecho mi hermano?» Es tan delicado y hermoso que lo conmueve y hace que se le
humedezcan los ojos. Tiene que cerrarlos para no dejar escapar una lágrima.
El barquito es un regalo. La niña lo coge entre ambas manos.
—Decirme —le dice Helmud—, dime.
Pressia
Cadete
—¿Le has hecho preguntas personales a las cajas? —interroga Pressia a Bradwell
—, ¿sobre tus padres y eso?
Están comiendo carne correosa de lata en el extremo despejado de la mesa
metálica.
—Sí, alguna que otra —confiesa el chico.
Fignan está en el suelo junto al radiador, que de vez en cuando echa una débil
bocanada de vapor caliente; tiene los brazos y las piernas plegados en el cuerpo y
las luces casi apagadas. Pressia se arrodilla a su lado y le pregunta a Bradwell:
—¿Le gusta estar calentito?
—Creo que en realidad está succionando energía, porque parece sentirse atraído
por los enchufes, como el del flexo que uso para leer o el radiador cuando se pone a
vibrar. No sé de qué forma consigue extraer la energía, pero eso explicaría cómo ha
sobrevivido.
—¿Y el resto de cajas?
—Siempre que las saco del cajón hacen lo mismo.
En cuanto menciona el cajón, Pressia piensa en el chico muerto y amoratado con
el manillar alojado en las costillas. No puede quitarse de la cabeza la visión de su
cuerpo tendido en la bandeja, y su mente repasa a toda velocidad los muertos que
ha visto en los últimos meses. La recorre un escalofrío.
—Entonces ¿sigues pensando en tus padres? —le pregunta a Bradwell.
—Más que nunca.
—¿Y eso?
—Porque me estoy acercando a ellos, en lugar de alejarme. Ingership dijo que
Willux los conocía. Siguen teniendo lazos en este mundo, por su trabajo para
intentar detener a Willux y por mí. Igual que tu madre, ¿no crees? Sigue estando
aquí, con el cisne, los Siete. Aunque parece todo un embrollo, ha de tener algún
sentido.
—Supongo.
—Yo no soy de la opinión de Il Capitano, que quiere derrocar a la Cúpula. Ni
pienso como Perdiz, que quiere vengarse de su padre. Yo lo único que quiero es
que todo el mundo sepa la verdad.
—Siento lo que te dije antes. Sé que tus padres lo arriesgaron todo por la
verdad; y quiero saber distinguir entre lo real y lo que se inventaron y nos hicieron
tragar como verdad absoluta.
Aunque no del mismo modo que Bradwell: él quiere conocer la verdad sobre el
mundo, mientras que ella solo quiere saber la verdad sobre sí misma en este
mundo. Puede parecer un deseo egoísta, insignificante y mezquino. «Emi Brigid
Imanaka.» Son solo tres palabras, y «Pressia Belze» no es más que una invención.
—Bien —dice Bradwell, pero ve que está mirándola como si no la creyese del
todo. A lo mejor se ha dado cuenta de qué quiere ella en realidad—. Venga,
pregúntale a Fignan por tu madre y tu padre.
Pressia apoya la mano con cuidado en la tapa de la caja.
—¿Tú crees que debo?
—Solo si es lo que quieres.
—Me siento como si estuviese haciendo trampa. —Aparta la mano de la caja—.
Quiero recordarlos por mi cuenta…, pero creo que soy incapaz. ¿Por qué no me
acuerdo de las Detonaciones? O, en realidad, de casi nada del Antes.
—¿Y quieres hacerlo?
—Lo necesito. O sea, tengo que atravesar ese túnel hasta esa parte de mi historia
si quiero llegar al Antes. Es como si fuese la puerta cerrada de un desván. Si la
abro, encontraré las cosas que mi mente ha borrado de las Detonaciones y tal vez, al
fondo del todo, tenga recuerdos de mis padres.
—Pues el otro día estuve pensando en eso, y en que seguramente hablabas un
japonés fluido —comenta Bradwell—. Al fin y al cabo viviste allí, te criaron entre
tu padre y tu tía. Debes de tener dentro el idioma, en lo más hondo.
—Supongo que lo tendré arrinconado, como todo lo demás.
—A lo mejor eso también influyó, el que no tuvieses un idioma para procesar
todo lo que estaba pasando.
—Me sé la letra de la canción de la niña a la que se le levanta el vestido con el
viento en el porche, la que me cantaba mi madre.
—Eso es un recuerdo fácil.
—¿Qué quieres decir?, ¿que no tengo agallas para recordar las cosas duras?
—No, lo que quería decir es que…
En ese momento alguien llama a la puerta. Fignan se enciende y su motor
vuelve a la vida con un gruñido.
—¡Bradwell! —llama una voz de hombre.
El chico va hasta la puerta y pregunta:
—¿Qué ocurre?
—Hemos recibido noticias de Il Capitano. Es importante.
Bradwell levanta la retranca y sale al pasillo.
Por el tono grave de voz, Pressia comprende que se trata de una urgencia, que ha
pasado algo malo, y al instante se le encoge el corazón. Se queda mirando la fila de
luces que semejan varios ojos seguidos en la espalda de Fignan. «Siete cisnes que
nadan», le viene a la cabeza, pero no sabe de dónde se ha sacado eso. Fignan la
mira fijamente, como un perrillo que solo sabe hacer un truco, y la chica se
arrodilla a su lado y le murmura:
—¿Me contarías cosas sobre mis padres si te preguntase?
Nada más decirlo se pregunta si en realidad teme averiguar cosas sobre sus
padres. ¿Hará que los eche más de menos? ¿Será información que no quiere saber?
Al fin y al cabo es una bastarda, una hija secreta…
Fignan se levanta y saca uno de sus brazos, que le agarra unos cuantos pelos de
la cabeza y se los arranca.
—¡Ay! —exclama, y se levanta en el acto frotándose donde le ha arrancado el
pelo—. Joder, ¿a qué ha venido eso?
El pelo desaparece como un hilo que devanara rápidamente el motor del interior.
Aturdida, se aparta de Fignan y choca con la mesa metálica, de donde sale rodando
la campanilla, que cae por debajo de la mesa y repica contra el suelo.
La recoge y, cuando va a ponerla en su sitio, ve el recorte de periódico. Ahora
lee el titular entero: «La muerte del cadete ahogado se declara accidental». Debajo
de la foto aparece el nombre del chico: «Cadete Lev Novikov». Pressia coge el
recorte, donde se explica que la operación de entrenamiento fue un esfuerzo
internacional: los Mejores y Más Brillantes de varios países reunidos en un esfuerzo
diplomático para promover un intercambio cultural abierto. Deduce que se trataba
de una ramificación de los Mejores y Más Brillantes que reunía a la élite de los
jóvenes del mundo entero, lo cual explicaría por qué invitaron a su padre, que era
japonés; Lev Novikov, por su parte, era originario de Ucrania. La cara del chico se
le antoja angustiada, aunque tal vez solo sea porque sabe que murió hace mucho.
Es guapo y serio. Debajo del recorte hay otro: «Un cadete recibe una estrella de
plata al heroísmo». Hay una foto de otro cadete, que Pressia reconoce en el acto,
pese a que está más joven y sus ojos parecen más oscuros y vivos.
«Cadete Ellery Willux.» Lee por encima el artículo: «Willux, de 19 años,
intentó salvar al cadete Novikov en un accidente que se produjo durante la
instrucción. “ Es una lástima, porque el chico [Novikov] llevaba un tiempo enfermo
—declaró el oficial Decker—, y justo empezaba a recuperarse. Era su primer baño
de la temporada”». Hicieron un funeral y, ese mismo día por la tarde, una
ceremonia para entregar la medalla. Escudriña el artículo en busca de otra cita
textual: «“ Es un día triste, pero se ha recompensado el heroísmo”, comenta el
cadete Walrond».
Walrond… ¿el mismo Arthur Walrond, el amigo de la familia que convenció a
los padres de Bradwell para que le comprasen un perro al que llamó Art Walrond?
¿Formaba parte también de los Mejores y Más Brillantes? ¿Fue en aquella
instrucción donde se conocieron Willux, su madre y su padre? ¿Y eso sucedió
antes o después de convertirse en los Siete? Pero ¿cómo es que Bradwell no le ha
contado nada de eso?
Vuelve a poner los dos artículos donde estaban, con la campanilla encima.
Fignan se le acerca con un zumbido y Pressia retrocede. Se detiene y parece jugar
con el parpadeo de las luces. Y entonces gime, en un quejido casi lastimero. ¿Se
estará disculpando?
Ladea la cabeza y alza la vista hacia la caja.
—¿Qué quieres de nosotros?
La caja negra no responde. Tal vez no esté programada para querer; se pregunta
si entenderá de deseos y miedos.
Bradwell vuelve al cuarto y le dice:
—¿Qué?, ¿hablando con una caja? ¿A que no son tan mala compañía?
Pressia se avergüenza y cambia de tema:
—¿Qué decía el mensaje de Il Capitano?
—He quedado en verlo en los escombrales. Hay una niña, un caso extraño. Y
unas arañas, algo de unas arañas.
—¿No ha dicho que vaya yo también?
—Es demasiado peligroso.
—Voy contigo, quiero ayudar.
—Il Capi es capaz de matarme si te llevo conmigo.
—¿Me estáis protegiendo aquí por mi propio bien, o en realidad me tenéis
prisionera?
—Ya sabes la respuesta. Es solo que Il Capi quiere…
—Si me siento como una prisionera, será porque lo soy.
Bradwell se mete las manos en los bolsillos y suspira.
—No soy tan frágil —insiste Pressia, aunque no está segura de que sea cierto.
¿Tiene una fisura en su interior (haber apretado el gatillo y haber matado a su
madre) y es de esas que nunca llegan a curarse del todo?
El chico alza la vista y la mira.
—Es demasiado pronto.
—Te olvidas de una cosa. —Reconoce esa voz suya, baja pero segura.
—¿De qué?
—De que yo tomo mis propias decisiones y no tengo que pedirte permiso.
Lyda
Vagón de metro
De pequeña Lyda nunca fue en metro. Era el sector disidente de la población el
que viajaba bajo tierra: los revolucionarios y los pobres, aquellos a los que Dios no
quería lo suficiente para bendecirlos con riqueza. En los documentales de la Ola
Roja de la Virtud mostraban escenas de cómo arrestaban a elementos subversivos
en los metros. A su padre le encantaban esas películas y los videojuegos que daban
de regalo al comprarlas.
Pero nunca se había imaginado así los vagones de metro. El suelo está inclinado
y cuajado de esquirlas de cristal y otros restos, mientras que las ventanillas están
todas resquebrajadas, formando dibujos que parecen telarañas. El resto del vagón
está intacto: los asientos rojos de plástico, los barrotes plateados, los mapas del
metro y los anuncios por debajo del plexiglás astillado. El farol arroja sombras
cambiantes y da la impresión de que se asoman fantasmas por detrás de los
asientos.
—Entonces, esta será nuestra casa un tiempo —comenta Lyda—. ¿Por cuánto?
Madre Hestra está intentando arreglar unas luces de Navidad que las madres han
conectado a una pequeña batería. Las bombillitas parpadean.
—Ni idea. Días, semanas…, hasta que deje de ser seguro. Perdiz y Lyda pasan
tan cerca el uno del otro que se rozan con los codos. La chica comprueba si Madre
Hestra se ha dado cuenta, pero no parece haberse percatado de nada.
—¿Qué comeremos? —pregunta Lyda.
—He traído provisiones para varios días. Cuando se acaben vendrá alguien con
más.
Lyda tiene miedo de hablar con Perdiz. ¿De veras quiere que vuelvan juntos a la
Cúpula, que hagan un plan? Parece verse arrastrado hacia atrás… Así ve ella la
Cúpula, como algo que ha dejado atrás, el pasado, otro mundo. ¿Cómo va a
volver? Pero a su vez ella se siente arrastrada por él.
Se acerca ahora a él y alza el farol para ver el anuncio de una línea de productos
de limpieza —¡VISTE TU CASA DE LARGO!— y otro de un refresco de limón con
burbujas sonrientes; en el de al lado solo aparece una joven que mira por una
ventana y por debajo solo pone ¿NECESITAS AYUDA? seguido de un número de
teléfono.
—¿Crees que tiene depresión? ¿O será que quiere suicidarse?
—¿O que está embarazada y no está casada? —murmura Perdiz. Lyda se pone
colorada: es imposible quedarse embarazada sin estar casada, ¿no?—. Seguramente
a los operadores que respondían les diese igual. Total, tenían una misma respuesta
para todo.
—Los sanatorios —susurra Lyda—. ¿Qué te parece lo de Illia? Me ha contado
una historia sobre un hombre y una mujer y la semilla de la verdad. Parece un
cuento, pero no lo es, estoy convencida de que… —Se detiene en mitad de la frase.
Perdiz la está contemplando con la mirada perdida—. ¿Qué pasa?
—Dios, ¿cuánto tiempo piensan tenernos aquí metidos? —pregunta en un hilo
de voz—. No creo que pueda aguantarlo, no contigo aquí.
El comentario le hace daño.
—¿A qué te refieres?
—Pues a tenerte tan cerca y que no me dejen besarte.
El corazón le da un vuelco. Se cubre la cara con las manos y le susurra:
—A mí me pasa lo mismo.
Llevan toda su vida vigilados, como ovejas, formados en filas, instruidos en
grupos, leyendo todos al mismo tiempo y volviendo la página a la vez, tanto en el
Antes como en la Cúpula. Por eso les parece tan cruel verse así, en un lugar donde
todo es tan salvaje e inexplorado: pero, en lugar de ser libres y salvajes ellos
también, se sienten una vez más controlados.
Lyda pone la mano en el plexiglás y Perdiz la imita. El meñique de ella roza el
herido del chico, prueba de lo salvajes que pueden ser las madres. Aunque le da
lástima que haya perdido el dedo, le encanta el barbarismo de las madres; al igual
que sentir el peso de la lanza en la mano, lanzarla con toda su fuerza y oír el ruido
sordo al impactar en el blanco. Después de una infancia de sentimientos reprimidos,
de ira constantemente contenida, de negar los miedos y avergonzarse del amor, el
barbarismo se le antoja de lo más honesto.
—Os quiero a un metro de distancia. ¡A un metro! —les ordena Madre Hestra.
Perdiz levanta las manos, como diciendo: «Nada de contacto, ¡prometido!», y
luego se separan unos pasos.
La madre le ha dicho a Lyda que si los deja a solas, tal vez él haga «avances no
deseados», y que incluso podría «hacerle daño». Pero a Lyda le encantaría decirle
que está muy equivocada, que a ella siempre le ha gustado más Perdiz que
viceversa; que le encanta estar a solas con él, besar sus labios, pasar las manos por
su piel y que él la acaricie con las suyas. Sabe lo que hacen las parejas casadas
cuando están a solas, o al menos ha oído rumores al respecto, porque en la
academia a las chicas no les cuentan nada de eso. «Un corazón feliz es un corazón
sano», eso es a lo que llaman educación sanitaria, la asignatura que cubre todos los
temas relacionados con el cuerpo.
—Vamos a trabajar en los mapas —sugiere Perdiz—. Tenemos que hacerlos
antes de…
¿Antes de qué?
—Madre Hestra —la llama Perdiz—, ¿puede ayudarme Lyda con los mapas?
La madre tiene un pedacito de comida en la mano que mete en la boca abierta de
su hijo. Después de meditarlo, le concede el permiso.
Perdiz se saca los mapas de la mochila y los extiende sobre una parte del suelo
que está más o menos despejada de residuos.
—Quizá sea mejor que hagas tu propio mapa —le dice a Lyda.
Perdiz se acerca entonces al anuncio de la casa de tiros largos y retira algunos
trozos de plexiglás hasta que consigue coger un borde del cartel y tirar de él. A
continuación se lo tiende a Lyda, para que escriba por detrás.
La chica se queda mirándolo. «Necesitamos un plan para volver a la Cúpula.»
Eso ha dicho. «Necesitamos», en plural. ¿Será eso lo que ha estado esperando oír?
La criaron para convertirse en esposa, en ese plural, y ¿con quién podría estar mejor
que con Perdiz? Ahora, sin embargo, lo mira y piensa que no existe ningún
«nosotros». Cada uno es un individuo. Es extraño que se dé cuenta de todo eso
justo ahí, entre las madres, entre gente fusionada entre sí. Pero es eso: todo el
mundo está solo durante toda su vida, y tal vez ni siquiera sea algo tan horrible.
De pronto se siente entumecida, como si se le hubiese metido el frío por las
costillas. Coge el cartel, inspecciona el vagón, y de pronto tiene también la
sensación de estar en una caja torácica y que cada uno de ellos fuese una cavidad del
corazón palpitante. Le da la impresión de que podría morir ahí atrapada, aporreando
las ventanas. Por eso algunas tienen esos dibujos de telaraña: de la gente que las
aporreó con la esperanza de salir.
No hay salida.
Pressia
Muñeco de nieve
Bradwell conduce echado hacia delante para no aplastar a los pájaros que
revolotean bajo su camisa. A Pressia le gusta observar sus manos sobre el volante,
rojas y arañadas, y cómo trastea en las ruedecillas de la calefacción pero sin
conseguir que salga calor. Luego acciona los limpiaparabrisas para quitar la ceniza y
la nieve menuda, aunque tan solo funciona uno, que se desliza por el cristal como
una cola desgajada. Fignan, que va en el asiento que los separa, levanta uno de sus
brazos larguiruchos y lo mueve al compás del limpiaparabrisas, como si este lo
estuviese saludando y le devolviese el saludo. La chica comprueba cómo está
Freedle, al que lleva guardado en el bolsillo, y se pasa luego la mano por el puño
de muñeca. Después se queda mirando a Bradwell y las cicatrices gemelas y
dentadas que le recorren la mejilla y le pregunta:
—¿Cómo te hiciste esas cicatrices?
El chico se lleva la mano a la cara para tocarlas.
—Un amasoide. Me pilló con la guardia baja y casi me mata. Pero tu abuelo
hizo muy buen trabajo, ¿no te parece?
—Yo siempre tenía la esperanza de que me pudiera arreglar.
—¿Arreglarte? —se extraña Bradwell, y después le mira de reojo la cabeza de
muñeca—. Ah.
—¿Y tus pájaros? ¿Nunca has querido que llegase alguien que pudiera
quitártelos, como por arte de magia?
—No. —¿Nunca? ¿Ni una vez? ¿Nunca has querido no tenerlos, librarte de
ellos?
Bradwell sacude la cabeza y replica:
—Los que fallecieron en el acto por toda la Tierra y los que murieron lentamente
de las quemaduras, la enfermedad y la contaminación, esos sí que se libraron de
todo, ¿no te parece? Los pájaros significan que sobreviví, y no tengo ningún
problema con ellos.
—No te creo.
—No es obligatorio.
—A lo mejor para ti es distinto porque no puedes verlos. —Pressia se queda
dándole vueltas al asunto un momento antes de añadir—: ¿Te los has visto alguna
vez? —No suelo quitarme la ropa delante de muchos espejos de cuerpo entero.
—¿No sabes ni qué clase de pájaros son? Sacude la cabeza y dice:
—Aves acuáticas. Charranes, creo, aunque no estoy seguro.
Por alguna extraña razón aquello la consuela, la hace sentirse mejor. El propio
Bradwell no sabe ni las cosas más básicas sobre él mismo. Son desconocidos el
uno para el otro, pero también para sí mismos.
—Me gusta.
—¿El qué te gusta?
—Que no sepas algo. Deberías probarlo con más frecuencia.
—¿Me estás llamando sabelotodo?
—Como sabelotodo que eres, deberías saber que lo eres.
—Lo que demuestra que no lo soy.
Doblan por un callejón no muy lejos de la antigua casa de Pressia. Por allí solía
ir a rebuscar, a hacer trueques en el mercado negro, a cualquier cosa que la sacase de
la trastienda de la barbería donde vivía con el abuelo. Ahora, sin embargo, no le
gustan tanto los espacios abiertos, pues la hacen sentirse vulnerable. Todo le parece
impregnado de falsedad: cuando recorría aquellas calles se sentía alguien.
Desembocan en una calle más amplia, a unas manzanas de la barbería. Es la
primera vez que vuelve desde que murió su madre, y lo que más le sorprende es lo
poco que han cambiado por allí las cosas, cuando para ella todo es tan distinto. La
sola idea la perturba: su abuelo ya no está y ella sigue allí. Se siente culpable por
estar viva.
Pasa por los restos explosionados de la barbería; justo delante alguien ha hecho
un muñeco de nieve recubierto de hollín. Las tres partes están salpicadas de restos
—de pinchos de metal, trozos de cristal, rocas—, por haberlas hecho rodar por la
calle. El perfil está ligeramente derretido y como cansado, algo ladeado.
—Para un segundo —le pide a Bradwell.
—¿Qué pasa?
Pone una mano contra la ventanilla del coche y escruta la fachada derruida de la
barbería: el viejo tubo de rayas, medio fundido y con la pintura descascarillada, y la
fila de espejos partidos y sillas destartaladas, salvo por la del fondo, que sigue
intacta.
Recuerda un sueño febril que tenía de pequeña, en el que tenía un trabajo que
consistía en contar postes telefónicos. Pero en lugar de «uno, dos, tres»,
murmuraba: «Itchy knee, sun, she go»1. Pero ¿por qué cantaría en inglés? ¿Qué
quería decir eso del sol y de alguien que se iba? ¿Soñaba con el sol emborronado
por la ceniza después de las Detonaciones? ¿Era el sol el que se iba? Algunos de
los postes estaban ardiendo, mientras que otros ya eran palos calcinados y
vencidos, con los cables sueltos. Sabía, no obstante, que no debía tocarlos. Hubo
alguien que sí lo hizo y en el acto se contorsionó, cayó al suelo y se quedó inerte.
En el sueño había también un cuerpo sin cabeza y un perro sin patas. A veces
aparecía una oveja, pálida y sin lana, como escaldada en un tono morado fuerte; ya
ni tan siquiera parecía una oveja.
—La última vez que estuve aquí cogí la campanilla, la que te di a ti. ¿Por qué
la estás usando de pisapapeles?
—Porque sujeta cosas que son importantes para mí. ¿No querías que le diera
uso?
Pressia clava la mirada en el muñeco de nieve derretido y responde:
—¿Tan importantes que no me las has contado? —Juguetea con los controles
de la radio rota.
—¿De qué hablas?
—¿De Arthur Walrond, de Willux, del cadete muerto? —Ahora lo mira
directamente a los ojos.
—Son solo cosas que he descubierto, pero aún no sé lo que significan. Todavía
no. —Suspira—. ¿Podemos irnos? Il Capitano nos está esperando.
Se queda contemplando el muñeco de nieve unos segundos más, la parte de atrás
de su bulboso cuerpo de hielo, metal, vidrio y roca; uno de los ojos se le está
derritiendo cara abajo.
—Es uno de los nuestros —comenta Bradwell.
Pressia se le queda mirando; ella es una chica capaz de ver belleza en los detalles
más pequeños de este mundo oscuro pero ¿en ese muñeco?
—Toca demasiado la fibra —le dice.
—Yo no sé mucho de arte, pero creo que eso es justo lo que pretende a veces.
La chica ve algo que sale por detrás del muñeco de nieve.
—¿Qué ha sido eso?
—¿Una araña?
Otra araña, gruesa y metálica, sale disparada enfrente del camión.
—Otra.
—Y allí hay más —dice Bradwell señalando dos que remontan un repecho de
asfalto resquebrajado, como cangrejos, y otra más en un canalón partido.
El chico mete la marcha y acelera.
—¿A eso se refería Il Capitano? ¿A arañas robot?
Están apareciendo más por el alfeizar de la ventana de una tienda destrozada.
—Son todas iguales —dice Pressia—. Y se ve que están nuevas, que acaban de
construirlas. Tienen que ser de la Cúpula, no hay otra explicación. —Se agarra al
asiento cuando el vehículo se bambolea en unos baches.
—Sabes lo que hacen, ¿no? —le pregunta Bradwell en tono grave.
Pressia se siente desfallecer; reconoce el metal negro y los cojinetes de las
articulaciones de las arañas.
—El chico muerto de la morgue.
—Tuvo que ser una de estas cosas lo que le voló la pierna.
—Il Capitano nos podría haber dado más datos sobre las arañas.
—A lo mejor no sabía de lo que eran capaces. Todavía. —Se queda mirándola
—. ¿Te alegras de haber venido?
En realidad prefiere estar ahí que en el cuartel: necesita volver al mundo exterior
y demostrar que no es frágil (y puede que, más que nada, a ella misma).
Bradwell se detiene junto a un surco y aparca. Il Capitano está al lado de a una
pared de ladrillos derruida, con los brazos de Helmud rodeándole los hombros.
Ambos chicos salen a toda prisa del coche con los ojos clavados en el suelo, en
busca de arañas.
La calle está vacía salvo por un amasoide —dos hombres grandes y, justo por
detrás, una mujer— al lado de Il Capitano. El ambiente es de lo más típico: las
viviendas apiñadas, entre chabolas y cabañas destartaladas hechas con lonas, el aire
lleno de humo, la ceniza que cae en una llovizna casi constante. Huele a casa, a
algo penetrante y sulfuroso que se le queda cogido en la garganta. Es un olor a
infancia, y tiene derecho a sentir nostalgia; es posible echar de menos hasta una
infancia desolada y contaminada.
—¿Qué diablos está haciendo aquí Pressia? —pregunta Il Capitano.
—Pressia —dice sonriendo Helmud.
—Buenas, Helmud —lo saluda Pressia, que luego le dice a Il Capitano—:
Gracias por avisarnos de lo de las arañas, pero a ver si la próxima vez nos das más
detalles.
—¿Cómo? ¿Es que tengo cara de entomólogo? —replica Il Capitano, que se da
cuenta en el acto de que ha sido un poco borde. Pressia sabe que está esforzándose
por ser mejor persona, pero no es fácil—. Lo siento —murmura.
—Entomólogo —dice Helmud con admiración.
—Son letales, Capi —le dice Bradwell—, ya lo sabes.
—¿Y eso?
—¿Te acuerdas del chico que encontraron en el bosque, de cómo tenía la pierna,
y de esos ganchos clavados en la carne? Es posible que lo matase un prototipo, un
ejemplar de prueba o algo por el estilo.
Helmud se inclina hacia delante y mira de reojo la expresión de su hermano,
como intentando calibrar su miedo.
—Bueno, aquí tenemos otro tema. —Il Capitano enciende una cerilla y la tira a
un cubo con ropa amontonada—. Lo quiero todo calcinado hasta las cenizas —le
dice al amasoide y se va hacia la entrada de la alcantarilla—. Y nada de
movimientos inesperados. Ojo con las arañas. Todavía no han llegado hasta aquí,
pero están de camino.
Una vez dentro de la alcantarilla Pressia recuerda el sitio. Su abuelo la trajo en
una noche lluviosa y le dijo que debía esconderse allí cuando huyera por los
paneles traseros de los armarios. En teoría era ahí donde debía haber ido cuando, en
lugar de eso, se dirigió a casa de Bradwell y se encontró por el camino a Perdiz, o
la condujeron hasta él. Si se hubiese escondido en esa alcantarilla, ¿habría sido una
chica distinta, una que se dedicase a ir por la ciudad rebuscando? ¿Seguiría el
abuelo siendo su abuelo? ¿Estaría todavía vivo?
—¿Estás bien? —susurra Bradwell.
Debe de tener mala cara.
—Estupendamente —dice para disimular.
—La niña es una superviviente, una post —prosigue Il Capitano—. La Cúpula
se la llevó, la convirtió en pura y la mandó de vuelta. Ha venido con un mensaje.
—¿Que la convirtió en pura? —murmura Pressia—. Eso es imposible.
—Pues ahora lo es —replica Il Capitano.
—¡Lo es! —recalca Helmud con los ojos chisposos.
Pressia siente que el sudor le recorre la espalda. «¿Es posible hacer puro a
alguien?»
Se acercan a dos chicas de la edad de Pressia y a una niña pequeña que está
acurrucada contra la pared. Il Capitano les presenta a la que tiene un bulto retorcido
de piel a un lado de la cara, Margit; la otra es una amiga ciega de la que Il Capitano
no les dice el nombre.
—Adoradoras de la Cúpula —dice con cara de desdén.
La ciega replica a la defensiva:
—¿Y qué quieres que adoremos si no?
Bradwell odia a muerte a los adoradores de la Cúpula; no puede evitar
responder:
—La Cúpula es vuestro enemigo, no vuestro dios.
—Cuando oigas el Nuevo Mensaje, te morderás la lengua —esgrime con saña
Margit.
Bradwell hace ademán de abrir la boca para responder pero Pressia lo coge del
brazo y le dice:
—Déjalo.
Luego se acerca a la niña de la que han estado hablando, una cría paliducha de
ojos claros y pelo rojo intenso.
—Se llama Wilda —interviene Il Capitano—. Le he quemado toda la ropa por
si acaso llevaba algún tipo de dispositivo de seguimiento.
La niña lleva un vestido viejo que le queda grande por todos lados —en especial
por el cuello— y tiene las mangas enrolladas por encima de los codos. Pressia solo
ha visto a dos puros en su vida, a Perdiz y a Lyda. Pero la niña, con lo pequeña
que es, parece doblemente pura y vulnerable. Siente deseos de protegerla, tal vez
por cómo la mira, con esos ojos tan atormentados y desamparados.
—¿Una niña que es pura pero no es pura?
—se extraña Pressia. —Sea lo que sea, tiene un Nuevo Mensaje de la Cúpula —
les dice Il Capitano.
—¡La verdad! —exclama Margit.
Wilda tiene un barquito de madera en la mano.
—¿Qué es eso? —pregunta Pressia.
Helmud grita:
—¡La verdad!
—Es un barco, lo ha tallado Helmud en madera y se lo ha regalado a la cría.
Pressia se queda mirando el barquito.
—Qué bonito tu barco —le dice a la cría—. Bien hecho, Helmud. No sabía que
te gustara tallar. —El hermano menor baja la cabeza, como si de repente se hubiese
vuelto tímido.
Il Capitano se agacha, desequilibrado por el peso de Helmud en la espalda, y le
dice a la niña:
—Repíteselo. Recítalo otra vez.
Helmud sacude la cabeza porque no quiere oírlo.
La niña mira por toda la habitación y dice con los labios apretados, como si no
pudiese abrir del todo la boca:
—Queremos que nos devolváis a nuestro hijo.
Pressia asiente, animándola a que prosiga.
—La niña es la prueba de que podemos salvaros a todos —sigue la pequeña, que
pliega entonces los labios en una fina línea fruncida y mete la barbilla en el pecho.
A Pressia le sorprende que una cara tan perfecta pueda parecer tan angustiada, con
esas mejillas rojas y tensas y esos labios duros como nudillos. Así y todo, surgen
más palabras—: Si ignoráis nuestro ruego, mataremos a los rehenes… —La niña
aprieta los ojos con fuerza y mueve la cabeza delante y atrás descontroladamente.
No quiere seguir hablando pero tiene las palabras en la garganta y se le cuelan por
los labios—: Uno a uno.
Empieza a levantar el brazo derecho pero se coge su propia muñeca, para
detenerla, y empieza a lloriquear.
—Ya está bien —dice Pressia, que mira a Il Capitano y a Margit—. Decidle que
puede parar.
—¡Parar! —dice Helmud frotándose las orejas.
—Es que no puede —dice Il Capitano—. No está programada para parar.
Aunque la niña mira a Pressia con los ojos desencajados, suplicante, sigue
forcejeando entre su brazo y su propia mano, hasta que no puede evitar dibujarse
una cruz pequeña en medio del pecho y rodearla con un círculo por el centro.
—El Nuevo Mensaje —dice de mala gana Il Capitano.
—¿Qué quieren decir con que pueden «salvarnos a todos»?
Pressia nunca pudo ser una niña así, sin cicatrices, marcas o fusiones; es algo
que le fue negado. A esta niña la han hecho pura. ¿Podría ella recuperar su pureza?,
¿volver a verse algún día la mano, la de verdad? ¿Podrían borrarle la quemadura en
forma de media luna que tiene en la cara? ¿Y qué hay de los pájaros de Bradwell?
¿Y si Il Capitano y Helmud pudiesen ser cada uno una persona distinta?
—¡Rehenes, Pressia! —exclama Bradwell—. Van a matar a gente.
Se siente avergonzada de haber pensado antes que nada en volver a ser pura, pero
tampoco le gusta que Bradwell la reprenda. Este apoya una mano en la pared
abovedada de la alcantarilla y sacude la cabeza.
—Van a salvarnos —dice Margit—. ¡Y a los rehenes van a dejarlos como
nuevos!
—Nuevos —le susurra Helmud a Pressia—. ¡Nuevos!
—¡La Cúpula no piensa abducir a gente para dejarla como nueva! —replica
Bradwell.
—Las arañas —dice Pressia—. Así es como van a coger rehenes y matarlos. Esa
es su misión.
—¡Si les entregamos a su hijo, nos harán a todos puros! —dice la ciega.
—Perdiz —musita por lo bajo Il Capitano.
La niña se levanta de repente, pega unos cuantos saltitos y se dirige hacia la
entrada.
—¡Wilda! —la llama Pressia. Margit corre detrás de la niña y le retuerce el
brazo.
—Tú de aquí no te mueves. ¡Tienes que decirles que nos salven!
—¡Suéltala ahora mismo! ¡Estás asustándola! —la increpa Pressia.
Margit suelta el brazo de Wilda, que se lo lleva rápidamente al pecho y se lo
frota antes de gritar:
—¡Queremos que nos devolváis a nuestro hijo! —Aunque esta vez es más una
reprimenda que un mensaje.
La ciega se levanta a duras penas y se tambalea como si estuviese borracha.
—¡Pueden volvernos puros! Es igual que en la Primera Biblia. Dios nos dio a
su único hijo y ¡tenemos que devolvérselo!
—¡Deja de adorar a tus opresores! —grita Bradwell—. ¿Es que no sabes por qué
estás ciega? Fueron ellos los que te lo hicieron. ¡A todos nosotros!
La ciega dice entre dientes:
—¿Y qué pruebas tienes tú de eso? ¡Yo tengo a la Cúpula! ¡Y a esta niña, a esta
niña pura!
—Esta niña pura —repite Helmud con la voz llena de esperanza. ¿Pensará
Helmud que la Cúpula puede salvarlo?, ¿separarlo de su hermano y hacerlo puro?
A Pressia le encantaría creer que pueden hacerla pura, dejarla como nueva, igual que
ha dicho Bradwell—. ¡Esta niña pura!
—¡Que te calles, Helmud! —le grita su hermano, y todos suben tanto la voz que
rebota contra las paredes abovedadas.
Incluso Helmud le grita a Il Capitano:
—¡Que te calles, que te calles, que te calles!
Wilda aprieta los ojos y chilla:
—¡La niña es la prueba de que podemos salvaros a todos! ¡Podemos salvaros a
todos! ¡Si ignoráis nuestro ruego, si ignoráis nuestro ruego! Mataremos a los
rehenes, uno a uno. —Acto seguido se araña una cruz en el pecho y la rodea con un
círculo, con tanta saña que debe de dolerle.
Todo se queda en silencio.
Wilda abre los ojos y Pressia va a arrodillarse a su lado. La niña le mira la
cabeza de muñeca y la acaricia con suavidad. Pressia se la ofrece a la niña, que mece
la cabeza de muñeca y el brazo pegado a ella, acunándola a un lado y a otro al
tiempo que va calmándose a sí misma.
—Queremos que nos devolváis a nuestro hijo. La niña es la prueba.
Se acurruca en el regazo de Pressia, que a su vez la arrulla como si fuese una
muñeca.
—Chissst, ya está.
Pressia se sabe de memoria el primer mensaje, el que escribieron en hojas de
papel que lanzaron desde una especie de aeronave. Se lo recita:
—Sabemos que estáis ahí, hermanos y hermanas. Un día saldremos de la
Cúpula para reunirnos con vosotros en paz. De momento solo podemos observaros
desde la distancia, con benevolencia.
La niña asiente. Hablan el mismo idioma.
La ciega pregunta:
—¿Qué está pasando?
—Chist —la reprende Margit—. Cállate un rato.
—La cruz —les dice Pressia al resto—. Es de las que tiene la corona alrededor
del centro. Es igual que la que salía al final del primer Mensaje. —Mira a Bradwell
—. En cierto modo son casi idénticos, ¿no?
—¿En qué sentido? —le pregunta Bradwell.
—No lo sé. Pero me da la impresión de que son igual de largos, que tienen la
misma forma. ¿No te parece?
—Veintinueve —murmura Il Capitano.
—¿Veintinueve qué? —quiere saber Bradwell.
—Palabras. Los dos mensajes tienen cada uno veintinueve palabras justas.
—Todo va a salir bien —le susurra Pressia a Wilda, al tiempo que le acaricia la
espalda enjuta.
—Bien, bien —remeda Helmud.
Apretando con fuerza la muñeca, la niña susurra:
—Queremos que nos devolváis a nuestro hijo.
—Lo sé, lo sé —la calma Pressia—. Vamos a cuidar de ti.
Il Capitano
Arañas
Bradwell coge a la niña, que sigue agarrando el puño de muñeca de Pressia,
mientras la ciega no para de insultarlo y zarandearlo.
—¡Es nuestra! ¡Suéltala!
—¡Quita! —le grita Pressia, que aparta de un empujón a la mujer.
Entre los dos se apresuran a sacar a la niña de aquella cloaca.
Margit increpa a Il Capitano:
—¡Dejadnos que seamos todos puros! ¡Vosotros conocéis a su hijo! ¡Yo lo sé!
¡Entregadlo! Y si vosotros no queréis, lo atraparemos nosotros.
—¡A mí no me amenaces! —responde Il Capitano.
—¡No es ninguna amenaza!
—¿Es que el Mensaje no os ha abierto el corazón?
—¡Déjate de corazones!
—¡Corazones!
—¡Entregad al niño! —chilla Margit.
—¡Puros! ¡Podemos ser puros! —grita la ciega. —¡Puros! ¡Puros! —reverbera
Helmud como si fuese una especie de reclamo para pájaros.
Margit coge de la camisa a Helmud y tira de él con toda su fuerza, pero Il
Capitano se coloca por delante el fusil y la apunta con él:
—No me des razones, que tengo el gatillo fácil. Y ve calmando también a tu
amiga.
—¡Estamos dispuestas a morir por el Nuevo Mensaje!
—¡Mátanos! —grita la ciega.
—¿De verdad? —dice Il Capitano, y amartilla el fusil.
En el acto ambas enmudecen; la ciega conoce el sonido del arma. Helmud se
encoge en la espalda de su hermano y apoya una mejilla contra el cuello de este.
Margit coge de la mano a su amiga.
—Jazellia, no te preocupes, los ángeles la guardarán a cada paso que dé. ¡Ten fe!
Desde la entrada llega la voz de Bradwell:
—¡Las arañas! ¡Ya han llegado!
Cuando Il Capitano y las dos mujeres salen corriendo de la alcantarilla, se
encuentran con arañas por todas partes. El amasoide ha desaparecido y solo quedan
las ascuas de la ropa quemada. Pressia y Bradwell, que lleva a Wilda en brazos,
están corriendo hacia el coche. A la niña se le cae al suelo el barquito que le hizo
Helmud. No se puede volver a por él. Cierran las puertas con fuerza con las arañas
pisándole los talones.
Una de las arañas se acerca demasiado a Il Capitano, que le dispara pero falla.
La ciega pega un chillido y Margit le dice:
—Ha sido la Cúpula la que ha enviado estos seres. ¡La Cúpula es buena! —Se
le desencajan los ojos al ver una araña que trepa por una roca, pequeña pero rápida
de movimientos; así y todo, alarga la mano para cogerla.
—¡Noo! —le grita Il Capitano.
Pero es demasiado tarde: la araña coge impulso, salta hasta ella y le clava las
patas dentadas en la manga y en la parte de arriba del brazo. A Margit se le
desencajan los ojos cuando ve salir del cuerpo bulboso del robot un rayo de luz roja
y empieza a pitar acto seguido, con unos pitidos largos, lentos y constantes. En el
acto brota la sangre y le mancha la manga. Se le va el color de la cara.
—¡Me ha elegido a mí! —Su voz es una combinación de alegría y dolor.
Otra araña está rondando la pierna de la ciega. Il Capitano le dispara pero no le
da.
—¡Corre o te matará! —le chilla—.
¡Vamos, vamos! —Vamos —repite Helmud.
La ciega tira de los brazos de Margit y la pone en pie. Se vuelven y echan a
correr. Il Capitano sale disparado hacia el camión. Pressia está en el asiento de atrás
con la niña, que tiene los ojos clavados en los de la muñeca; es posible que esté
conmocionada.
—¡Sube! —le grita Bradwell desde el asiento del conductor, que acto seguido
revoluciona el motor.
Il Capitano ve el barco en el barro. Puede llegar hasta él, está casi seguro.
—Tengo que coger tu puñetero barco, Helmud. ¡Tú hiciste ese barco tan
condenadamente bonito!
—¡Sube! —le dice Helmud echando el peso hacia la puerta.
Una araña trepa por la punta de su bota. Salta, dispara, y un penacho de tierra se
levanta de donde ha impactado el tiro. Coge la manija del asiento del copiloto
justo cuando ve a un joven correr hacia él entre gritos y con una araña metálica
alojada en el muslo, la sangre chorreándole por la pernera del pantalón.
«Demasiado tarde para ti», piensa Il Capitano. Aunque tal vez lo sea para todos.
Su ejército no está preparado, y puede que nunca lo esté. La Cúpula ha mandado
arañitas para matarlos a todos.
Il Capitano va a dejar al joven allí. ¿Qué hacer si no?
Pero entonces Pressia no se lo piensa y salta del coche para socorrer al hombre.
—Déjalo —le insta Il Capitano—. ¡Hay arañas por todas partes! —Le dice a
Bradwell que se quede con la niña y echa a correr detrás de Pressia.
—No podemos hacer nada —le grita—. Tenemos que irnos.
—¡Sí que podemos! —chilla Pressia a su vez, que entonces pasa los dedos por
el lomo de la araña, que tiene un reloj digital rojo: «00:00:06… 00:00:05»—. ¡Es
una cuenta atrás!
—¡Atrás! —grita Helmud como si diese una orden—. ¡Atrás, atrás!
Il Capitano coge a Pressia por las costillas, la levanta y echa a correr con ella.
Helmud se agarra al cuello de su hermano. Cuando la araña emite una última nota
prolongada, Il Capitano se lanza en plancha al suelo.
La araña enganchada a la pierna del hombre explota.
Le zumban los oídos a Il Capitano y lo ve todo negro. Nota la espalda como si
estuviera empotrada en una pared y tiene la respiración como atrapada en la
garganta. Helmud gime.
Pressia le pone las manos en el pecho y lo llama:
—¿Capi? ¿Me oyes? —La voz es minúscula y lejana.
—Sí —dice como puede Il Capitano cuando la cara de Pressia, esa cara tan
perfecta, entra en su campo de visión.
La chica mira detrás para ver cómo está Helmud e intenta ponerlos en pie. Il
Capitano se levanta demasiado rápido y por un segundo siente que se le nubla la
vista. La chica lo sostiene pero la aparta y le dice:
—Estoy bien.
Pressia echa a correr hacia el coche pero se vuelve para asegurarse de que va
detrás de ella: la sigue, aunque con pies de plomo.
—¡No mires! —oye gritar a Bradwell, seguramente a la niña pequeña—. ¡No
mires!
Helmud lo repite al tiempo que entierra la cara en la espalda de su hermano:
—¡No mires, no!
Pero Il Capitano sí vuelve la vista hacia el hombre que ha explotado, su cuerpo
ya calcinado, su ropa en llamas y el humo perdiéndose en el aire.
Se apoya en el capó del coche para no perder el equilibrio y pega la frente a la
ventanilla por unos segundos, contra el cristal frío.
—¡Aprisa, Capi! —grita Bradwell.
—¡Aprisa! —le dice Helmud.
Pero en ese momento algo le sube a todo correr por la bota y ve un pequeño
bulto moverse bajo la pernera del pantalón: tiene una araña encima. Il Capitano se
descuelga el fusil y se da en la espinilla con la culata, pero las patas de la araña le
han horadado ya la piel y se le han incrustado en el músculo. Siente náuseas, pero
se incorpora, con la sangre corriéndole hasta la bota. «No mires —se dice a sí
mismo—. No mires.» Los demás están todos en el camión llamándolo por su
nombre. No ven la parte baja de su cuerpo, de modo que se sube la pernera y allí,
sobre la caña de la bota, en la parte más musculosa de la pantorrilla, tiene la araña
robot. En el negro lomo giboso, hay un cronómetro que cuenta hacia atrás:
«07:13:49… 07:13:48… 07:13:47». El resto de su vida y la de Helmud
sentenciada en horas, minutos y segundos.
—Me cago en Dios —dice Il Capitano.
—Dios —suplica Helmud—. ¡Dios, Dios, Dios!
Pressia
Cenador
Es como si a la ciudad le hubiese salido una piel móvil, una gasa negra
repiqueteante que cubre todo lo que hay a la vista: los edificios doblados, las
paredes rotas, los tejados de tablones de las rudimentarias chabolas. Cuando Pressia
cierra los ojos por unos instantes, el sonido se le antoja el clic de miles de ojos de
muñecas.
Bradwell va metiendo las marchas a trompicones y girando el volante a ambos
lados mientras las arañas siguen apareciendo y aplastándose bajo las ruedas. Por
suerte, el peso no las hace detonar; es probable que estén programadas para explotar
solo en contacto con carne, algo que podría decirse que han conseguido a la
perfección. Por la calle los supervivientes se tambalean y se llaman unos a otros
entre chillidos. Los hay que corren o trepan, mientras que otros aplastan arañas con
ladrillos; también están, en cambio, los que se rinden y dejan que se les enganchen
media docena o más por todo el cuerpo, a modo de enormes garrapatas negras.
Wilda va sentada entre Pressia e Il Capitano en el asiento de atrás. Fignan, por
su parte, parece estar haciendo una especie de espectáculo de luces para distraer a la
niña y que no mire por la ventanilla. Pressia la ha advertido de que a veces la caja
muerde y tira del pelo. Y, cómo no, al poco, ve que Fignan araña el brazo de la
niña, aunque no le tira mucho y apenas le deja marca. A Wilda no parece
importarle y vuelve la vista al espectáculo de luces.
—La Cúpula quiere que le entreguemos a Perdiz, que le devolvamos a su hijo…
¿Qué mierda vamos a hacer? —pregunta Il Capitano.
—Perdiz no puede entregarse —opina Pressia—. Sería una sentencia de muerte.
—Es el hijo de Willux, eso te da ciertos privilegios —comenta Bradwell.
—Además, ¿qué otra opción hay? —esgrime Il Capitano—. ¿Acaso vamos a
dejar que mueran todos, uno a uno?
—Tenemos que encontrarlo —sentencia Pressia.
—Y antes de que los adoradores de la Cúpula le pongan las manos encima —
apostilla Il Capitano—. Dicen que quieren entregarlo, pero están locos perdidos.
Son capaces de entregarlo quemándolo y mandando sus cenizas con la primera
ventolera.
—Las madres se enteran de todo, tienen ojos y orejas por doquier —dice
Bradwell al tiempo que arremete contra otra araña. Cuando se aplastan con las
ruedas, suenan a huesos rotos—. Sabrán que vamos hacia allá antes de que se nos
vea el pelo.
—Pues vamos allá —sentencia Il Capitano, que sigue con la cara pálida desde la
explosión.
—Gracias por cogerme antes —le dice Pressia.
—No ha sido nada, no le des más importancia.
—Más importancia —susurra Helmud.
Wilda alza la vista hacia Pressia y dice:
—Queremos que nos devolváis a nuestro hijo.
Pressia, que comprende que está cansada, le da una palmadita en el hombro y le
dice: —Apoya la cabeza.
La pequeña se echa sobre Pressia y levanta los brazos. Le deja coger la muñeca y
apretarla contra el pecho hasta que por fin cierra los ojos. Se acuerda entonces de la
nana que le cantaba su madre y se le aparece en la mente su cara. Y la neblina de
sangre. Piensa en cómo la ha salvado Il Capitano de la explosión. ¿No podría haber
hecho ella eso mismo por su madre? Seguro que algo habría podido hacer…
Pressia se inclina sobre el oído de Wilda y le canta la otra canción que le viene a la
cabeza, la que estaba cantando el hombre en el vestíbulo abarrotado y azotado por la
nieve del cuartel de la ORS:
Las niñas fantasma, las niñas fantoche, las niñas fantasma. ¿Quién puede salvarlas de este
mundo, sí, de este mundo? Ancho el río, la corriente corre, la corriente corroe, la corriente corre.
Abrazaron el agua para curarse, para que sus heridas cicatrizasen, para curarse.
Muertas ahogadas, la piel pelada, la piel toda perlada, la piel pelada.
El abuelo le contó que había ido a una guardería solo para niñas, con una falda
de pliegues a cuadros y una camisa blanca con cuello bobo, o cuello Peter Pan
como solían llamarlo. Sabe quién fue Peter Pan, un niño que nunca crece. ¿Era esa
su infancia?, ¿o se la había robado el abuelo a alguien? La canción va sobre unas
chicas de un internado que sobrevivieron a las explosiones y atravesaron el río al
tiempo que entonaban el himno del colegio. Algunas niñas estaban ciegas porque
habían estado tendidas en el césped, mirando el cielo, cuando empezaron las
Detonaciones; o al menos eso es lo que cuenta la gente. Fueron a parar todas al río
y algunas se metieron dentro; al principio el agua les hizo bien porque aliviaba las
quemaduras, aunque se había calentado con las Detonaciones, pero luego la piel se
les acartonó, se desprendió de sus brazos y se enrolló por la garganta como cuellos
de piqué. Al final la gente las reconoció por los uniformes, o lo que quedó de ellos.
A ciegas van marchando con las voces cantando, las voces implorando, las voces cantando.
Las oímos hasta que nos pitan los oídos, nos gritan los oídos, nos pitan los oídos.
Según cuenta la historia, la gente quiso salvarlas pero las niñas no querían que
las rescatasen; deseaban morir juntas, y así lo hicieron, sin dejar de cantar.
Necesitan un santo salvador, un santo salador, un santo salvador. Por estas orillas vagarán y
cazarán por siempre jamás, vagarán y cazarán por siempre jamás.
En algunas versiones se fusionan con árboles, con los mismos que siguen
flanqueando el río; según otras, en cambio, se convierten en terrones y desde
entonces vagan por la ribera, pero, si te acercas demasiado, te devoran viva; en otras
se fusionan con animales y se convierten en zorros o aves acuáticas. En todas, no
obstante, nadie logra rescatarlas.
Las niñas fantasma, las niñas fantoche, las niñas fantasma. ¿Quién puede salvarlas de este
mundo, sí, de este mundo?
Ancho el río, la corriente corre, la corriente corroe, la corriente corre.
Pressia pensaba a menudo en ellas cuando tenía la edad de Wilda: se las
imaginaba apareciéndose por la ribera con sus uniformes harapientos y sus cuellos
de piqué hechos de piel pelada, un detalle tan gráfico y grotesco que estaba
convencida de que tenía que ser verdad. Intenta pensar en una historia más alegre
que contarle a la niña, pero esta ha empezado a respirar más profundamente y los
párpados se le mueven entre sueños. Se pregunta qué clase de sueños tendrá. ¿No
ha ido a la Cúpula y ha vuelto? ¿Qué habrá visto allí? Se le dibuja una sonrisa
pasajera por los labios, pero enseguida se le borra. Wilda ha dejado de apretarle con
fuerza la cabeza de muñeca. Pressia la coge de la mano y siente una vaga vibración,
que no es solo por el traqueteo de la camioneta sobre la carretera: es la niña la que
está temblando.
Y rápidamente piensa en Willux, en sus convulsiones resultado de años de
potenciación cerebral, que con suerte provocarán su muerte dentro de poco. Pero se
acuerda, en un fogonazo mareante, de cuando le preguntó a su madre en el búnker
por qué no la inmunizó también a ella, a su hija, contra las potenciaciones y por
qué no licuaron los fármacos que había desarrollado en el agua potable; su madre le
explicó que las dosis que valían para los adultos podían matar a los niños y que a
Perdiz solo pudo inmunizarlo para un tipo concreto de potenciación, y escogió la
codificación de la conducta porque quería que tuviese libre albedrío. Pero ¿por qué
no se las dio a ella? Pues porque Pressia era bastante más pequeña y era demasiado

arriesgado.
¿Qué le habrán hecho a Wilda para convertirla en pura? ¿Será la cura una nueva
enfermedad, parecida a la degeneración rauda de células de Willux? ¿Estará
corroyéndole el organismo? ¿Será ese temblor el primer síntoma?
Al cabo de una hora Bradwell aparca en una colina entre dos casas caídas en el
margen de los fundizales. Desde allí se divisa la impronta de cimientos de casas,
agujeros de cemento resquebrajado que antes fueron piscinas —redondas, ovaladas o
en forma de riñón—, carrocerías de coches calcinadas y burbujas informes de
columpios derretidos. Las calles con forma de media luna se abren en abanico hacia
la cuenca polvorienta de las esteranías.
Bradwell se baja y se pasea por delante del coche. Il Capitano y Helmud lo
imitan y se sientan en el capó. Pressia, en cambio, se queda con Wilda, que está
dormida con las manos replegadas en el pecho, sin dejar de temblar levemente. De
repente sin embargo se pone tensa, se sienta de golpe y dice:
—¿Prueba de que podemos salvaros a todos? —Luego mira por la ventanilla.
—Estamos esperando ayuda —le dice Pressia. La niña se coge a la manija de la
puerta y la zarandea—. ¿Quieres ver dónde estamos?
La pequeña asiente.
Pressia quita el seguro de la puerta y salen para contemplar los fundizales, que se
extienden a sus pies bajo un manto de hollín en capas superpuestas.
—¿Se las ve por alguna parte? —pregunta Pressia.
—Todavía no —le responde Bradwell.
—Cualquiera sabe si se presentarán como guardianas o como guerreras —
comenta Il Capitano—. Son de lo más impredecibles.
Wilda echa a andar hacia una de las casas derruidas.
—Avisadnos si veis algo —les dice Pressia, que sigue a la pequeña.
Todos asienten, Helmud incluido, sin dejar de otear el horizonte.
Pressia llega a la altura de la niña y la sigue hasta la parte de atrás de una casa,
donde hay el hueco de una piscina. Al fondo está todo lleno de mobiliario de jardín
y lo que pudo ser un cenador, desgajado, astillado y recubierto de ceniza; está
inclinado hacia un lado y semeja un miriñaque torcido. Wilda se sienta en el borde
de la parte baja de la piscina, coge impulso y aterriza en el fondo.
—Espera —le dice Pressia, que la sigue hasta el fondo y luego camina hacia el
cenador.
La niña se sienta a lo indio en el suelo de la piscina y Pressia hace otro tanto.
—Es como jugar a las casitas. ¿Te gusta jugar? Wilda asiente.
—Me pregunto si en la Cúpula —dice Pressia, que se saca a Freedle del bolsillo
y lo deja revolotear a su aire— los niños también jugarán a las casitas.
Si no tuvieses que estar siempre buscando un hogar real, seguro y feliz, si
vivieses en un sitio como aquel, ¿seguirías necesitando jugar a las casitas? Por
unos instantes se imagina trajinando en una cocina alegre, y está también Bradwell,
ayudándola; tiene la cabeza de muñeca fusionada a la mano, mientras que los
pájaros aún anidan en la espalda del chico. No, no puede funcionar. Es más, la idea
de ellos dos en una cocina alegre la asusta: parece invocar solo fatalidad y muerte.
Wilda mira a Pressia desconcertada y le dice:
—Si ignoráis nuestro ruego, mataremos a los rehenes.
—¿Me estás diciendo que te trataron mal? ¿Pasaste miedo allí?
La niña mira al otro lado de la piscina y sacude la cabeza lentamente.
—Entonces ¿te gustó?
Wilda vuelve a sacudir la cabeza.
—No te asustaba pero tampoco te gustaba. ¿Es eso?
La niña se tiende, cierra los ojos y al punto vuelve a abrirlos y a parpadear como
si tuviese una luz brillante encima. Aprieta los dedos contra el pulgar, los abre y
los cierra, como remedando a alguien hablando por encima de su cabeza; lo repite
con la otra mano: otra persona hablando. Las manos miran hacia abajo, hacia ella, y
siguen hablando.
—¿Más que una rehén fuiste una especie de cobaya?, ¿algo con lo que
experimentaron?
Wilda asiente y después se sienta, pega las piernas contra el pecho y apoya la
barbilla en las rodillas.
—¿No pudiste ver cómo vivían o qué aspecto tenían sus casas ni nada de eso?
La niña sacude la cabeza: no. Al ver que va a echarse a llorar, Pressia cambia de
tema: —¿Sabes nadar?
Wilda se le queda mirando y Pressia se tumba bocabajo y hace como que nada.
—En realidad no sé si llegué a aprender a nadar —comenta—. Es raro, ¿no? Es
algo que una tendría que saber sobre sí misma.
Wilda se tiende y hace también como que nada.
Pero entonces se oye un golpe seco, las botas de Bradwell aterrizando en el
suelo de la piscina.
—Las hemos visto no muy lejos. ¿Qué hacéis vosotras?
—Nadar, ¿qué quieres que hagamos? Estamos en una piscina.
—Claro —dice el chico con una sonrisa.
—¿Tú sabes nadar?
Bradwell asiente y Pressia se incorpora y dice:
—Una lástima que el cadete no supiese nadar.
El chico se la queda mirando.
—Leí los recortes en la morgue.
—¿Estabas fisgando?
—¿Y tú escondiéndolos?
—No.
—Pues entonces no estaba fisgando. ¿Por qué los has sacado?
Wilda se levanta y empieza a correr intentando dar caza a Freedle, que danza
alrededor de su cabeza.
—Me los encontré después del funeral de mis padres en una bolsita de plástico,
en el baúl. Estaban intentado construir un caso contra Willux, y creían tener una
pista. —Pero a Willux le concedieron la Estrella de Plata por intentar salvar al cadete.
¿Qué trapos sucios querían sacar de ahí?
—Nunca lo sabremos.
—En el artículo Walrond califica el intento de Willux por salvar al chico como
un acto de «heroísmo». A lo mejor Walrond y Novikov eran miembros de los
Siete. Mi madre me dijo que uno murió joven, al poco de hacerse los tatuajes.
—Novikov no sé, pero Walrond no era uno de ellos.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque sí.
—¿Me estás diciendo que prefieres fiarte de tu instinto en esto e ignorar la lógica
y los hechos?
Bradwell sacude la cabeza y replica:
—He investigado, seguí todos los indicios después de que mis padres muriesen.
El día de las Detonaciones mi tía me dijo que no me alejase de casa. Mi tío estaba
trabajando en el coche. Ellos tenían contactos y esperaban que los avisasen. Pero yo
no sabía lo que nos jugábamos ese día, así que les dije que no iría muy lejos pero
cogí la bici y me fui a los viejos terrenos de entrenamiento. Ahí es donde estaba
cuando impactaron las Detonaciones. ¿Por qué te crees que tengo aves acuáticas en
la espalda? Porque huí del resplandor que despedía el río. La bici se fusionó con el
árbol en que la había apoyado. Tardé varias horas en llegar a casa de mis tíos,
donde me los encontré destrozados y moribundos. Fueron varios días así, ya te lo
he contado. Yo estaba bastante malherido, y luego fue lo del gato muerto en la caja,
el motor, mi tío rogándole a mi tía que girase el contacto.
—Sí. —Pressia se imagina a Bradwell a solas en el río, mareado por la luz
cegadora, el dolor lacerante de las quemaduras y la sensación de tener dagas
clavándosele en la espalda—. Lo siento.
—¿Por qué? Yo quiero tu compasión tanto como tú la mía.
—Vale, lo que tú quieras, pero dime una buena razón por la que Walrond no
puede ser uno de los Siete, una sola.
—Porque si fuese uno de los Siete, eso significaría que solo se hizo amigo de
mis padres para sacarles información, que era un agente doble y que pudo estar
jugando para ambos bandos, poniéndolos en contra…, y provocar así el asesinato
de mis padres. Y hasta en el artículo ese de tres al cuarto dudo entre si creía lo que
le dijo al periodista o estaba jugando con todos. ¿Fue un acto de heroísmo, o en
realidad sabía la verdad sobre lo que le pasó al cadete?
Pressia se queda mirando a Bradwell, que tiene la vista perdida más allá de las
columnas del cenador, con los ojos rojos y las mejillas coloradas y tiznadas de
ceniza.
—¿Cuál es la verdad?
—Que fue un asesinato.
—¿Qué clase de asesinato?
—El primero de Willux.
Pressia recuerda la fotografía granulada del periódico, la de Lev Novikov, su
seriedad y su expresión como perdida, y suspira.
—Novikov y Walrond estaban unidos a Willux cuando se constituyeron los
Siete, muy unidos. Son dos nombres importantes, eso no puedes negármelo.
—Era muy bueno conmigo —le dice Bradwell, que la mira entonces y añade—:
¿Es que no me entiendes?
—Sí, pero eso no quiere decir que fuese bueno del todo, con todo el mundo.
—Deberíamos irnos, las madres tienen que estar al llegar.
Wilda coge a Freedle entre las manos y le pasa la chicharra a su dueña, que
vuelve a metérsela en el bolsillo. Se aúpan y salen de la piscina. Pressia echa la
vista atrás e intenta imaginar cómo era antes de las Detonaciones: el agua azul, el
cenador, con largas cortinas blancas de gasa al viento. ¿Quién vivió esa vida?
—Están aquí —les informa Bradwell.
—Uno a uno —dice Wilda, y se dibuja en el pecho la señal de la cruz con el
círculo.
Il Capitano ha dejado el arma en el suelo y se está arrodillando, postrado a los
pies de las madres, mientras que Helmud se ha encogido en un amasijo temeroso.
Y Pressia tiene la respuesta a su pregunta: una madre llena de cicatrices y
quemaduras con un niño fusionado a los hombros, cuyas piernas envuelven la
cintura de la madre y se pierden en ella, una madre ajada, curtida y nervuda. Fueron
esas mujeres quienes vivieron aquellas vidas, quienes habitaron esas casas con
piscinas y cenadores: y esta es la tierra que han heredado.
Wilda se coge de la cabeza de muñeca de Pressia y le susurra:
—¿Queremos que nos devolváis a nuestro hijo? ¿Esta niña? Pressia está segura
de que lo que quiere decir es: «¿Quién es esta mujer y qué va a ser ahora de
nosotras?».
Il Capitano
Niños de sótano
Están en una zona más bonita de los fundizales; los contornos de las casas son
más grandes y hay algunas más con piscina, ahora apenas hoyos de cemento
resquebrajado. Las madres han accedido a llevarlos ante Perdiz, aunque con la
condición de que Bradwell e Il Capitano depongan todas las armas. Este último
cierra el coche con su fusil dentro. Hasta que Pressia no las convence de que no se
trata de ninguna bomba, sino de una especie de biblioteca, las madres no dejan a
Bradwell que se ate a la espalda a Fignan y lo lleve consigo.
Le duele el músculo de la pantorrilla a rabiar. Tiene las patas de la araña robot
clavadas casi a la misma profundidad que el hueso. Le recuerda la agonía
achicharrante de después de las Detonaciones, cuando se fusionó con Helmud. El
dolor le susurra: «¿Te acuerdas de mí?, ¿del sufrimiento? ¿Lo notas todavía?».
Rememora la mañana de las Detonaciones. Su hermano era un muchacho
parlanchín, avispado y divertido (al menos mucho más avispado que él, eso por
descontado). ¿Qué fue lo último que le dijo a su hermano? «Deja de hacer el tonto,
Helmud, haz el favor de dejar de hacer el payaso.» Su hermano pequeño iba en la
parte de atrás de la moto que conducía Il Capitano, camino de un supermercado,
para rebuscar en los contenedores. Helmud le dijo que distraería a la gente
cantando. La verdad era que tenía una voz bonita, su madre la llamaba la «voz de
Dios». Para entonces ya había muerto, y ambos la echaban de menos.
¿Y ahora? Helmud sigue haciendo el payaso, y todos los años que han logrado
mantenerse con vida están a punto de terminar. Morirán dentro de cinco horas,
veintitrés minutos y quince segundos, según la última ojeada. Resulta de lo más
extraño saber el segundo exacto en que vas a morir: un misterio menos en tu vida.
En un momento dado se largará con Helmud, igual que hacen algunos perros
cuando saben que van a morir.
La madre se detiene y les hace señas para que se acerquen.
—El ambiente está inquieto.
Y entonces una flecha tallada a mano se hunde en el suelo ante sus pies,
mientras que otra pasa rozando el hormigón.
—¡Niños de sótano! ¡Corred!
«¿Niños de sótano? ¿Qué leches es un niño de sótano? Y, por favor, ante todo,
lo que sea menos correr», piensa Il Capitano, a quien le arde la pierna. Dios… Tal
vez no lo consiga.
Pressia se carga a la niña en brazos y echa a correr, con Bradwell pisándole los
talones. Il Capitano intenta mantener el ritmo del resto, pero el dolor lo atenaza.
Siente tenso lo que queda de los muslos de Helmud, como si fuese un caballo y su
hermano quisiera que fuese más rápido.
—¡Helmud, no aprietes, por Dios!
—¡Dios!
Delante de ellos la madre se ha lanzado cuerpo a tierra, por detrás de un depósito
de agua volcado que hay junto a un muro bajo. Unos cuantos proyectiles más
surcan el aire. La mujer saca un trozo de tubería de metal y un estuche con dardos
finos, probablemente envenenados, y apunta a una tapa levantada junto a los restos
aplastados de una casa al otro lado de la calle.
Il Capitano aprovecha para correr hasta ella y se agazapa tras el depósito de agua.
—¿Se puede saber que es un niño de sótano? —Se coge el muslo y contrae la
cara por el dolor.
—Eran adolescentes cuando estallaron las Detonaciones —le explica la madre—.
Habían vuelto del colegio mientras sus padres estaban trabajando y sobrevivieron
escondidos en los sótanos, donde estaban jugando a la consola. Hemos intentado
cuidar de ellos, pero quieren ser independientes. Algunos tienen las manos
cauterizadas con mandos de plástico y, aunque se los cortaron como pudieron,
todavía les quedan trozos en las palmas. Utilizan armas caseras.
—Ajá.
—Como no son buenos francotiradores, se refugian en el subsuelo. Según se
cuenta, una pandilla bastante avispada mató a unos cuantos Mercenarios de los
Muertos, les quitaron todas las armas y se hicieron con un buen arsenal.
—¿Mercenarios de los Muertos? ¿Te refieres a las Fuerzas Especiales? Qué
listos… —La mira con su mejor sonrisa y le dice—: Una lástima que hayamos
tenido que dejar nuestras armas.
La madre lo escruta con desconfianza.
—¿Qué quieres que te diga? Me gustaría ayudar —le dice Il Capitano todavía
sonriendo.
La mujer mete la mano por debajo de sus gruesas faldas para rebuscar en unas
cartucheras ocultas.
—¿Sabes utilizar una cerbatana?
—Es todo un arte. —Il Capitano hizo sus pinitos en una fase en la que le dio
por cazar así—. Aunque seguro que estoy un poco oxidado.
La madre saca otro trozo de tubería y le pasa un juego de dardos.
—Ten cuidado, la punta es venenosa —le advierte, y su hijo de ojos azules lo
mira también.
—Lo tendré.
—Tendré —repite Helmud.
Asoma la cabeza por el borde del depósito y ve pasar una sombra cerca de la losa
de cemento al otro lado de la calle. Se lleva la tubería a los labios y dispara justo
cuando ve aparecer una cabeza pálida. El dardo le desgarra la oreja a un niño de
sótano, que se la tapa con la mano al tiempo que la sangre le chorrea hasta el suelo.
Acto seguido desaparece.
—Buena puntería —le dice la madre.
—Buena —le dice Helmud, como felicitándolo.
Van primero de un viejo jacuzzi a una pared que ha levantado alguien con
adoquines y baldosas y luego hasta una furgoneta reventada y desguazada. Van
derribando a un niño de sótano tras otro hasta que logran salir de su territorio. Il
Capitano siente como si le estuvieran atravesando con fuego la pierna.
Bradwell, Pressia y la niña se han escondido detrás de un garaje de dos plazas
medio derruido.
—No nos han dado —les anuncia la madre.
—Llevas todo el rato cojeando —le dice Pressia a Il Capitano.
¿Es que ha estado observándolo?
—Me ha dado un calambre, no es nada.
—No es nada —repite Helmud como si también le hubiesen preguntado a él.
—Seguid todo recto por aquí, rumbo oeste —les dice la madre.
—¿Es que no vienes con nosotros? —le pregunta Il Capitano—. Creía que
formábamos un buen equipo.
La madre se quita la cazadora y deja a la vista un hombro herido.
—No somos las únicas que sabemos envenenar cosas. Dejadnos aquí, nunca lo
conseguiremos.
—¡Iremos a por ayuda! —la tranquiliza Pressia.
Il Capitano sabe que no puede ofrecerse voluntario para correr a pedir ayuda; es
posible que estalle entre tanto, no le queda mucho tiempo.
—No. Nos encontrarán. Las madres vendrán a por nosotros.
—¡Freedle! Él puede ver a vista de pájaro, encontrar a otras madres y atraerlas
hasta aquí —interviene Bradwell.
Pressia saca a Freedle del bolsillo y pregunta:
—¿Deberíamos mandarles una nota?
—Tú suéltalo —le dice la madre, que se sienta y coge entre las manos la cabeza
de su hijo—. Lo entenderán.
—Busca ayuda, encuentra a las madres y tráelas hasta aquí —le dice Pressia a
Freedle, antes de alzar las manos para que despegue, bata las alas y se pierda en el
aire ceniciento.
—Es mejor que os vayáis ya. Estaremos bien.
—¿Estás segura? —le pregunta Il Capitano.
La madre lo mira con los ojos entornados y responde:
—No, la verdad es que no estoy segura de nada.
Perdiz
Dedosendos
En las últimas horas Perdiz y Lyda han trabajado a fondo en los mapas. La chica
ha añadido detalles de la academia femenina, del centro de rehabilitación y de la
calle donde vivía, así como de los parques y tiendas de alrededor.
Perdiz se siente como un crío con su proyecto de arte desperdigado por el suelo
y tendido bocabajo frente a Lyda. Quiere aferrarse a ese momento: con las luces de
Navidad parpadeando encima de ellos, Madre Hestra contándole un cuento sobre un
zorro a Syden y Lyda concentrada en el trabajo. La madre les ha dejado susurrar
entre ellos.
—Acabo de darme cuenta de que ya mismo es Navidad —comenta Lyda.
En la Cúpula se intercambian regalos sencillos: no es nada conveniente crear un
montón de productos con recursos limitados para llenar un espacio igual de
limitado. A las mujeres se las anima a hacer delantales y agarradores (a pesar de que
apenas se cocina ya), bufandas de punto (a pesar de la climatología controlada de la
Cúpula) y joyas de cuentas que los hombres les compran a unas mujeres para
regalárselas a otras, collares idénticos pasando de unas manos a otras.
—Pues me alegro de perdérmelas —le dice Perdiz—. En las últimas mi padre
me regaló carpetas clasificadoras de varios colores.
—Yo echaré de menos los copos de nieve que hacen los niños y pegan luego en
las ventanas.
—Me quedé en casa de mi profesor de ciencias, el señor Hollenback. Y fuimos al
zoológico.
—¿No fuiste a tu casa?
—Mi padre siempre andaba liado con algo. Y como Sedge ya no estaba,
tampoco tenía mucho sentido.
Lyda clava la mirada en el mapa. ¿Siente pena por él? No era su intención
provocar compasión.
—¿Y qué aspecto tenía el zoo en Navidad?
Los habían llevado allí tantas veces de excursión en la academia que Perdiz
había acabado detestándolo. Incluso los dos hijos de los Hollenback parecían
aborrecerlo. La niña, Julby, se quejó de lo deshinchado que estaba su globo,
mientras la señora Hollenback intentaba que el pequeño de dos años, Jarv, repitiera
los sonidos de los animales. «El león dice ‘grrr’.» Pero el niño se negaba a repetir,
bien por cabezonería bien porque todavía no era capaz. Perdiz no podía con el olor a
lejía y a productos de limpieza, ni con las caras de pena de los animales y los
guardias con sus pistolas tranquilizantes.
—En Navidad era peor, como si obligasen a los pobres animales a ser felices.
Pero nunca lo son y, total, ¿qué entienden ellos de navidades? —Lyda asiente—.
¿Sabes que había mucha gente que lo llamaba el «Dedosendos»? —Era una
referencia al arca de Noé que había perdurado—. Mis amigos lo llamaban la «Jaula
de Jaulas», porque parecía eso: un conjunto de animales enjaulados mirándose entre
sí.
—Unas navidades, antes de que nos dejase, mi padre me regaló una bola de
nieve con unos niños en trineo dentro. Me dijo que la agitara y cuando lo hice la
nieve se arremolinó en el interior… —De pronto deja de hablar.
—¿Qué pasa?
—Nada, que fue entonces cuando comprendí que era una niña dentro de una
cúpula agitando una cúpula con una niña dentro.
—Así es como siempre me sentí en el zoo: un niño en una jaula mirando
animales en jaulas.
Lyda ladea la cabeza y sonríe con tristeza.
—Nos vamos a perder el baile de invierno.
Perdiz recuerda cuando bailó con ella bajo las serpentinas y las estrellas falsas.
—Me gustaría darte de comer una de esas magdalenas —le susurra a la chica.
—Voy a hacerte un regalo.
—¿El qué?
—Tengo que pensarlo.
Cuando del fondo del túnel que va al vagón de metro llega un sonido,
comprende en el acto que el momento se ha acabado. Es una llamada, escueta,
apresurada: malas noticias.
—No os mováis —les dice Madre Hestra, que se va cojeando hasta el túnel, con
Syden cabeceando al compás, y se pierde por él.
Perdiz se incorpora sobre los codos, como un soldado, hasta que las caras de
ambos están separadas por apenas un par de centímetros. Ladea la cabeza y la besa.
Tiene los labios dulces y suaves.
—Copos de nieve de papel… —murmura—. ¿Eso es todo lo que necesitas para
ser feliz? —Vuelve a besarla.
—Sí —susurra la chica—. Y a ti. —Ahora es ella la que lo besa a él—. Esto
que tenemos.
Se abre la trampilla y la luz se cuela hacia abajo. Se oye un ruido, como algo
que se arrastra. Lyda se aparta rápidamente y se inclina sobre el mapa sin dejar de
sonreír.
Madre Hestra aparece de nuevo y, al tiempo que se sacude el polvo de la ropa,
les anuncia:
—Hemos interceptado un mensaje. Vuestra gente está aquí.
—¿Nuestra gente? —se extraña Perdiz.
—Ha pasado algo en la ciudad por culpa de la Cúpula. Tengo que dejaros aquí,
he de ir a por refuerzos.
—¿Cómo que dejarnos aquí? —replica Lyda.
—¿Quién ha venido? —quiere saber Perdiz.
Una vez que sale la madre se oye más ruido por el túnel y una voz que dice:
—¿Adónde mierda lleva esto?
Y luego el eco apagado:
—Lleva esto.
Il Capitano es el primero en llegar.
—Lo hemos conseguido —dice, todo lleno de polvo y cenizas. Después apoya
la mano en el respaldo de un asiento del metro y se acomoda con un gruñido.
—¿Hemos? —se extraña Perdiz. No está seguro de si se refiere a él y Helmud o
a alguien más.
Pero en ese momento aparece Bradwell por el túnel, seguido de Pressia.
La hermana de Perdiz. ¡Su hermana!
Están sucios, llenos de hollín y sin aliento.
Pressia se vuelve para ayudar a alguien, una niña pequeña, muy pálida, con ojos
grandes y una melena roja resplandeciente. ¿Es una niña de la Cúpula?, ¿una pura?
Por un segundo vuelve a acordarse de la Navidad, de sus compañeras de la
academia, siempre acompañadas por carabinas, cantando villancicos por los pasillos
de la residencia de los chicos. Pero no han venido a cantar. Perdiz siente una ráfaga
de excitación por todas las extremidades; no lo sabía, pero una parte de él estaba
esperándolos… ¿para liberarlos de las madres? Quiere salir fuera.
Pero entonces nota un nudo en el estómago: pasa algo malo.
—No traéis buenas noticias, ¿verdad?
—No —dice Bradwell sacudiendo la cabeza—. Yo también me alegro de verte,
por cierto.
Al cabo de unos minutos el vagón de metro es un hervidero. Lyda está
repartiéndoles agua y comida de sus provisiones. No puede negarles nada, se les ve
agotados. Perdiz es incapaz de dejar de mirar a su hermana: ve a su madre en sus
pecas, en la manera que tiene de meter la barbilla hacia dentro cuando sonríe y en la
forma en que se porta con la niña, a la que sienta y le dice algo que la hace sonreír,
a pesar de que se ve que está asustada. ¿Qué niña es esta sin marcas ni fusiones?
Lyda le pregunta a Perdiz en voz baja:
—¿Es pura?
El chico se encoge de hombros y a continuación se va hacia Pressia. ¿Tendría
que abrazarla? No parece de ese tipo de gente. Tiene a la niña cogida de la mano.
—¿Cómo estás? —le dice en voz baja.
Se pregunta si también ella soñará con su madre igual que él, si está condenada
a ver el cuerpo de su madre muerta allá donde va. Pero ¿le confesaría Pressia ese
tipo de sueños? Lo duda mucho; ella es más de guardarse las cosas para sí. Con
todo, como él, ella sabe lo que es reencontrarte con tu madre después de años
pensando que estaba muerta y que te la vuelvan a arrebatar. Aunque nunca lo
hablen, siempre compartirán eso.
—No va mal. —Está claro que no quiere entrar en el tema.
—Yo intento no darle muchas vueltas al asunto. —Es una cobardía referirse al
asesinato de su hermano y su madre como «el asunto»—. Perdona —dice, sin
saber muy bien por qué se disculpa, quizá por el pasado en sí—. No quería…
—No pasa nada. —Se ve que lo dice de corazón, y como perdonándolo.
—Capi, mira esto. —Bradwell señala los mapas que hay por el suelo.
Il Capitano les echa un vistazo, al igual que Helmud, que apoya la barbilla en el
hombro de su hermano.
—¿Los has hecho tú? —le pregunta a Perdiz.
—Me ha ayudado Lyda. No son perfectos, pero he pensado que podrían sernos
de ayuda algún día en caso de…
—¿Este es el aspecto que tiene por dentro? —Il Capitano se arrodilla y al
hacerlo contrae la cara del dolor. ¿Con qué habrán tenido que luchar para llegar
hasta allí?
—Todavía no los hemos terminado —explica Perdiz.
—¿Por qué habéis venido? —quiere saber Lyda.
—Todo se ha torcido —dice Pressia.
—¿Torcido? —pregunta Perdiz.
Bradwell se desata una caja negra que lleva a la espalda y la engancha a la fuente
de energía con la que funcionan las luces de Navidad, que se atenúan al instante.
—Tenemos cosas que contaros y preguntas que haceros.
—Y… —Pressia mira alrededor, sin saber por dónde empezar—. Esta es Wilda.
La niña alza la vista. No es pura; hay algo en ella que no cuadra aunque Perdiz
no sabe decir qué es.
Bradwell se sienta y se frota las manos.
—La encontraron unas adoradoras de la Cúpula cerca del bosque. Al parecer la
dejaron allí las Fuerzas Especiales.
Il Capitano se toquetea la sangre reseca que tiene en la pernera del pantalón.
—¿Qué es lo que está pasando? ¿Las Fuerzas Especiales? —se inquieta Perdiz.
—Y fue precisamente un soldado de las Fuerzas Especiales quien me llevó hasta
ella. —Il Capitano tiene la cara como una sábana de blanca—. Me escribió un
mensaje, una única palabra: «Hastings».
—¿Hastings? —dice sorprendido Perdiz.
—¿Como Silas Hastings? —le pregunta Lyda a Perdiz.
—¿Lo conocéis?
—Era mi compañero en la residencia. ¡Dios, tienen a Hastings! ¿Estaba muy
mal?
Il Capitano se frota una rodilla como si le doliese.
—Seguía siendo bastante humano, logré ver una persona real tras sus ojos.
¿Crees que es de fiar?
—Bueno, no era ni el más fuerte ni el más honrado, pero es leal. —Perdiz se
imagina a Hastings en el baile, alto y desgarbado, charlando con alguna chica—. La
potenciación cambia a la gente, pero si puede, nos ayudará.
—Vamos a necesitar toda la ayuda que podamos reunir —comenta Il Capitano.
—¿Qué pasa? —pregunta Perdiz—. ¿Ayuda para qué?
—Wilda tiene un Nuevo Mensaje de la Cúpula, de parte de tu padre —le explica
Pressia.
—¿De mi padre? ¿Cómo lo sabéis? —Es consciente de que ha respondido
como a la defensiva.
—Tiene la misma estructura que el primer mensaje —interviene Il Capitano—:
veintinueve palabras y la cruz con el círculo.
—La cruz celta… Es irlandesa —aclara Lyda.
—Las Fuerzas Especiales se la llevaron a la Cúpula y la arreglaron.
Perdiz se coge de una barra que tiene por encima y luego se sienta.
—¿Que la arreglaron?
—Era una miserable —le explica Pressia.
—Dios Santo, eso significa que tienen lo que querían, ¿no es eso? Si mi padre
es capaz de revertir los efectos de las fusiones, podrá reconstruirse a sí mismo. Es
posible que ya haya regenerado sus propias células. Hice ese mismo experimento
con los viales. —Se desabrocha la camisa y les muestra los sueros que lleva atados
a la cintura—. Son peligrosos, como dijo mi madre, pero si mi padre… —Se echa
hacia delante y se queda mirando la piel perfecta de la niña—. Si puede hacer eso,
podrá curarse a sí mismo, ¿no? —Los mira a todos—. ¡Vivirá para siempre!
—No —dice Pressia, que coge la mano de la niña y la pone encima de la suya.
Parece estremecerse: la cría ya tiene temblores, igual que su padre—. Es muy
joven. ¿Te acuerdas de que nuestra madre solo pudo proteger una parte de tu
codificación?, ¿y que a mí no pudo darme nada? Yo tenía un año y medio menos
que tú.
Perdiz asintió: era demasiado peligroso, aunque no quiere decirlo delante de la
niña, que ya parece bastante asustada de por sí.
—En la Cúpula no se somete a los chicos a potenciación hasta los diecisiete —
les explica Lyda—. Y a las chicas más tarde aún.
—Degeneración rauda de células —dice Perdiz. Cuanto más joven eres cuando te
someten a potenciación, peores son los efectos. Su padre empezó muy joven, en la
adolescencia, y ha seguido potenciándose el cerebro durante décadas. La niña tiene
apenas ¿cuánto? ¿Nueve años? Y ya tiene temblores… ¿Cuánto le quedará de
vida? ¿Meses, semanas, días?—. ¿Cómo ha podido hacer esto? —De la rabia,
Perdiz siente una oleada de calor recorriéndole el pecho.
—No sabe cómo revertir los efectos secundarios —apunta Il Capitano.
—Pero si alguna vez lo averigua —interviene Pressia— podría salvar su propia
vida y… —Mira de reojo a Bradwell; no quiere terminar, pero Perdiz lo capta:
podría deshacer todas las fusiones, hacerlos puros a todos, sin efectos negativos.
—Yo lo único que sé es que es una mensajera, y que tu padre sabía que llamaría
nuestra atención —tercia Bradwell.
—¿Cuál es el mensaje? —pregunta Lyda.
La niña esconde la cabeza tras el brazo de Pressia.
—No pasa nada. No tienes por qué hacerlo.
—Queremos que nos devolváis a nuestro hijo —recita Il Capitano—. La niña es
la prueba de que podemos salvaros a todos. Si ignoráis nuestro ruego, mataremos a
los rehenes, uno a uno. —Cuando acaba se dibuja una cruz celta en el pecho con el
dedo. —¿De dónde están sacando a los rehenes? —se interesa Lyda. Bradwell suspira
y responde:
—Han mandado arañas robot a la ciudad que se han incrustado en el cuerpo de la
gente. Así es como lo han hecho. Si no entregamos a Perdiz, seguirán detonando
arañas y matando a gente.
—¿Ya han empezado? —le pregunta Perdiz a su hermana, que asiente.
De modo que eso era lo que nadie quería contarle. Se siente desfallecer. Lyda
emite un sonidillo. ¿Se ha puesto a llorar? Se niega a mirarla. Si no fuese por su
culpa, ella estaría viviendo una vida tranquila en la Cúpula, haciendo delantales de
Navidad.
—Se están dispersando por toda la ciudad. Vimos a una detonar y cómo
estallaba en pedazos un hombre. ¡Muerto, así sin más! —Il Capitano contrae la cara
como si el recuerdo le doliese—. Y ya antes habíamos encontrado a otra víctima en
el bosque.
—¡Víctima! —apostilla Helmud.
—Los adoradores de la Cúpula han perdido la cabeza con la niña, creen que es
sagrada —les cuenta Bradwell.
—Es que parece pura de verdad —dice Lyda mirando fijamente a Wilda.
—¿Por qué tenemos que seguir utilizando esa palabra? —murmura Bradwell
entre dientes.
Pressia lo fulmina con la mirada.
—Están ofreciendo la salvación y la condena de una tacada.
Il Capitano tiene los codos apoyados en las rodillas; ambos hermanos parecen
pálidos, con un brillo de sudor y ceniza reseca. Perdiz se agacha delante de la niña.
—¿Te metieron en una especie de molde con forma de cuerpo? ¿Te inyectaron
medicinas en el cuerpo por medio de tubos?
La pequeña asiente y hace la señal de la cruz con el círculo en medio.
—¿Y todo salió según lo previsto?
La niña sacude la cabeza.
—¿Qué pasó? —sigue interrogándola Perdiz.
Wilda mira a Pressia, le coge la mano y se la lleva a la barriga. Pressia le palpa
el estómago y de pronto retira la mano, como por instinto.
—La han curado demasiado. —Pressia mira a su hermano—. No tiene ombligo.
A Perdiz le recorre un escalofrío por la columna. El vagón de metro se queda en
silencio por un instante y Wilda abraza a Pressia, que la aprieta contra sí.
Por fin Bradwell le pregunta directamente a Perdiz:
—¿Piensas entregarte?
Perdiz recuerda la sensación que tuvo cuando su madre le dijo que existía un
grupo secreto de personas en la Cúpula que estaban esperando al cisne para
rebelarse, para ponerlo en una posición de poder. En teoría, debía haber liderado
desde dentro. ¿Sería volver a la Cúpula como admitir la derrota?, ¿o por el
contrario le brindaría la oportunidad de gobernar, como su madre pensaba que podía
hacer? Quiere derrocar a su padre, es cierto, y al menos darle a la gente la ocasión
de aspirar a una vida mejor. Pero ¿tiene madera de líder? ¿Por dónde empezar?
Lyda se echa a llorar y gimotea:
—No puede entregarse, tiene que haber otra forma. Tal vez alguien pueda hablar
con su padre.
—Claro, sí, hablar con su padre Como es un hombre tan razonable… —dice
Bradwell con todo el sarcasmo.
—La pobre no quiere mandar a Perdiz a una misión suicida —la defiende Pressia
—, es normal.
Bradwell se pasa la mano por el pelo, frustrado.
—Si a alguien se le ocurre otra alternativa, soy todo oídos. Pero será mejor que
se dé prisa.
Nadie dice nada.
—No es una misión suicida —rompe el silencio Il Capitano—. Willux no va a
matarlo. Si lo quisiera muerto, ya nos habría volado por los aires a todos. Si hay
algo que Willux sabe hacer es destruir.
Perdiz mira a Lyda, que le ha cogido de la mano y se la aprieta con tanta fuerza
que le arden las palmas. Con ella a su lado podría hacerlo, ¿no? Siente que es su
destino y que no hay forma de esquivarlo.
—Ojalá hubiese terminado los mapas. Hay más detalles, detalles cruciales.
Necesitaréis los puntos de entrada a través del sistema de filtrado del aire. Y saber
el sitio por el que salió Lyda, la plataforma de carga que vio y la forma de entrar. Si
tuviese más tiempo, os lo anotaría todo.
—Más tiempo… —dice Il Capitano en un hilo de voz.
—Tiempo —repite Helmud.
—También necesitamos que mires la caja —le pide Bradwell—. ¿No te
acordarás por casualidad de los nombres de los Siete?
—¿De veras tenemos tiempo para eso? —interviene Pressia—. Debemos
llevarlo arriba y entregarlo a las Fuerzas Especiales lo antes posible.
—Si alguna vez logramos derrocar a la Cúpula, salvaremos vidas —responde
Bradwell—. ¿Es que no lo entiendes?
Il Capitano tiene un aspecto horrible, demacrado y dolorido. Con el ceño
fruncido, respira lenta y entrecortadamente.
—A veces la gente está dispuesta a sacrificar su vida por el bien común —dice
este—. No podemos obligar a nadie, pero seguro que habrá muchos que piensen:
«Ojalá nos diesen al menos la oportunidad de luchar». Marca todo lo que sea de
interés y échale un vistazo a la caja. Cualquier cosa puede ser importante.
Lyda
Bola de cristal
Lyda le pasa a Perdiz la caja negra con mucho cuidado, como si fuese un bebé…, o
más bien una bomba. Bradwell está explicándoles que las otras cinco cajas son en
realidad enciclopedias idénticas, bibliotecas gigantes llenas de información. La que
tiene entre las manos, sin embargo, es distinta.
—Ábrela —le dice a Perdiz, que le da la vuelta.
Lyda pasa el dedo por un simbolito que tiene.
—El resto tiene número de serie mientras que esta lleva un copyright sin fecha.
—Podría ser cualquier cosa —replica Pressia—. Déjalos que lo vean sin ideas
preconcebidas.
—O el símbolo de pi. Tres coma catorce, en un círculo.
Lyda se pregunta a qué se refiere. ¿Pi? ¿Qué es eso? Posiblemente una de tantas
cosas que a los chicos les enseñan en la academia y a las chicas no.
—Sea lo que sea, la caja está relacionada con tu madre —le dice Bradwell a
Perdiz—. Tiene que significar algo.
Perdiz mira a Pressia.
—¿Con nuestra madre?, ¿cómo?
—Si dices «cisne» —empieza a decir Pressia, pero Fignan la interrumpe al
encenderse y realizar su ritual habitual.
—Siete, siete, siete…
Perdiz se queda tan sorprendido que dejar caer la caja negra.
Cuando termina de pitar y de todo lo demás, Pressia les explica:
—Quiere que le digamos los nombres de los Siete. ¿Tú te acuerdas?
—No nos los dijo todos —contesta Perdiz.
Lyda ve el fino brazo metálico que se ha desplegado del cuerpo de la caja, con
una punta afilada y brillante.
—¿Qué es eso?
La punta se retrotrae y a toda velocidad penetra la piel de la muñeca de Perdiz,
de donde surge una gotita de sangre. El chico coge a Fignan del brazo y lo alza
como si fuera una rata por la cola.
—¿A santo de qué ha venido eso?
—Es su forma de averiguar quién eres —le explica Bradwell.
—Ten. ¡Lo que me faltaba! —Perdiz le devuelve la caja al otro chico y se
restriega la sangre con la manga.
—¿Qué nombres tenéis? —pregunta Lyda, que se acerca, pero no demasiado: no
tiene ganas de que la pellizque.
—Tenemos a Aribelle Cording, Willux, Hideki Imanaka. Y luego está el que
murió joven, que puede que se llame Novikov —les cuenta Pressia.
—Y Kelly —apunta Perdiz—. Bartrand Kelly y Avna Ghosh. Apunté todo lo
que recordaba de lo que nos dijo mamá.
—Kelly y Ghosh —repite Pressia.
—Van seis. ¿Quién será el séptimo? —pregunta Il Capitano, que parece
atribulado y con un aspecto espectral. ¿Estará enfermo? ¿Tendrá fiebre?
Pressia mira expectante a Bradwell, arqueando las cejas. Es como si estuviese
esperando a que sea él quien diga el nombre, como retándolo. Lyda se pregunta qué
habrá pasado entre ellos.
Bradwell mira hacia abajo.
—Es probable que sea Art Walrond —dice por fin Pressia.
—Dios, espero que no. Si estaba metido en todo esto con tu padre desde el
principio —le dice Bradwell a Perdiz, como acusándolo—, me partirá el alma. Art
no, él no.
—Art —musita Lyda, pensando en las extrañas cosas que Illia dijo sobre echar
de menos «arte». Lyda se pregunta si la malinterpretó—. ¿Echo de menos el arte o
echo de menos a Art?2
—¿De qué hablas? —la interroga Bradwell.
—De Illia. Me dijo que quería morir pero que no había cumplido su misión. —
Lyda se queda mirando la caja que Bradwell tiene entre los brazos—. Me contó una
historia de un hombre y una mujer que estaban enamorados. Él le dio a ella la
semilla de la verdad para que la protegiese. Cuando él murió, ella se convirtió en la
guardiana, y tuvo que casarse con alguien que habría de sobrevivir a las
Detonaciones para que la semilla no pereciera. Y no puede morir hasta que se la dé
a la persona adecuada. Esta mañana he entendido que me ha dicho: «Echo de
menos el arte», como la belleza de las cosas creadas. Pero ¿y si lo que quería decir
era que añoraba a Art, a Art Walrond? Ella es la mujer de la historia. ¿Y si Art
fuese el hombre, e Ingership el marido con el que tuvo que casarse solo para
sobrevivir? ¿Y si la semilla de la verdad es esta caja negra?
—A lo mejor trabajaba para el programa financiado por el gobierno que
almacenaba información en las cajas. Puede que Art la conociera allí…
—Y la utilizase —apunta Bradwell—. Era un casanova.
—No —replica Lyda—, se querían.
—¿Acaso importa? —opina Perdiz.
—A mí sí —repone Bradwell—. ¿Os acordáis que en la granja Illia me dijo que
le recordaba a un niño al que había conocido?
—Tal vez no era un niño parecido a ti —dice Pressia.
—Quizá fuese yo mismo. —Bradwell se deja caer en el asiento. Lyda no sabe
mucho sobre él, pero intenta imaginarse cómo tiene que ser que no quede nadie en
el mundo que te hubiese conocido antes de las Detonaciones, absolutamente nadie.
Una clase de soledad a la que querrías poner fin como fuese. Los pájaros de la
espalda del chico se quedan quietos—. ¿Qué verdad?, ¿qué dichosa verdad quería
Art Walrond que Illia guardase?
Pressia se vuelve hacia Fignan y dice:
—¡Cisne!
Fignan se enciende y dice «siete» siete veces y, nada más empezar a pitar, todos
le van dando nombres: Ellery Willux, Aribelle Cording, Lev Novikov, Hideki
Imanaka, Bartrand Kelly, Avna Ghosh. La caja va aceptándolos todos con una luz
verde.
—Arthur Walrond —dice por último Bradwell.
Y aparece la última de las luces verdes.
Wilda busca la mano de Pressia y la agarra, mientras todos se quedan a la
espera… ¿de qué? Lyda no está segura pero no parece ocurrir nada. Las luces de
Fignan se atenúan.
—¿Eso es todo? —pregunta Pressia.
—¿Cómo? —se extraña Il Capitano, y su hermano lo repite con pena.
—¡No! —exclama Bradwell aturdido—. No puede ser.
—Supongo que será una simple caja —dice Perdiz—. Puede que algunas cosas
del pasado deban permanecer en el pasado.
—Supongo que eso que dices tiene sentido viniendo de alguien que sobrevivió
en una burbujita muy bonita, en un mundo recién pintado y un colegio entrañable,
con tus amigos de la escuela y tu novia querida.
—Calla —dice Perdiz—. No empieces ya a dar lecciones.
—Y yo no soy ninguna «novia querida» —repone Lyda apretando la
mandíbula. Perdiz se queda mirándola. ¿Le ha sorprendido? Parte de ella espera
que sí.
—No tenemos tiempo para discutir —intenta apaciguarlos Il Capitano.
—No —replica Bradwell, que se levanta entonces y se acerca a Perdiz—. ¡Es él!
Fignan no va a contar ningún secreto delante del hijo de Willux, no si Art
Walrond programó la caja.
—A lo mejor confías demasiado en Walrond —esgrime Pressia—. ¿Tú crees
que Fignan sabe quiénes somos y quiénes son nuestros padres? ¡Eso es una locura!
—No, no lo es —dice Perdiz mirándose la muñeca—. Fignan me ha tomado
una muestra de sangre.
—Y a mí también —cuenta Bradwell—. Del pulgar.
—A mí me quitó pelo —dice Pressia, tocándose una zona de piel rala.
Justo en ese momento suenan unas pisadas por encima de sus cabezas.
—Algo me dice que nos estamos quedando sin tiempo —comenta Il Capitano.
Madre Hestra abre la puerta del túnel, baja y les dice:
—Están acercándose.
—¿Quiénes? ¿Las Fuerzas Especiales? —aventura Il Capitano.
Ambos, la madre y el hijo, asienten.
—Y a bastante velocidad.
Perdiz coge el mapa y saca un lápiz.
—Aquí —dice marcando con una X el mapa y dibujando una línea que va hasta
el centro médico, en la planta Cero. Garabatea el número de ventiladores del
sistema, el número de aspas de ventilador, las barreras de los filtros y el intervalo
de tiempo al que se cierran: tres minutos y cuarenta y dos segundos—. Lyda, diles
dónde crees que está la plataforma de carga.
La chica no está segura.
—Creo que aquí. Había una colina y vi un bosque a lo lejos. No sé, un
momento, a lo mejor era aquí…
—Está bien —dice Pressia.
Bradwell guarda los mapas. Se oyen más pisadas por encima y todos dirigen la
vista arriba, como si pudiesen ver a través del techo del vagón y de las capas de
tierra.
Lyda tiene que contarle la verdad a Perdiz: no piensa volver; prefiere vivir y
sufrir allí, en aquel mundo asalvajado para el resto de su vida, que regresar a la
Cúpula.
Perdiz se levanta la camisa y dice:
—No puedo llevar conmigo estos viales. —Con mucho cuidado se los va
despegando de la barriga—. Contienen un ingrediente que creo que mi padre ya
posee, pero de todas formas no quiero que sepa que lo tenemos. Puede que os sea
de ayuda, pero tened cuidado. Con el contenido es posible curar, hacer milagros
como regenerar células y todo eso, pero no tiene medida. —Los envuelve uno por
uno y se los va tendiendo a Pressia—. Ella habría querido que los guardases tú.
Pressia los coge con mucho cuidado.
—Si la cosa se pone fea, y no vuelves —le dice a su hermano—, iremos a
buscarte.
—Gracias.
—Nos quedaremos aquí abajo con la niña hasta que se despeje arriba —decide
Bradwell.
—Ándate con ojo ahí arriba —le advierte Il Capitano.
—Ojo —le dice Helmud.
Perdiz se vuelve y mira a Lyda; la coge de la mano y se la aprieta.
—Lyda y yo no nos separaremos.
Y en ese momento, con esa pequeña secuencia de palabras, Lyda siente que han
sellado su destino. ¿Es capaz de decirle allí mismo, delante de todos, que no
piensa ir con él? Perdiz lo está sacrificando todo ¿acaso ella no es capaz? Se
imagina a las madres instándola a quedarse, pero al mismo tiempo sabe cuál es su
papel, el que le han metido en la cabeza toda la vida. Tiene que ser una compañera,
debe seguirlo.
—No nos pasará nada —dice Lyda mientras se pone la capa.
Y sin más, sigue a Perdiz por el túnel. Al abrirse la trampilla de chapa, por un
instante se ve tan solo un rápido parpadeo de luz que le hace recordar su celda del
centro de rehabilitación y el panel falso por donde se suponía que entraba el sol; a
veces parpadeaba como si pasase por allí revoloteando un pájaro y arrojase una
sombra rápida antes de desaparecer de nuevo. Un pájaro falso, una simple
proyección aleteando delante de un sol falso al otro lado de una ventana inexistente,
dentro de una prisión.
La Cúpula es una jaula, una bola de cristal con nieve, y allí es adonde se dirige.
Perdiz
Lanza
Perdiz coge del tirador y empuja hacia fuera. Cegado por la luz, nada más salir del
túnel oye el chasquido de las armas. Una vez que sus ojos se acostumbran a la
luminosidad, ve que todas le apuntan a él y levanta las manos.
—Tranquilidad —les dice—. Venimos en son de paz.
El viento levanta la tierra y la arremolina a su alrededor. Escruta al grupo en
busca de Silas Hastings y del resto de chicos de la academia de su curso: el rebaño,
como solía llamarlos, Vic Wellingsly, Algrin Firth, los gemelos Elmsford. Va a
costarle reconocerlos de esa guisa, hasta las cejas de potenciación y convertidos en
seres mecánicos; en su interior, sin embargo, tienen que quedar restos de sus yos
antiguos, unos yos que lo odiaban. La última vez que los vio, Vic se ofreció a
partirle la cara y Perdiz le convenció de que no lo hiciera diciendo solo «¿De
verdad?»; y es que todos sabían lo que quería decir: que no era muy inteligente
partirle la cara al hijo de Willux. Se odió a sí mismo por decirlo, pero Wellingsly
se retractó, a pesar de que era más fuerte que él. Ahora posiblemente vaya armado
hasta los dientes.
Lyda aparece a su lado y entrelaza las manos por detrás de la cabeza. Las armas
cambian de dirección y las luces rojas apuntan al pecho y la cabeza de la chica.
Aquello le revuelve el estómago a Perdiz y se acuerda de los láseres que les
señalaban en el bosque cuando mataron a su madre y a su hermano. Vuelve a sentir
la rabia de entonces.
—¿Podéis hacer el favor de bajar las armas? —les grita—. ¡Nos estamos
entregando! ¿Qué más queréis?
—Queremos a los demás —dice un oficial, que se adelanta entonces hasta clavar
la boca del fusil en las costillas de Perdiz.
—¿Qué demás? Estamos solo nosotros. —¿Dónde estará Hastings? Perdiz no
para de escrutar las mandíbulas recias, los cráneos descomunales y las sienes
nudosas, pero ni rastro de su amigo.
—¡Coged a la chica! —grita el oficial, y dos soldados lo obedecen, la agarran y
la apartan de él, como a unos diez metros.
—¡Ella viene conmigo! ¡Es una condición para mi rendición!
—Tú no impones ninguna condición —le dice el oficial—, las ponemos
nosotros. —Acto seguido se inclina sobre la trampilla y grita—: ¡Afuera todo el
mundo!
Tendría que haber sabido que las Fuerzas Especiales no se contentarían solo con
él.
—¿Qué órdenes tienes? —le pregunta Perdiz—. ¿Qué piensas hacer con ellos?
—No le gusta nada la forma en que un soldado está cogiendo de la cintura a Lyda.
El oficial no responde. Otro soldado se adelanta un paso en la fila, con la cabeza
ladeada hacia Perdiz. Es alto y delgado, casi como un insecto palo, igual que Silas
Hastings. ¿Podría ser él?
Perdiz sacude la cabeza como solía hacerlo su amigo y se aparta el pelo de los
ojos. El soldado repite el gesto a pesar de que está rapado. Hastings… Tiene que
ser él. ¿Está ofreciéndole su ayuda?
Conforme los demás van saliendo del túnel, un soldado va empujándolos uno
por uno y poniéndolos en fila. Todos levantan las manos: Il Capitano y Helmud, el
puño de cabeza de muñeca de Pressia, Bradwell, que ha debido de dejar atrás a
Fignan y los mapas.
Perdiz se apresura a hacerse una idea de conjunto… ¿Tienen alguna vía de
escape sus amigos? Más allá de las chimeneas caídas se ve una espiral menuda: ¿un
terrón? Una columna vertebral se eriza y se hunde como una ola de polvo. ¿Dónde
está Madre Hestra con los refuerzos? ¿Ya habrán aprendido los terrones a temer a
las Fuerzas Especiales, igual que a las madres? No quiere que le disparen, pero
tampoco tiene ganas de que le devoren los terrones.
—Tengo derecho a saber qué órdenes os han dado.
Se le acerca el oficial, que a pesar de tener unos muslos enormes y unos
hombros anchísimos, despliega una extraña agilidad.
—¿Quién dice que tengas ningún derecho? —le dice al chico. Este le clava la
mirada en los ojos vidriosos y le dice:
—Lo que sí sé es que mi padre quiere que me llevéis vivo ante él. Muerto no le
sirvo de nada.
Con el afilado hueso del codo, el oficial le propina un golpe en las costillas que
lo deja sin respiración. Perdiz se dobla en dos y casi hinca una rodilla en el suelo,
pero se niega a verse humillado y consigue enderezarse. Coge aire con fuerza y se
llena los pulmones al máximo.
—Ejecutadlos —dice el oficial—. Devolved al prisionero a la Cúpula.
—¿Cómo? ¡No! —Perdiz arremete contra el oficial al tiempo que grita—: ¡Soy
el hijo de Willux, joder! ¡Yo estoy por encima de ti!
El oficial lo empuja con el arma que tiene alojada en el músculo y el hueso de la
mano y del brazo. Perdiz siente como cruje su mandíbula, como un disparo en
plena cara. Se gira y cae en redondo. Desde el suelo oye la voz de Pressia, que dice:
—La niña es pura. La mandasteis vosotros, no podéis matarla.
Perdiz se enjuga la sangre de la boca y ve que Pressia está tirando de Wilda y
acercándola a los soldados. Bradwell e Il Capitano tienen rostros de acero,
indescifrables; como si siempre hubiesen creído que morirían así. Helmud, por su
parte, ha cerrado ya los ojos, entregándose a la muerte.
—La niña ya ha cumplido su función —grita el oficial—. ¡Volved a la fila!
Wilda da un paso hacia atrás.
—Ahora tengo un ejército —le dice Il Capitano—, y vengará nuestras muertes.
—¿Lo estáis oyendo? —grita Perdiz—. ¡Por favor, parad! ¡Vamos a discutirlo
con calma!
Acto seguido intercambia una mirada con Lyda, que ha bajado los brazos y está
abrazándose las costillas. Espera ver terror pero distingue algo más en su mandíbula
apretada y sus brazos tensos: no está asustada, está furiosa.
El oficial mira fríamente a Perdiz y les dice a los soldados:
—A la de tres.
—¡Madre Hestra! —grita Lyda.
Bradwell intenta entretenerlos:
—Un momento, podemos seros útiles. Tenemos información…
El oficial hace oídos sordos.
—¡Uno!
—¡Dios! —grita Perdiz, que carga entonces contra un soldado y lo embiste.
El soldado lo esquiva, lo agarra de un brazo y le estampa la cabeza contra el
suelo. Con el afilado metal del arma contra la tráquea, Perdiz forcejea y se
contorsiona en su intento por levantarse.
—¡Dos!
—¡A la niña no! —grita Pressia—. ¡A ella no!
Y acto seguido se oye un tiro. ¿Un soldado disparando antes de que el oficial
llegue a tres? ¿A quién le han dado? El soldado que tiene agarrado a Perdiz se cae a
plomo sobre él después de que una bala le haya trepanado el cerebro. El chico
intenta zafarse del cadáver, pero se produce un intercambio de tiros y todo el mundo
se dispersa. Bradwell, Pressia y Wilda corren a ponerse a cubierto al otro lado de la
montaña de tierra. ¿Y Lyda e Il Capitano? No los ve. Las balas surcan el aire.
Perdiz se parapeta en el soldado muerto con la esperanza de que le escude de las
balas. Alcanzan a otros dos soldados, que caen al suelo.
El resto de Fuerzas Especiales se tiran al suelo y devuelven los disparos
apuntando hacia las chimeneas. En un principio Perdiz cree que se trata de las
madres, que han llegado con refuerzos y con sus cuchillos, sus dardos de jardín y
sus lanzas, pero los soldados están siendo abatidos con armas de verdad,
automáticas.
Perdiz ve por fin a Lyda, que se ha soltado y está escapando de los soldados.
Uno de ellos la ve entonces, corre hacia ella y la coge de la capa, que se le desgarra
y cae, dejando a la vista una lanza casera. Ha debido de volver a por ella mientras él
estaba saliendo del túnel. Lyda la saca, la agarra con fuerza por el mango y se la
clava al soldado en plena garganta. La pistola que tiene el soldado en un brazo deja
escapar una ráfaga de balas que riegan la tierra.
Perdiz se ha quedado sin palabras. Lyda mira a su alrededor, con cara fiera y el
pelo arremolinado por el viento, y luego se vuelve y sigue corriendo hacia las
cárceles derrumbadas. ¿Por qué? El chico no lo sabe, pero no piensa dejarla sola
ahí fuera, es demasiado peligroso.
Mira por encima del hombro y se dispone a echar a correr cuando distingue las
siluetas de unos cuerpos pequeños y pálidos que corren como rayos entre las ruinas
de las chimeneas y disparan con precisión de francotirador. El horizonte está ahora
cubierto de terrones que surgen de la tierra: han olido a muerte y han venido a darse
un festín.
Bradwell sale corriendo hacia la trampilla que da al túnel, la abre y se cuela en el
interior; con toda seguridad va a por Fignan y los mapas.
Perdiz sale de debajo del soldado muerto y echa a correr, sus botas aporrean con
fuerza la tierra reseca. Qué bien sienta correr a esa velocidad…
Pero entonces recibe un impacto en la nuca y se cae hacia delante apoyándose en
las palmas. Sobre él tiene a un soldado que, con su cráneo aumentado y sus
mandíbulas prominentes, se inclina sobre él y le dice:
—Ahora sí que te partiría la cara. ¿Qué te parece?
Vic Wellingsly. Perdiz lo mira a los ojos y le dice:
—No sabía que los perritos falderos de la Cúpula tuviesen tan buena memoria.
Wellingsly le pega una patada en la barriga y lo deja sin aire. No va a ser una
pelea justa: su rival ha recibido una potenciación increíble, y eso que ya era
corpulento de por sí. Le pega un puñetazo al suelo junto a la cara de Perdiz y le
pregunta:
—¿Cómo saliste?
—¿Qué? —masculla Perdiz.
—Yo quería salir, todos queríamos. Y ahora mira en lo que me han convertido.
—Yo no he tenido nada que ver. Yo nunca quise…
Wellingsly, sin embargo, no está escuchándolo y vuelve a hundir el puño contra
el suelo. Perdiz aprovecha para rodar hacia la izquierda y justo entonces el soldado
recibe un impacto por detrás y cae noqueado al suelo. Es Hastings, que se queda
mirando a Perdiz sin decir nada.
—Gracias —le dice este.
Hastings asiente con la cabeza, como diciéndole: «Vamos, huye».
Corriendo todo lo rápido que puede, Perdiz mira hacia atrás y ve que Wellingsly
se pone de rodillas a duras penas y arremete contra Hastings, que forcejea con él
hasta devolverlo al suelo. Se están peleando como críos, en un borrón de puños y
polvo suspendido en el aire, a toda velocidad, en una lucha encarnizada.
Perdiz sigue corriendo. Los terrones están acercándose al meollo de la pelea,
atraídos por la sangre. Ve ante él las dos cárceles derruidas y una figura que
atraviesa los escombros ágilmente: es Lyda.
Mira hacia atrás una vez más y ve que los terrones se han alzado con toda su
monstruosidad y llenan el paisaje de arena, tierra, dientes y garras.
No puede quedarse mirando. Llama a Lyda por su nombre pero la chica no se
vuelve.
Entre los edificios de las dos cárceles, al resguardo de las Detonaciones, se
levantan los restos esqueléticos de una casa.
Una casa solitaria, medio inclinada y sin tejado.
Lyda traspasa el umbral y se pierde en la oscuridad del interior.
Pressia
Chimenea
Niños de sótano, demasiados para contarlos. Y van pertrechados con armas de
verdad. No han venido en misión de rescate: andan a la caza del monstruo de la
quinta pantalla, de las Fuerzas Especiales. Pressia contempla cómo van
deshaciéndose uno por uno de los soldados, mientras los terrones acechan y baten
sus garras. Está escondida con Wilda detrás de las chimeneas medio derruidas, que
tienen un extremo desgajado, hecho añicos como una gran bombilla.
Il Capitano la llama por su nombre.
—¡Aquí! ¡Estamos aquí! —le responde Pressia.
Su amigo aparece con su hermano por un extremo de la chimenea; cojeando, se
acerca y clava una rodilla en el suelo.
—¿Dónde está Bradwell? —pregunta.
—Ha ido a por Fignan y los mapas. Estamos esperándolo.
—Deberíamos salir de aquí mientras podamos. Yo llevo a Wilda. Bradwell sabe
hacia dónde vamos, ya nos seguirá.
—No podemos dejarlo aquí —le dice Pressia, que mira hacia el otro lado del
polvoriento y estrepitoso campo de batalla—. Por cierto, ¿qué te pasa en la pierna?
—No es nada, una vieja herida que ha vuelto para atormentarme.
—¿No habías dicho que te había dado un calambre en el gemelo?
—Pero era por la herida esa —le explica, y tose a continuación contra la parte
interior del codo—. Este aire…, aquí si no nos asfixia un terrón, lo hará el aire.
Está ocultando algo. Mira a Helmud, que la contempla de hito en hito,
asustado.
—Asfixia —dice—. Asfixia.
Pressia le mira la pierna a Il Capitano.
—Tienes sangre por el pantalón. Que yo sepa con los calambres no se sangra.
Alarga la mano para tocarle la pierna pero el otro se echa hacia atrás.
—Déjalo, no es nada.
—¿Nada? —pone en duda Helmud.
—Tienes que enseñármela —insiste la chica.
Il Capitano sacude la cabeza y alza la vista al cielo al tiempo que suelta una
exhalación profunda. Y entonces Pressia lo entiende: tiene una araña.
—No… —susurra.
Il Capitano asiente.
—¿Llevas con ella desde la ciudad?
—Sí, me pilló justo delante del camión.
—Me pilló —repite Helmud; si su hermano explota, él irá detrás.
A Pressia se le encoge la garganta.
—¿Cuando me salvaste?
Al ver que el otro aparta la mirada, Pressia comprende en el acto que fue
entonces, y la culpa se apodera de ella y la corroe. Alarga la mano y la pone sobre
el pecho de Il Capitano, justo por encima del corazón.
—¿Cuánto tiempo os queda?
—Unas dos horas. Suficiente para llegar al puesto médico de avanzada.
La oleada de culpabilidad no tarda en ser superada por la rabia.
—¡Hemos desperdiciado un tiempo precioso! ¡Podríamos haberte llevado al
médico del cuartel! Podríamos haber salido de la ciudad enseguida y…
—No —replica Il Capitano—. Os habría distraído a todos, habríais perdido el
tiempo…
—Pero… —Pressia repasa todas las decisiones que han tomado en el vagón de
metro—… tú has sido quien me ha convencido para que les dejásemos más tiempo
a Perdiz y Bradwell para averiguar juntos lo de la caja y acabar los mapas…
—Como dije antes, a veces hay gente dispuesta a sacrificar la vida por el bien
común. Y es cierto.
Se siente furiosa con él.
—Pero todavía hay tiempo, ¿no? Tenemos que llevarte…
La frase se ve interrumpida por una explosión descomunal. El extremo de la
chimenea en ruinas explota hecho añicos en una nube de polvo. Pressia se ve
impulsada hacia atrás y acribillada por docenas de trozos de cemento y mortero del
tamaño de un puño, al tiempo que se le escapa de golpe el aire de los pulmones.
Todo sonido es silenciado. Las Fuerzas Especiales están sacando la artillería
pesada. Se pasa unos dedos nerviosos por los viales: siguen intactos. Se echa
bocabajo y mira a su alrededor. Está todo lleno de humo y polvo.
—¡Wilda!
—¡Aquí! —Il Capitano la tiene cogida en brazos y la protege con su cuerpo.
Otro estallido hace temblar el suelo que los separa.
—¡Corred! —chilla Pressia—. ¡Llévatela de aquí!
Il Capitano se pone de pie y la chica le grita:
—¡Volveremos a vernos! ¡Esto no se acaba aquí! —No es posible.
Su amigo le devuelve una sonrisa triste, se vuelve y echa a correr como puede
con la pierna mala. Mientras se alejan a través del humo, Helmud levanta un brazo
escuálido para decirle adiós.
Siente como si se le fuese a desgarrar el pecho en cualquier momento. La araña
se le clavó mientras la salvaba a ella, y ahora, ¿cuánto tiempo le queda? Intenta
recordarlo, tiene que concentrarse. Parpadea para contener las lágrimas y contempla
la escena de lucha.
Bradwell. ¡Tiene que encontrarlo!
¿Y dónde están Perdiz y Lyda? ¿Ya se los han llevado a la Cúpula?
Corre hasta el otro lado de la chimenea en ruinas pero le pesan las piernas. A
unos sesenta metros hay un pequeño grupo con un movimiento frenético. Al
principio cree que se trata de un amasoide pero luego comprende que son un
puñado de niños de sótano que han arrastrado hasta allí a un recio y musculoso
soldado de las Fuerzas Especiales muerto. Lo están destripando y desguazando de
armas y repuestos. Siente asco, este mundo le repugna.
Bradwell. ¿Dónde se habrá metido? ¿Piensa volver alguna vez? ¿Y si lo han
matado? Muerto.
A lo lejos los niños de sótano se ponen a discutir por lo que queda del soldado
desguazado. En ese momento pasa silbando por en medio de la llanura algo
pequeño y afilado que restalla contra el suelo.
Un dardo de jardín.
Y otro.
Han llegado las madres, que se han parapetado al otro lado de la trampilla.
Lanzan una lluvia enloquecida de dardos, lanzas y flechas. ¿Por qué este ataque
repentino? Pero entonces lo comprende: están cubriendo a Bradwell, que corre
ahora hacia ella a través del polvo, con Fignan debajo de un brazo y los mapas
enrollados bajo el otro. Vivo. El pecho se le hincha de repente, lleno de…
¿alivio?, ¿felicidad?
—¡Bradwell! ¡Aquí! —le grita.
Las balas gimen y estallan al dar contra la chimenea caída. El chico tiene las
cejas llenas de polvo y la cara manchada de mugre. Pressia siente un gran alivio.
Pero entonces cae al suelo. ¿Lo habrá alcanzado una bala? Sigue con Fignan y
los mapas bajo los brazos, pero un terrón lo tiene agarrado por una pierna y está
clavándole la garra en el tobillo. Pressia corre hacia él todo lo rápido que puede,
mientras Bradwell le pega fuertes puntapiés al terrón con la bota que tiene libre, al
tiempo que clava los codos en el suelo para no verse arrastrado.
Pressia saca su cuchillo y lo hunde en el rizo de costillas que suben y bajan, en
todo el corazón del terrón. Se oye un grito gutural seguido de un siseo cuando le
quita la hoja del cuerpo.
A continuación ayuda a Bradwell a incorporarse, mientras justo entonces los
restos de la chimenea vencida estallan y caen como lluvia. La artillería es
ensordecedora.
Corren hacia unos árboles que hay a lo lejos, en el bosque por el que se va al
río, y consiguen llegar a un antiguo edificio auxiliar de la prisión con cimientos de
hormigón. Se detienen para coger aire.
—Il Capitano y Helmud —masculla Pressia—. Una araña. En la pantorrilla.
Solo les quedan dos horas.
—¿Por qué no nos…?
—No quería distraernos.
—¿Dónde está? ¿Dónde está Wilda?
—Se la ha llevado al puesto de avanzada, al otro lado del río.
—El río… Pressia nunca ha ido tan lejos—. Me dijo que tú sabías cómo ir.
—Más o menos.
—¿Crees que lo lograrán? —Ha mentido cuando le ha dicho a Il Capitano:
«Volveremos a vernos. Esto no se acaba aquí». A él y a sí misma. Y él lo sabía,
recuerda su mirada de resignación. Con su hermano a cuestas durante todos estos
años, siempre ha aceptado la verdad de su vida, y ahora estaba haciendo lo mismo
con la de su muerte—. Lo hemos perdido —dice y siente como si fuese una parte
de ella lo que hubiese perdido para siempre.
No era consciente de lo vacía, vulnerable y desorientada que le dejaría la idea de
perderlo. Se lleva la mano a la garganta y mira hacia el otro lado del terreno
polvoriento, donde el humo lo ha cubierto todo.
—¿Il Capitano? —dice Bradwell—. Yo que tú no contaría con ello.
Lyda
Bronce
La casa está apuntalada por una chimenea por un lado y por el otro por una
escalera. Las paredes exteriores han desaparecido en su mayor parte y han dejado la
casa a la intemperie. Hay un piano sin teclas, cuerdas ni pedales: parece una carroña
destripada. Oye a alguien por detrás y se vuelve para descubrir que se trata de
Perdiz, de él única y exclusivamente. Están a solas.
—¿Nos han seguido? —le pregunta. El corazón le late a todo trapo pero, por
alguna extraña razón, se siente tranquila.
—No lo creo. —Perdiz pone la mano en un marco de ventana agrietado—.
Puede que fuese la casa del vigilante. Algunos vivían cerca de las cárceles, en casas
grandes y hermosas.
Lyda hace un esfuerzo por imaginarse hermosa aquella casa desolada.
Suben las escaleras, que han sobrevivido a un incendio, tal y como se deduce
por las manchas de hollín negro de las paredes. El pasamanos está caído sobre las
escaleras, inservible ya, y la capa sedosa de ceniza hace que los escalones resbalen.
—¿Adónde vamos? —le pregunta Perdiz.
—Arriba.
En la tercera planta no hay más techo que el cielo. «Un tejado de aire», piensa.
Lyda echará de menos el cielo, incluso uno ensombrecido como ese. Y el viento, el
aire y el frío… Las paredes están prácticamente derruidas y en la habitación no hay
nada salvo una base de cama de bronce, alta y con dosel. Aquel armazón es un
pequeño milagro; del colchón, las sábanas, la manta o los faldones no queda rastro,
se fueron con el tejado o con la rapiña. Pero la estructura de bronce recubierta de
hollín ha permanecido allí intacta.
Lyda frota la bola de bronce de una esquina y ve su propio reflejo y, por detrás a
Perdiz, redondeado.
—Parece un regalo —comenta.
—A lo mejor es por Navidad —contesta el chico.
Pasa por encima del marco de la cama, se queda en el hueco del colchón y dice:
—Puede ser.
Después se sienta y, a cámara lenta, se echa hacia atrás como la que se recuesta
entre mantas mullidas.
—¿Y cómo vamos a regresar ahora a la Cúpula? —le pregunta Perdiz.
Lyda no quiere hablar del tema en esos momentos.
—Tenemos que esperar a que se acabe la batalla. No podemos hacer nada hasta
que desaparezcan los soldados y los terrones. —Sonríe y añade—: Hay que mullir
las almohadas.
Perdiz pasa al hueco del colchón y hace como que coge una almohada, le da
unos golpecitos para ahuecarla y se la tiende a Lyda.
—Compártela conmigo —le dice esta, haciendo como que la pone encima de la
cama.
El chico se recuesta a su lado y, codo con codo, se quedan mirando las nubes.
Perdiz se gira hacia ella y le dice:
—Lyda
Y ella lo besa, porque no quiere oír nada de lo que tiene que decirle. Están en
este mundo ventoso en una casa sin techo sobre una cama que ya no es una cama.
No hay ni carabinas de la Cúpula ni madres que los vigilen, están solos. Nadie
sabe dónde se han escondido, absolutamente nadie. Ni siquiera tienen por qué
existir: están en medio de una fantasía.
Siente la boca de Perdiz en la suya y luego en el cuello. Su aliento caliente hace
que le recorran escalofríos por la piel.
Se quita el abrigo. Están los botones delicados y pequeños de sus camisas, y
luego ya no están. Cuando la piel del chico roza la suya, le sorprende lo caliente
que está. ¿Cómo puede existir tal calidez con aquel viento tan frío?
Se abrigan con la cazadora de él. Frotan los cuerpos entre sí, y le sorprende lo
bien que sienta todo: los labios de él en la oreja, el cuello, los hombros. Se siente
acalorada, y no solo por las mejillas sino por todo el cuerpo. Es más, ¿cuál es la
diferencia entre su cuerpo y el de él? Es todo una amalgama de carne, recorrida por
un hormigueo como si acabase de nacer.
La pátina de cera del suero se vuelve pegajosa. ¿Es eso lo que se supone que
hacen marido y mujer? Piensa en las clases de higiene de la academia femenina:
«Un corazón feliz es un corazón sano». Aunque nada le contaban del sexo ni el
amor, algo sabe, por lo poco de ciencias que se les permitía saber a las chicas, y
por lo que algunas madres susurraban a sus hijas y estas a su vez a sus amigas, un
boca a boca tan dilatado que cualquiera sabía lo que era verdad y lo que era mentira.
Perdiz se quita el resto de la ropa y Lyda lo imita. No les queda nada sobre la
piel. ¿Está ocurriendo de verdad? Se han quedado por fin a solas, sin nadie que los
vea ni los vigile, y siente algo parecido al hambre, aunque no es exactamente eso.
Le encanta sentir los labios de él en los suyos. Le pasa la mano por el pelo y lo
rodea con brazos y piernas.
Perdiz se echa hacia atrás y la mira sorprendido, casi asustado.
—¿Estás segura? —le pregunta.
No sabe a qué se refiere. ¿Si está segura de volver a la Cúpula con él? No sabía
que tuviese otra opción. Aunque claro que la tiene, no está en la academia
femenina: esto son la tierra y el cielo reales y ella una moradora de ellos. Tal vez
pueda quedarse, pero no quiere fastidiar el momento contándole que si no es
obligatorio, no volverá.
—Sí, seguro. —Ya se lo explicará luego. ¿Por qué desperdiciar un tiempo
precioso?
Y entonces entra en ella; siente un dolor agudo y breve y luego una presión, una
expansión de sí misma, y deja escapar un jadeo.
—¿Quieres que pare? —le pregunta.
¿A eso se refería?, ¿a si estaba segura de hacer «aquello», algo de lo que solo
sabe por rumores, historias de gruñidos animales, maridos, sangre y bebés?
Debería decirle que pare pero en realidad no quiere. Su piel, sus labios y sus
cuerpos… ¿dónde acaba el de él y empieza el de ella? Están fusionados, esa es la
imagen que le viene a la cabeza: ambos son puros pero fusionados entre sí. En ese
momento lo ama, y todo le resulta tan cálido, húmedo, fascinante y nuevo que no
quiere que termine.
—No pares —le susurra.
¿Y si esa es la última vez que se ven antes de separarse para siempre? Ahora que
sabe que no lo acompañará se siente tan triste como liberada. Quiere ser su mujer,
aunque solo sea en aquel momento, pues puede que sea el único que van a tener.
—Te quiero —le dice Perdiz—. Y siempre te querré.
—Y yo a ti —responde Lyda; le gusta cómo ha sonado.
Está segura de que hay sangre, y también de que aquello está mal pero, al
mismo tiempo, no quiere hacer nada distinto. Perdiz se estremece y deja escapar un
sonido suave; a continuación la atrae hacia él y la abraza con fuerza.
Lyda se queda mirando el cielo que hay más allá de las espaldas del chico, las
nubes que surcan el cielo y la ceniza arremolinada, y se imagina viendo a los dos
desde arriba, por encima de la casa sin techo, dos cuerpos engarzados en medio de
una cama hueca con dosel.
Ya lo echa de menos, ya lo añora. Perdiz se va a ir y ella se va a quedar. ¿Qué
será de los dos el uno sin el otro?
—Adiós. —Lo ha dicho en voz tan baja que no sabe si él la habrá oído o no.
Il Capitano
Canta, canta, ¡canta!
Van serpenteando colina arriba entre árboles y más árboles. Il Capitano oye el río,
casi lo huele, mientras sigue a Wilda, sin parar de escrutar por doquier, a pesar de
que tiene la vista nublada por el sudor y el maldito dolor, que intenta invocar el
viejo suplicio de las Detonaciones, pero lo manda callar. Algunos fueron
pulverizados tan rápidamente que sus cuerpos apenas dejaron una mancha oscura;
otros se calcinaron sin más. Después de las Detonaciones encontró a una mujer en
su patio doblada sobre las jaulas de conejos derretidas, una estatua de carbón
compacto; cuando alargó la mano y la tocó, con la esperanza de que se volviese
para mirarlo, en lugar de eso, a la mujer se le desgajó un trozo de hombro que cayó
al suelo en una nube de ceniza y él se quedó con los dedos manchados de gris.
Había tenido suerte de no quedar calcinado, y también de no haber bebido de la
lluvia negra a pesar de estar muriéndose de sed. Encontró un viejo depósito de agua
y Helmud y él bebieron de ahí; por eso no murió como muchos al cabo de unos
días podrido por dentro. Ambos enfermaron y estuvieron débiles durante un
tiempo, pero comieron mandarinas en lata, como las que su madre solía ponerles de
postre, con manzana y coco rallado por encima.
El dolor está abriéndose camino por todo su cuerpo, y ahora siente una opresión
en el pecho, con el corazón a toda máquina. Tiene que apoyarse en una gruesa rama
de abeto para no perder el equilibrio. Recuerda otro tipo de sufrimiento, como el de
perder a alguien. Su madre. La bolsita de coco rallado, grumoso en los dientes y
dulce en la lengua.
Gruñe y Helmud lo imita.
Il Capitano toca a la niña en el hombro y le dice:
—Por allí.
Dejan atrás abetos y más abetos, hasta que por fin aparece la brecha del río, que
por esa parte es demasiado profundo pero que algo más arriba puede vadearse. Van
siguiendo la orilla hasta que Il Capitano se detiene y le dice a Wilda:
—Tendré que llevarte en brazos.
La niña lo mira y le tiende las manos. Cuando la aúpa siente un dolor brutal;
con todo, resulta extraño pero en cuanto la pequeña se agarra a su pecho, encuentra
un nuevo equilibrio, un contrapeso a Helmud en su espalda. El agua está gélida y
no tarda en colársele por las botas y más arriba, por el pantalón. En cuanto el frío
helado llega a las heridas provocadas por la araña robot, se pregunta si el agua
puede acabar con el bicho; a lo mejor es tan simple como eso.
Aquel pensamiento le sirve de estímulo para llegar hasta la otra orilla, donde
apea a Wilda y luego se mira la pantorrilla. Cuando la niña está distraída, se sube
la pernera del pantalón, que ha quedado ennegrecida por la sangre reseca. Siente
tales pinchazos en los ojos que tiene que parpadear y entornarlos. El agua no ha
podido con ella; en el cronómetro se sigue leyendo: «1:12:04… 1:12:03…
1:12:02».
Queda poco para que oscurezca del todo, con el sol escondiéndose entre los
árboles.
—Helmud —le dice a su hermano—, voy a intentar llegar, pero si no lo consigo
tenemos que llevar a la niña a…
—No —le dice Helmud, y esa es una de las pocas veces en que Helmud no hace
de eco.
Su hermano parece saber que tiene intención de tirar la toalla y quiere evitarlo.
Aquello pasa pocas veces, pero cuando ocurre lo llena de vida, porque es como si le
devolviesen a su hermano, al muchacho que enterraba armas con él, el chaval
avispado que además cantaba.
—Vale —concede Il Capitano. Lo cierto es que si él muere su hermano también.
Quiere contarle lo que está pasando, decírselo en voz alta, aunque solo sea para que
alguien le ayude a sobrellevar la carga emocional. Pero Helmud ya sabe lo que se
están jugando.
En realidad, si no hubiese sido por él, es probable que Il Capitano no hubiese
llegado hasta allí; ya se habría rendido si no tuviese a nadie a quien proteger,
aunque fuese de aquella forma retorcida suya, con ese amor-odio típico de él.
Se aparta del árbol donde está apoyado y sigue en camino. Tiene que conseguir
al menos llegar a salvo al puesto de avanzada, antes de que explote la araña. Le
gustaría llegar con tiempo para intentar desactivarla pero lo más probable es que la
detone en el intento y los mate a los dos.
Wilda lo mira expectante.
—No queda mucho. Tenemos que seguir la linde del bosque, bordeando el
prado, y por último torcer a la derecha. Después de eso veremos el tejado del
puesto.
La niña se adelanta por el sendero estrecho y él la va siguiendo como puede.
Cada paso es más martirizante que el anterior y cada vez se va quedando más atrás.
Tal vez debería dejar que siga ella sola; quizás eso sea todo lo lejos que puede
llegar.
Las rodillas le fallan entonces, se tambalea y se coge a un árbol. Se deja caer y
aterriza con la pierna mala estirada hacia un lado. Helmud se agarra con fuerza del
cuello.
Wilda vuelve corriendo hasta ellos.
—Vas a tener que echar a correr tú sola —le explica Il Capitano—. Y no vayas a
volverte. —Le preocupan los soldados de la ORS que vigilan el puesto: si la oyen
correr, abrirán fuego—. ¿Sabes cantar?
La pequeña se encoge de hombros.
—Ve cantando el mensaje mientras corres, canta durante todo el camino. ¡Canta!
La niña se da media vuelta y echa a correr entre los árboles, sorteando los
arbustos. Il Capitano ve destellos del vestido entre la espesura que al poco
desaparecen. No está cantando.
—¡Canta! —le grita con todo el aliento que le queda—. ¡Canta o te dispararán!
—¡Te dispararán! —reverbera Helmud. Aunque, en realidad, puede que le
disparen igualmente.
Por Dios, sigue sin cantar. «Canta, canta, ¡canta!», le ruega Il Capitano para sus
adentros.
Y justo cuando asume que la pobre no puede, se oye una voz, límpida, dulce y
melódica:
—¡Queremos que nos devolváis a nuestro hijo! —canta Wilda, y le recuerda la
voz de Helmud de pequeño, en el Antes, la voz angelical. A veces hacía llorar a su
madre—. ¡La niña es la prueba de que podemos salvaros a todos! —Wilda sostiene
la última nota, que reverbera por los árboles.
Il Capitano cierra los ojos y se deja llevar por la canción. «Queremos que nos
devolváis a nuestro hijo»… Y él también quiere que lo devuelvan, al coco y las
mandarinas, a su madre mezclándolo todo en una fuente. Devolver, devolver. Siente
un tirón en el pantalón. «Me duele —le diría a su madre si estuviese allí—. Me
duele mucho.»
Abre los ojos como un resorte y ve por un momento la cara de Helmud
cabeceando en su campo de visión. Su hermano está tramando algo a sus
espaldas… Y entonces lo oye abrir la navaja con un chasquido y ve la hoja
destellante.
—No, Helmud, por Dios, no —acierta a decir Il Capitano entre gruñidos de
dolor—. ¿Crees que puedes quitarme con eso la araña de la pierna, como si fuese
un trozo de madera que pudieses tallar?
—Como si fuese un trozo de madera —dice con toda la calma Helmud.
—Es demasiado peligroso. ¿Y si activas el explosivo? ¿Y si…?
—¿Y si…?
Tiene razón, no hay nada que perder.
—Santo Dios, Helmud…
—¡Dios Helmud!
Por una vez su vida está en manos de su hermano, y no hay más vuelta de hoja.
—La niña se ha alejado ya, ¿verdad? No quiero que nos vea.
—La niña se ha alejado.
Il Capitano deja caer la cabeza.
—Vale.
Helmud se contorsiona a su alrededor. Tiene los brazos lo suficientemente largos
para aplicar presión sobre el tobillo de Il Capitano y agarrarlo con fuerza. Siente una
brisa y al punto un dolor tan agudo que tiene que pegar un puñetazo contra el
suelo.
—¡Mecachis! —grita Il Capitano.
Esta vez su hermano se queda con solo una parte de la palabra:
—Chis, chis, chis. —Y sigue escarba que te escarba…
Pressia
Río
En cuanto se adentran lo suficiente en el bosque, Bradwell le dice:
—Vamos a probar otra vez.
—¿A probar el qué?
—Con Fignan. —La caja negra les ha ido siguiendo a buen ritmo valiéndose de
una combinación de ruedas y brazos largos para superar el terreno abrupto—. No
dejo de darle vueltas. Quiero que volvamos a decirle los siete nombres sin Perdiz
delante, solo nosotros.
—Vale —le dice Pressia—, pero esta vez procura no…
—¿Que procure no qué?
La chica iba a decirle que no depositase sus esperanzas en Fignan pero se ve
incapaz. Con esa voz tan apasionada y esa mirada tan poderosa, ¿cómo va a decirle
que no se haga ilusiones? ¿Cómo va a decirle a nadie, allí en medio de aquel paraje
desolado, que no se ilusione?
—Nada. Venga, vamos a intentarlo.
Cada uno se arrodilla a un lado de Fignan.
—Cisne —dice Bradwell.
Y cuando Fignan termina su letanía de «sietes», Bradwell recita a toda prisa los
nombres.
—Aribelle Cording, Ellery Willux, Hideki Imanaka, Lev Novikov, Bartrand
Kelly, Avna Ghosh y Arthur Walrond. —Después de que se encienda una luz verde
con cada nombre, el ojo de la cámara asoma por encima de la caja y mira a
Bradwell y luego a Pressia—. Nos conoce. Tiene que estar comparando nuestras
caras con las muestras de ADN que tomó —dice Bradwell.
El motor interior de Fignan renquea, como si tuviera un problema en el
procesador interno.
—Coincidencia: Otten Bradwell y Silva Bent. Varón —dice por fin—.
Coincidencia: Aribelle Cording y Hideki Imanaka. Hembra.
—Somos nosotros, ¿lo ves?
Pressia está aturdida.
—Acceso concedido. Reproduciendo mensaje para Otten Bradwell y Silva Bent.
En el acto surge en espiral una cinta de luz parpadeante desde Fignan que se abre
en un cono que ilumina el aire y, de paso, las motas de ceniza que cabalgan en el
viento.
—¡Ha funcionado! —exclama Pressia asombrada.
—Te lo dije.
En colores parpadeantes va apareciendo una cara, una que Pressia no reconoce, la
de un hombre de unos treinta y tantos años con cabello revuelto y bigote rubios
que no para de parpadear, como si estuviese demasiado nervioso para dormir y
llevase sin pegar ojo varios días.
—Si estáis viendo esto, significa que sois gente en la que confío; o bien
miembros de los Siete en quienes todavía tengo fe, o Silva y Otten, a quienes les
confiaría mi vida. —Hace una pausa, se lleva la mano al pecho y luego aparecen
lágrimas en sus ojos—. Y que estáis vivos.
Bradwell se acerca más a la cara del hombre. Parece aturdido, como si estuviese
viendo un fantasma.
Pressia le tira de la manga y le pregunta:
—¿Es Walrond?
Sin dejar de mirarlo, el chico asiente y murmura:
—Sí, el mismo.
—Es probable que cuando veáis esto ya haya muerto. Y puede que el mundo
entero conmigo. Quizá nada de lo que estamos intentando hacer llegue a funcionar,
pero había que intentarlo. Y la caja lo sabe —prosigue Walrond—. Siento lo de la
muestra de ADN, pero se trata de una barrera más de seguridad, no me ha quedado
más remedio. —Mira a su alrededor con los ojos empañados. Sale por un momento
del encuadre, tal vez para buscar algo o a alguien, con mucha cautela, pero al poco
vuelve—. Esta caja contiene todas las notas desde el origen de todo, desde que se
crearon los Siete, con todas las ideas de Ellery, toda su locura. —Cruza los brazos
por delante del pecho y continúa—: Uno no decide de la noche a la mañana
convertirse en genocida. Hay que prepararse para semejante acto de aniquilación, y
no me cabe duda de que Ellery así lo ha hecho, y todavía está en ello. Pero empezó
bastante joven, yo ya lo conocía por entonces. Podría haber hecho algo, pero no he
sido consciente hasta ahora, al echar la vista atrás. Lo más irónico es que mató a la
única persona que podría haberlo salvado.
Bradwell tiene los ojos llenos de lágrimas, pero no está llorando. Quería a
Walrond, y se ve el dolor grabado en su rostro.
—Está todo aquí, la caja os conducirá hasta la fórmula —sigue hablando
Walrond.
La fórmula. Walrond la tenía y puede llevarlos hasta ella… Pero ¿será todavía
posible, después de tanto tiempo?
—Es una misión complicada, porque no podía arriesgarme a ponerlo demasiado
fácil. Y ojo, si llegáis a un punto muerto de la búsqueda, recordad que yo conocía
la mente de Willux como nadie, que leí cuidadosamente sus notas y que tenía que
pensar en el futuro. La caja no me parecía lo suficientemente segura, por eso no
podía almacenarlo todo aquí sin más. Si sabéis cómo piensa Willux (y todos lo
sabéis, pues se convirtió en el trabajo de nuestra vida, intentar dilucidar cuál sería
su siguiente paso), como decía, con solo pensar en su mente, en su lógica,
entenderéis las decisiones que he tenido que tomar. Y cuando lleguéis al fondo,
veréis que la caja no es una caja, sino una llave. Recordadlo: la caja es una llave y
el tiempo es crucial. —Vuelve a salir del campo de visión. ¿Tiene una ventana
cerca? ¿Estaría mirando si venía alguien a por él? Cuando vuelve dice—: Cada vez
los siento más cerca. Nos estamos quedando sin tiempo. Si estáis escuchando esto,
quiere decir que todos nuestros intentos han fracasado. —Parece a punto de reír…
¿o es más bien un gemido? Pressia no sabría decirlo. Walrond respira agitadamente
y continúa—: Bueno, al fin y al cabo, Willux es un romántico, ¿no os parece?
Quiere que la historia de sus glorias perdure en el recuerdo. Espero que alguno de
vosotros oigáis esto y que le pongáis fin a esa historia. Prometédmelo. —Mira
hacia el techo y por unos instantes la imagen balbucea, pero al cabo de unos
segundos se estabiliza—. Aunque ya sé que no me merezco vuestra palabra, en
especial la de Silva y Otten. Vuestra palabra es demasiado buena para mí. He roto
tantas promesas… Vosotros sois mejores que yo, siempre ha sido así. Y Bradwell
es la combinación de lo mejor de los dos. —En ese momento mira fijamente a la
cara, y a Bradwell—. De hecho, ¿os imagináis que es él quien sobrevive de todos
nosotros? Tal vez le añada una propiedad nueva, por si acaso, para todos vuestros
hijos —susurra—. Dios, espero que sobrevivan todos, que superen lo que se nos
viene encima. Y que tengan un mundo donde sobrevivir.
La luz se desvanece entonces y la pequeña cámara que proyecta el holograma
vuelve a meterse en la caja.
Todo se queda en silencio.
—¿Estás bien? —le pregunta Pressia a Bradwell; no puede ni imaginarse el
impacto que ha debido de sentir al volver a ver a Walrond.
—Sí, muy bien —dice sin dejar de mirar a Fignan—. Parece que, después de
todo, sí que hay una fórmula, y que de un modo u otro la introdujo aquí dentro. La
fórmula… Ahí la tienes. —Respira hondo y añade—: Vámonos.
Mientras Fignan sigue avanzando, el chico empieza a andar tan rápido que no
logra seguirle el paso.
—Espera —le pide Pressia—. ¿Qué querías de Walrond? ¿Lo de la fórmula no
te parece buena noticia? Si la conseguimos, solo nos faltaría un ingrediente y así
podríamos salvar a Wilda y a…
—Para ti supongo que sí lo es.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que la Cúpula puede purificar a la gente. Que lo han averiguado, pero causa
degeneración rápida de células. Y luego está esa esperanza, esa pequeña oportunidad
de que si consigues combinar los viales de tu madre con otro ingrediente según la
fórmula, la Cúpula podría purificar a la gente y luego darle medicamentos para los
efectos secundarios. La vida sería perfecta, ¿no es eso?
—Pero cuando Willux y su gente decidan que la Tierra está lo suficientemente
limpia para que regresen, se las arreglarán para que haya dos clases: los puros y los
miserables, que servirán a los primeros —replica Pressia—. Con esto podríamos
fastidiarle el plan.
—O podrían salir y enfrentarse con nosotros, y con lo que nos hicieron, y
aceptarnos tal y como somos.
—No puedes ignorar que una cura es una posibilidad interesante.
—Querrás decir una posibilidad tentadora.
—¡No tergiverses mis palabras!
—Mira, yo sé perfectamente lo que tú quieres, Pressia: te gustaría volver a tener
dos manos y borrar todas tus quemaduras. Ser como ellos.
—¿Y qué tiene eso de malo, eh? ¿Es tan horrible no querer estar desfigurado y
quemado?
—Y ¿qué crees que cambiaría, Pressia, si consiguieses lo que quieres?
Aunque no está segura, tiene la impresión de que sería como si le devolviesen
una parte de sí misma.
—Todavía conservo el recuerdo de quién era y quiero que esa persona exista,
quiero ser del todo yo.
—Ya lo eres. Y este soy quien soy yo, con cicatrices y pájaros en la espalda.
Sigo estando entero y me acepto como soy. Te pasas la vida viendo belleza a tu
alrededor, en medio de todo este desastre, pero ¿cuándo piensas verla en ti misma?
—Bradwell alarga la mano y repasa con sus dedos la cicatriz en forma de media
luna que tiene en el ojo—. A este yo tuyo.
Pressia quiere apartarse, pero no lo hace: se lo impide la forma tan intensa que
tiene de mirarla.
—Por lo menos la fórmula es real. Eras tú el que querías escarbar en el pasado y
buscar verdades antiguas, ¿no era eso?
—Hay una verdad. Y tenemos que encontrarla y protegerla.
—No sé, a veces me da la impresión de que crees que la verdad de los demás se
puede malear, cambiar, que es poco fiable… Mientras que la tuya no.
Por fin vuelve la cabeza y mira hacia el río, en cuya superficie flota una neblina
ligera. No lejos se oye un crujido por el sotobosque y ambos escrutan la espesura
negra.
—Va a hacerse de noche dentro de poco —dice Pressia.
Bradwell mira hacia el cielo, atravesado por ramas oscuras.
—¿Qué querrá decir con que el tiempo es crucial? Cualquiera diría que Walrond
olvidó que oiríamos el mensaje después de las Detonaciones. El tiempo era crucial
durante el Antes, cuando todavía podían detener a Willux. No tiene sentido.
—¿Cómo quieres que imaginase todo esto? En esa época el tiempo tenía que
significar otra cosa —comenta Pressia—. Tenemos que darnos prisa.
El tiempo le hace pensar entonces en Il Capitano. ¿Habrá pasado ya tanto
tiempo que la araña que tenía clavada en la pierna le habrá explotado? No lleva
reloj. ¿Y si él y su hermano han muerto? Ni Bradwell ni ella lo mencionan, son
incapaces.
Perdiz
Baja
Todavía tendido boca arriba, Perdiz abre los ojos a la hondonada de cenizas que es
el cielo nocturno, y que se le antoja inmenso, como un océano de nubes. La luna
arroja una luz tenue. Cuando Lyda ha susurrado su adiós, él estaba pensando lo
mismo: adiós a este mundo, a sus cenizas, a su cielo, su viento. El mundo fuera de
la Cúpula tiene un pulso propio y salvaje, un corazón con un bombeo atroz que
hace que lo sientas todo, incluso el aire, rabiosamente vivo. No tiene ganas de
volver al aire cerrado y viciado de la Cúpula, a la puntualidad, la limpieza
inmaculada, toda esa hipocresía de buenos modales. Con todo y con eso, le
encantaría estar con Lyda arropado en una cama de verdad.
Ella ya se ha vestido y está en el borde de la pared, que le llega por la cintura.
Parece estar mirando por la proa de un barco muy alto.
Se incorpora entonces y se viste. La llama por su nombre pero la chica no se
vuelve.
Perdiz coge la cazadora y va hacia ella, le pasa las manos por la cintura y la besa
en la mejilla.
—¿Quieres mi cazadora? —le ofrece.
—Estoy bien.
—Deberías ponértela. —Se la quita y se la echa a la chica por los hombros.
—Queda poco tiempo; acabo de ver a Hastings —le anuncia Lyda.
—¿Dónde?
—Estaba por los escombros de las cárceles, él solo. Es posible que se haya
separado del resto y esté buscándote.
—Tal vez sea él quien nos lleve dentro. La verdad es que lo prefiero a
Wellingsly, ni que decir tiene. Y es posible que le venga bien para su reputación
ser él quien me entregue.
—Él no nos va a llevar dentro —le dice Lyda.
—¿Qué quieres decir?
—A nosotros no. —Se zafa del abrazo del chico.
—No te entiendo.
—No voy a ir contigo —le susurra.
—Pero vamos a volver juntos.
—Yo no puedo.
—Estarás conmigo, y me aseguraré de que estés a salvo.
—Es por eso —le dice con lágrimas en los ojos y una voz que ahora suena
desesperada—: ya no quiero que me proteja nadie.
Perdiz no la cree. No tiene sentido. Se queda mirando al paraje diezmado.
—Aquí fuera es de locos, una barbarie. Me aseguraría de que… —Está a punto
de decirle que se aseguraría de que la cuidasen, pero se da cuenta de que tampoco es
eso lo que quiere oír.
—También lo de allí dentro es una barbarie. La única diferencia es que en la
Cúpula no lo reconocen abiertamente.
Tiene razón, no se lo puede negar. Ve cómo los terrones se levantan y vuelven a
desaparecer en su errar justo por debajo de la superficie de la tierra. «Rastreo», es la
palabra que le viene a la mente.
—Puede que tú no me necesites, pero ¿y si yo a ti sí?
—No puedo. —La voz es firme e inquebrantable, y lo sorprende.
—Pero ibas a venir conmigo… Le has dicho adiós a todo esto, lo he oído.
Lyda sacude la cabeza.
—No me estaba despidiendo de todo esto sino de ti.
Perdiz siente que se ahoga, como si le hubiesen pegado un puñetazo en el pecho.
Mira hacia la cárcel derruida y ve un rayo de luz que sobrevuela las vigas caídas: es
Hastings, abriéndose camino por las ruinas; se detiene, como si notase que alguien
lo observa. Se vuelve y mira a Perdiz, iluminándole la cara y el pecho. Su antiguo
compañero está dotado ahora de una visión excepcional y seguramente es capaz de
verlo con gran detalle. Hastings se aparta el pelo de los ojos y luego vuelve sobre
sus pasos, en dirección a la casa.
—Ya viene —dice Perdiz, que se vuelve y mira a Lyda, con las mejillas
arreboladas por el frío, lo que hace que el azul de sus ojos sea más intenso aún—.
¿Qué puedo decir para que vengas? Dímelo. No te prometeré nada. —Le asusta la
posibilidad de echarse a llorar.
—Vas a necesitar esto.
Cuando Lyda le pone la cazadora contra el pecho, por un momento se niega a
cogerla, como si así fuese a quedarse con él, por un abrigo que no puede devolver.
Por fin la coge y aparta la mirada. Lyda lo besa en la mejilla.
—No deberías quedarte aquí sola.
—Las madres vendrán a por mí.
Oye el sonido de su propio corazón y, al poco, las botas de Hastings por la
planta baja. Rebusca en el bolsillo de la cazadora y saca la caja de música.
—Toma. —Al principio la chica ni siquiera levanta las manos, pero luego lo
mira a los ojos—. Por favor —insiste Perdiz.
Lyda por fin la coge.
—¡Ya bajo! —le grita a Hastings.
—Ten cuidado. No me fío de tu padre. Cualquiera sabe lo que puede hacerte.
—Nadie mejor que yo sabe que es imposible confiar en él —dice a la defensiva.
—Ya lo sé. Pero seguirás deseando que te quiera.
Es verdad, no puede negárselo. Y eso es justo lo que le hace tan vulnerable.
—Tú habrás dicho ya tu adiós, pero yo no pienso despedirme, porque
volveremos a vernos. No me cabe ninguna duda. —Y entonces, al no poder
soportar la idea de que ella lo abandone, vuelve a gritarle a Hastings y baja
corriendo las escaleras.
Pressia
Niñas fantasma
Han estado siguiendo el río por la orilla, donde las cañas están bastante crecidas.
De vez en cuando gruñe una alimaña por el cañaveral y antes ha visto un hocico
oscuro y luego el resplandor pasajero de unos dientes. Bradwell dice saber por
dónde cubre menos el agua para atravesarla, pero todavía no ha encontrado el sitio y
se están quedando sin luz. El río es profundo y oscuro. Ríos… ¿Había visto alguno
antes? ¿Tiene algún recuerdo propio de ese en concreto? Casi puede sentirlo, al
mismo tiempo que lo teme. De haber un recuerdo, no está segura de querer
desenterrarlo.
Sopla un viento fuerte y frío que hace que las cañas, recubiertas por una fina capa
de escarcha, repiquen entre sí. Junto a la orilla, donde no está tan compacto por el
frío, el lodo se traga las botas de Pressia, como si fuese algo vivo, algo con
tentáculos. Bradwell lleva a Fignan bajo el brazo y los dos mapas, sucios y
arrugados ya, remetidos por el cinturón.
La corriente es rápida, y eso hace que se acuerde de las niñas fantasma.
—Ancho el río, la corriente corre, la corriente corroe, la corriente corre. ¿Quién
puede salvarlas de este mundo? —canta.
—¿Sabías que en el puesto al que nos dirigimos estaba el internado al que iban
las niñas de la canción?
—¿De verdad?
—He oído que por aquí la cosa se puso fea. Bueno, vamos, como en todos los
sitios donde había agua: piscinas, estanques de campos de golf, ríos como este. —
Las cañas repiquetean y un pequeño cuerpo peludo se desliza por el sotobosque.
Pressia lo sabe por lo que le han contado. Todo el mundo se fue hacia el agua
—en una procesión de muertos— porque había tornados violentos y el mundo,
durante un buen rato, se convirtió en un polvorín, con todo incendiado. La gente
buscó refugio en el agua —como las niñas fantasma— y los ríos se saturaron de
cuerpos que, quemados y ensangrentados, fueron a morir allí. Pero no recuerda nada
de eso, nada de nada. Mira hacia el otro lado del río y pregunta:
—¿Sabes lo que me gustaría saber? Si sé nadar. Es algo que uno debería saber
sobre sí mismo, ¿no te parece?
—Sí, la verdad.
No muy lejos rondan otras siluetas oscuras y se oyen gruñidos por aquí y por
allá. Bradwell se vuelve y le dice a Pressia:
—¿Te gustaría averiguarlo?
—¿Nadando? ¿Estás loco? El agua está congelada. ¿Por dónde se podía cruzar?
—Sí, bueno, en cuanto a eso, la verdad es que no sé seguro si está a dos
kilómetros por delante o a dos por detrás. Y no es por nada pero estas alimañas nos
están dando un ultimátum.
—Yo no pienso meterme en esa agua helada, por mucho que sepa nadar.
¡Moriríamos de frío!
Corriente arriba las cañas entrechocan y un animalillo espigado corretea entre
ellas. Los gruñidos van a más.
Bradwell empieza a desatarse las botas.
—Lo más probable es que nos coma lo que quiera que esté gruñendo por ahí.
—¿Qué son? —susurra Pressia.
—No sé, pero están cabreados. ¿Ves aquel techado de chapa? —le pregunta
Bradwell.
Pressia entorna los ojos para ver mejor y distingue a duras penas el borde de un
tejado a través de los árboles.
—¿Eso es el puesto avanzado?
—Exacto.
—¿Habrá construido alguien un puente o algo parecido?
—¿Quiénes?, ¿los castores?
—Quien sea.
—¿Tú ves alguno?
—A lo mejor si gritamos nos oye alguien del puesto.
—¿Con el sonido del río? Y además, ¿qué iban a hacer aunque nos oyesen?
¿Juntar las manos y hacernos un puente para que crucemos?
Un puente de cuerpos, un río… Eso es un recuerdo. Siente un mareo y la saliva
se le espesa en la boca. Se agacha y escupe.
—¿Te pasa algo?
—No, estoy bien.
—Pues no lo parece.
—Pues lo estoy.
«Abrazaron el agua para curarse, para que sus heridas cicatrizasen, para curarse.
Muertas ahogadas, la piel pelada, la piel toda perlada, la piel pelada.» En la cabeza
ve a las niñas fantasma, cogidas de la mano, llevándose a ciegas las unas a las otras
y cantando las canciones de la escuela. Cuerpos de agua, cadáveres. Bradwell lo ha
dicho antes: «Bueno, ya se sabe, como en todos los sitios donde había agua:
piscinas, estanques de campos de golf, ríos como este». ¿Lo sabe ella?
—Mira. —Bradwell se quita el chaquetón—. Si te limitas a flotar, yo te cruzo.
«A ciegas van marchando con las voces cantando, las voces implorando, las
voces cantando. Las oímos hasta que nos pitan los oídos, nos gritan los oídos, nos
pitan los oídos.» Pressia mira a su alrededor y ve que todos los arbustos adoptan el
aspecto agazapado de pequeños animales. No quiere pensar en flotar en un río. ¿No
es así como surgieron a la superficie los cuerpos de las niñas al morir?
—Se van a mojar los mapas.
—Sí, pero están pintados a lápiz, no a boli, que es peor.
Se quita también la camisa, tal vez para moverse mejor en el agua. Tiene el
pecho más ancho y musculoso de lo que recordaba. Ya se le han curado las heridas
que tenía en los hombros y le han dejado unas cicatrices rosadas. Es hermoso y
fuerte, y ser fuerte lo hace más hermoso aún. Oye el aleteo de los pájaros pero no
los ve. ¿Está con la espalda hacia el bosque porque no quiere que ella los vea?
Aunque nunca lo admitiría, probablemente sea verdad.
—Deberías quitarte todo lo que lleves de peso, para que no te hundas. —Se
desabrocha el cinturón pero se detiene y se frota los brazos con brío.
Fignan avanza hasta el borde del agua y mete los brazos y las ruedas. De los
lados le salen otros apéndices delgados y palmeados, que parecen delicados pero
fuertes.
—¿Crees que Fignan sobrevivirá?
—Lo diseñaron para sobrevivir un apocalipsis. Los más delicados somos
nosotros. —Los más delicados. Vuelve a pensar en las niñas fantasma, tan
delicadas ellas—. ¿Estás lista?
Pressia mira el agua y ve un remolino que desaparece al punto. Se acuerda del
sueño febril que tenía de pequeña, de todo el horror que la rodeaba y de que contaba
los postes de teléfono; y cuando no quedaban más, el abuelo le decía que cerrase los
ojos y se imaginara más postes que contar. «Itchy knee. Sun, she go.»
—¿Lo único que tengo que hacer es mantenerme a flote?
La vibración de los gruñidos reverbera por el cañaveral y Pressia ve docenas de
ojos brillantes, hocicos y dientes.
—Sí —dice Bradwell mirando a las bestias—. Solo tienes que mantener la
calma, relajarte y flotar. Yo me encargo de lo demás.
Pressia se quita el abrigo, se desata rápidamente las botas y se las quita tirando
de los talones llenos de barro frío.
Bradwell se despoja también de los pantalones; por debajo lleva otros cortos y
sueltos. Luego coge el cinturón y los mapas y se los ciñe con fuerza a la barriga.
—Dices muy en serio lo de no hundirse por el peso.
—Sí.
El chico se va metiendo en el agua y contrae la cara por el dolor del frío. Ahora
sí ve los pájaros, con sus plumas brillantes y sus patitas naranja intenso. Aves
acuáticas.
—Los viales —recuerda Pressia, y se asegura de que sigan intactos.
—Venga, vamos.
Una de las alimañas se ha acercado a la orilla y tiene un pelaje brillante que
semeja la melena de un león. El gruñido es bajo y bronco. Pressia mira de nuevo a
la orilla y la cabellera sedosa de la alimaña se abre en dos como un telón y de ella
surge entonces un brazo humano, delgado y oscuro… ¿será una niña fantasma? No,
son un mito. Un mito. Entra de espaldas en el agua helada, que se arremolina en
torno a sus piernas. Está tan fría que quema. Todavía con los brazos por encima de
la cabeza, el agua le llega ya a la cintura. Bradwell la coge de la mano, con fuerza y
firmeza. Pega por fin un saltito con los pies y siente que flota.
—Deja que el agua te lleve, yo voy a tu lado.
El chico le pasa el brazo mojado y desnudo por la cintura y tira de ella desde la
barriga. A su vez ella coloca un brazo levemente por el cuello de él y alza las
piernas. Empieza a no sentir la piel.
Fignan avanza por el agua y hace vibrar las extremidades palmeadas antes de
desaparecer en las profundidades.
Pressia va aguantando la respiración, con la barbilla hacia arriba. Bradwell se
aleja del lecho del río y empieza a impulsarse con las piernas.
—Si te sientes inspirada, puedes impulsarte tú también.
Cuando mueve las piernas siente un mareo y suelta el aire, pero vuelve a aspirar
rápidamente. Le gustaría haberse quitado más ropa; le pesa mucho.
—Lo estás haciendo muy bien —le dice Bradwell entre resuellos.
Pero entonces Pressia nota que algo le roza las piernas, las sube hasta el pecho y
se agarra con más fuerza al cuello de Bradwell.
—¡Hay algo ahí abajo!
—Será un pez, no te preocupes.
Por la forma en que le ve escrutar las aguas, Pressia comprende que también él
está asustado. El agua, sin embargo, está demasiado oscura y turbia para ver nada.
—No —le dice—, no se parecía en nada a un pez.
Las niñas fantasma. ¿Y si están ahí rodeándolos, por todo el bosque, convertidas
en alimañas, entre las cañas y bajo el agua?
—¡Mueve las piernas! —le grita Bradwell.
—No puedo.
—¡No me aprietes tanto el cuello!
Pero vuelve a sentir el roce en las piernas y esta vez nota como si una mano le
rodeara el tobillo por unos instantes antes de volver a soltarla.
Grita y agarra a Bradwell con tanta fuerza que hunde su cabeza en el agua; se
apoya en él para mantenerse a flote, trepando por su cuerpo y a la vez hundiéndolo
más. Lo hace llevada por el instinto. ¿Está ahogándolo? Siente que el pánico se
apodera de ella y grita el nombre del chico. Ahora también ella se hunde, y de
pronto está sorda, ciega y sin aire.
Bracea con fuerza y sube a la superficie, jadea y golpea el agua con el puño de
muñeca, pero se hunde de nuevo. Aunque tiene los ojos bien abiertos, lo único que
ve es una oscuridad de ojos desencajados, mientras que un rumor apacible le
embarga los oídos. Trata de abrirse camino hasta la superficie pero cuanto más
mueve brazos y piernas, más se hunde en el agua helada. Con el aire atrapado en
los pulmones siente el pecho como una cavidad que se helase de fuera hacia
adentro.
¿Puede congelársele el corazón antes de llegar a hundirse? La piel se le volvería
escarcha y el pelo y las ropas se le pondría tiesos. Su cuerpo, azul y muerto, se
vería arrastrado hasta mar abierto. «Itchy knee —vuelven a aparecérsele las palabras
de su sueño—, sun, she go».
Tiene la sensación de que van a estallarle los pulmones, y justo entonces ve en
la cabeza una masa de agua justo después de las Detonaciones, una imagen que le
cruza la mente. Un puente quebrado por encima y, por debajo, otro puente, pero de
cadáveres. El abuelo le dijo que no podían pasar a nado. Ahora lo recuerda todo:
tuvieron que gatear por encima de los cuerpos y, para eso, no podía contar; para
eso, no valía lo de recitar ese «itchy knee, sun, she go», ni tampoco cerrar los ojos.
Tenía que llegar al otro lado, a gatas, por encima de los cadáveres. Recuerda ahora
cómo cedían los cuerpos bajo ella debido a su peso. Encaja con su sueño de contar
postes incendiados, cables eléctricos sueltos, cuerpos sin cabeza, perros sin patas,
una vaca calcinada. No son elementos de ningún sueño; los cuerpos del agua no
eran ningún sueño, es un recuerdo, uno propio. El pánico va a más: el río se la
tragará, nunca la dejará ir. Le duelen y le queman los pulmones. Podría abrir la
boca y dejar que entre el agua hasta hundirse del todo.
Y podría hacer que pasase ahora mismo.
Cierra los ojos a la oscuridad y se encuentra con más oscuridad. ¿Dónde está
Bradwell? ¿Se habrá muerto ya? ¿Acabarán los cuerpos de los dos en el mismo
océano vidrioso?
Y entonces, desde abajo, siente una presión, como dos manos en la espalda, y
luego otra mano que la coge del puño de muñeca y tira de ella. Pressia intenta
zafarse pero se da cuenta entonces de que tal vez estén rescatándola, y que quizás
esas manos la devuelvan a la superficie. Las niñas fantasma… Se las imagina con el
pelo bailándoles por la cara y las camisas del uniforme rizándose con el agua.
Por fin sale a flote y coge todo el aire que puede, entre pinchazos y espasmos.
Roza el suelo del río con un pie y lo apoya con todo su peso, el agua todavía
arremolinada a su alrededor. Jadea y tose.
Oye que la llaman por su nombre, y es la voz de Bradwell. Acto seguido lo oye
chapotear hacia donde está, sin parar de repetir su nombre. La coge en brazos y la
lleva hasta la orilla, donde se deja caer, todo mojado, con los mapas empapados
contra el barro. Las plumas de los pájaros de la espalda están llenas de gotitas y el
pecho y los brazos le brillan.
Pressia tose y le recorre en el acto un profundo escalofrío que la hace sentirse
inerte, pesada, agotada. Tiene la camisa y los pantalones pegados a la piel y
congelados. Parpadea mirando el borrón de luna y luego la cara de Bradwell, su
hermosa cara.
Este le aparta el cabello mojado de la mejilla y le dice:
—Respira, no dejes de respirar.
Pressia alarga la mano y la lleva a la mejilla marcada y fría del chico.
—No te he matado —le dice.
—No, yo creía que te había perdido.
—Yo creía que habíamos muerto los dos.
—Ha sido culpa mía. —Tiene las pestañas mojadas y negras y le cae agua desde
la mejilla al cuello.
—Me han salvado.
—¿Quiénes?
—Las niñas fantasma. —Sabe que puede parecer una locura, pero todo se ha
emborronado en el recuerdo y podría hasta ser verdad.
Fignan emite un pitido desde la orilla e ilumina las caras con su luz como si se
alegrara de verlos.
—Está bien, Fignan, está viva —le dice Bradwell sin dejar de frotarle los brazos
—. Te pondrás bien. Estaba demasiado fría.
Pressia está tiritando y sus respiraciones son cortas y rápidas.
—Estoy bien —dice, pero las palabras suenan lentas y rígidas en su boca y no
siente que le esté frotando los brazos; es como si la piel se le hubiese vuelto toda
de goma, igual que la cabeza de muñeca, y sus terminaciones nerviosas hubiesen
muerto.
—Tenemos que resguardarte de este viento.
Le coge el brazo y se lo pasa por el hombro para ponerla en pie. No es capaz de
estirar las rodillas para aguantar su propio peso, de modo que Bradwell se agacha,
la levanta en brazos y la acurruca contra su pecho.
—Lo siento —dice Pressia…, por ser una carga, pero es incapaz de terminar la
frase. La mandíbula le traquetea y le rechinan los dientes. Está tiritando tan fuerte
que cada vez resulta más difícil llevarla. ¿Será posible que la hayan salvado las
niñas fantasma para ahora morir de frío? Sabe que le ha bajado la temperatura
corporal, que ha estado demasiado tiempo en el agua helada. El viento arrecia con
mucha fuerza y siente que la ropa le pesa como si fuesen compresas frías. Cuando de
pequeña estaba cruzando el río de cadáveres, lo único que quería era una compresa
fría contra la piel, y ahora resulta que así es como va a morir.
Están avanzando entre los árboles, Fignan iluminando el sendero estrecho y
Bradwell pisándole los talones. Él también está temblando, lo nota por debajo de
los brazos, y en su recorrido tambaleante.
—Lo siento —repite Pressia.
—No digas eso.
Bradwell tropieza y aterriza en el suelo con un buen golpe. Sin embargo, se
pone de rodillas y vuelve a levantarla con un pulso bastante inestable. Avanza a
duras penas, con la piel desnuda rojísima.
—Pressia —le dice. La chica lo mira, contemplando sus mandíbulas recias, su
cabeza mojada, esos ojos oscuros—. Piensa en algo caliente —susurra—, piensa en
calor, en algo bueno. —Pressia nota que está asustado, que se le entrecorta la
respiración.
Se acuerda entonces de cuando Bradwell le dio la mariposa mecánica, la que
había recuperado de su antigua casa, y le dijo que le había parecido un milagro que
algo tan bonito hubiese sobrevivido. No sabe cómo se las arregla Bradwell, pero
siempre consigue que se sonroje. Es un recuerdo cálido, caluroso, bueno. Se lo
diría si fuese capaz de articular las palabras.
Bradwell vuelve a caerse y esta vez maldice entre dientes. Intenta levantarla de
nuevo pero no puede. El suelo está duro y frío.
—Fignan, sigue tú. No dejes el camino hasta llegar al puesto avanzado. ¿Crees
que podrás? ¿Me entiendes? Busca ayuda.
Pressia oye el motor de Fignan que se va perdiendo por el camino. Duda, sin
embargo, que sea capaz de encontrar a alguien, y menos aún de que vuelva con
ayuda para rescatarlos.
Bradwell se acerca a un soto rodeado por matorral espeso y una gruesa capa de
hojas caídas. Escarba y prepara un hueco para abrigarla.
—No puedes quedarte con esa ropa helada. Tienes que mantenerte con vida.
¿Me oyes? No puedo llevarte más lejos.
La chica asiente, pero ve su cara a pedazos: primero una ceja, luego los labios y
por último las manos. Tiene que mantenerse con vida.
Bradwell le desabrocha los pantalones con dedos temblorosos y tira de ellos para
quitárselos. Cuando le pasa la camisa por la cabeza, Pressia se nota los brazos muy
débiles. A continuación el chico se tiende de costado, para no aplastar los pájaros y
absorber así el frío de la tierra, rodea ambos cuerpos con hojas y envuelve a Pressia
entre sus brazos. Los pájaros apenas parpadean, no se mueven.
Así como están, con las costillas de uno frente a las del otro, Pressia se los
imagina trabados entre sí, con las costillas enganchadas. Respiran aceleradamente y
de sus labios morados surgen nubes blancas. Con la mejilla contra el pecho de
Bradwell, el chico no para de frotarle la espalda y los brazos, aunque sus
movimientos son espasmódicos, pero se van ralentizando. Le aparta el cabello
mojado y frío de la piel y le dice:
—Tienes que vivir. Di algo. Habla.
Quiere decirle que preferiría morir aquí que sin él en el río helado. Le gustaría
decirle que si mueren ahora, es probable que queden trabados para siempre, costilla
con costilla, helados, y, cuando llegue el deshielo, la hierba y las plantas y todo el
musgo del bosque los cubrirán.
—¿Pressia? Háblame.
¿Puedes hablar? ¿Puede? Rememora la escena de cuando era pequeña y cruzaba
el río lleno de cadáveres. ¿Podía hablar entonces? Decía palabras que nadie entendía
y, al mismo tiempo, no las tenía para las cosas que veía y sentía: cómo cede un
cuerpo cuando pones tu peso encima y aplasta a otro por debajo.
—Itchy knee —susurra sin dejar de castañetear los dientes.
—¿Itchy knee?—repite Bradwell, y entonces, como si hubiese desentrañado un
misterio de la mente de ella, como si le leyera los pensamientos, dice—: Itchy 
knee, ¿sun she go?
No sabe lo que significa ni cómo ha podido llegar a entenderlo él. Asiente
aunque parece más como un tic de la cabeza.
—Itchy knee, sun, she go.
Lo repiten a coro:
—Itchy knee, sun, she go.

Il Capitano
Jabalí
Cuando Il Capitano percibe unas pisadas que van hacia ellos por el bosque, siente
un alivio inmediato. La araña desactivada está desguazada sobre el frío suelo.
Helmud le ha envuelto y apretado las heridas con un trozo de tela que ha desgarrado
de su propia camisa. Tendido sobre un costado, con la agonía de la pierna
remitiendo levemente, Helmud lo ha cogido de la mano y lo está acariciando como
si fuese un gatito. Il Capitano se deja hacer porque le debe la vida a su hermano; y
también porque cada vez que intenta quitar la mano Helmud gimotea y el sonido
podría atraer a las alimañas. Por la noche acechan algunas bestias especialmente
violentas, tan mutadas y cruzadas que cuesta decir si estás mirando un jabalí
salvaje, un lobo con colmillos retorcidos o una especie de pastor alemán. Lo peor
es cuando tienen algún rasgo humano, algún trozo de piel, nudillos, un chispazo
huidizo de humanidad en los ojos. Hay quienes dicen que a los apocalípticos que
se refugiaron en el bosque se los comieron los árboles, pero siguen vivos, atrapados
en ellos. Se acuerda del viejo Zander, quien le enseñó a enterrar las armas antes de
las Detonaciones. Le debe la vida. ¿Se lo comieron los árboles, o será solo un
mito?
Viene ayuda de camino.
—Estoy oyéndoles llegar. ¿Puedes devolverme mi mano?
—¿Mi mano? —le dice Helmud, como si la mano de su hermano le
perteneciera.
—¡Helmud! —le reprende, y este por fin lo suelta—. Gracias —le dice Il
Capitano al tiempo que flexiona y estira la mano.
Ve primero a Wilda, que lleva una linterna que cabecea enloquecida mientras
corre. La siguen dos soldados, un chico y una chica, ambos con abrigos con
capuchas tan pegadas a la cara que Il Capitano no ve ni marcas ni fusiones. El chico
tiene una extraña forma de andar, mientras que la chica parece jorobada. Quizá son
demasiado jóvenes para ser soldados, aunque Il Capitano se acuerda de sí mismo
guerreando ya a su edad; es más, con la edad de Wilda ya se valía por sí mismo.
Ahora se le antoja algo trágico.
La niña corre hasta él y se para abruptamente, apuntándole con el haz de luz el
pecho, como si dijese: «Ahí, ¿lo veis? Esto era lo que quería deciros».
—¿Il Capitano? —se extraña la chica.
—Sí, soy yo.
Ambos se ponen firmes —la chica todo lo que le permite la joroba— y hacen el
saludo militar.
Wilda se arrodilla a su lado y se le cuelga de un brazo. Aquello lo inquieta: no
quiere que la niña empiece a depender de él… Solo le falta otra boca que alimentar.
La ignora y se vuelve para interrogar a los soldados:
—¿Quiénes sois vosotros?
—Yo soy Riggs —se presenta el chico.
—Yo, Darce —dice la chica.
—Descansad —les dice Il Capitano.
Es posible que nunca hayan estado en presencia de un superior. Parecen
nerviosos; es probable que solo hayan oído rumores: ¿será él el antiguo Il
Capitano, el que cazaba reclutas vivos por el bosque?, ¿o el nuevo Il Capitano, que
promete agua potable, comida y armas?, ¿o bien será una extraña combinación de
ambos?
Por encima de sus cabezas se oye entonces el revoloteo de unas alas y todos
clavan la vista en el cielo. Un búho desvaído se ha encaramado en la rama de un
árbol cercano, que se dobla bajo su peso.
—Ahora son como buitres estos búhos paliduchos —comenta Il Capitano—.
Una vez vi a uno que atacó a un soldado que estaba medio muerto.
—¿Medio muerto? —pregunta Riggs—. ¿Qué es eso de medio muerto?
—¿Cómo que qué es eso de medio muerto? Pues que no estaba muerto del
todo, eso es lo que es.
—Eso es lo que es.
—En cuanto olió la sangre, sus compinches no tardaron en venir. Son igual que
los tiburones cuando huelen sangre en el agua.
—Yo es que de tiburones no sé nada —comenta Riggs.
—¿Acaso te he preguntado?
El chico sacude la cabeza, con los labios apretados por la preocupación.
—Necesito que me echéis una mano para llegar al puesto. ¿Ha aparecido alguien
más por allí esta noche? ¿Nadie?
—¿Nadie? —pregunta Helmud.
—No, señor, no lo creo. ¿Estamos esperando a alguien?
—Tenía la esperanza de que Pressia Belze y Bradwell hubiesen aparecido.
Contactar por radio y preguntad.
Los soldados intercambian una mirada.
—¿Es que no tenéis walkie-talkies? —Él se dejó el suyo en el coche por orden
de las madres.
—No, señor. Todavía no nos los hemos ganado. Hasta la segunda semana nada.
—Estupendo.
Otro búho desvaído aterriza en una rama cercana. A Il Capitano no le gusta nada
el pico ensangrentado de este, porque quiere decir que ha estado dándose un
banquete no hace mucho. Ojalá no sea con nadie que él conozca.
—Bueno, por lo menos vais armados —dice Il Capitano, que ya ha tenido
bastantes heridas punzantes por hoy—. Quiero que uno de vosotros vuelva al
puesto, el que sea más rápido y tenga los pulmones más limpios. Preguntad por
Pressia y Bradwell y, si no responde nadie, mandad a unos cuantos soldados a que
hagan una batida por el bosque. ¿Entendido?
—Yo soy más rápida.
—¿De verdad? ¿Con esa joroba? —se extraña Il Capitano.
La chica hace ademán de abrir la boca pero vuelve a cerrarla. ¿Acaso iba a hacer
un comentario sobre lo que él lleva en su propia espalda? ¿Eso es lo que le espera
ahora que todo el mundo cree que es un blando?
—¿Qué? Venga, dilo.
—A Riggs no le van muy bien las piernas.
—De acuerdo. Entonces, ¿a qué estás esperando? ¡Corre!
—¡Corre! —dice Helmud.
Darce vuelve a hacer el saludo militar y sale pitando. Por los árboles revolotean
más búhos desvaídos.
—Y tú, Riggs, vas a ayudarme a levantarme y a llegar hasta el puesto. ¿Te
parece? Serás mi muleta.
—Sí, señor.
Il Capitano intenta tirar del peso de ambos y Riggs se mete por debajo de él
para que le eche el brazo por el hombro.
—A la de tres. Uno, dos y tres.
Riggs aúpa a Il Capitano y Helmud hasta que se estabilizan sobre una pierna y
luego prueba a echar algo de peso en la pierna mala, pero un dolor paralizante le
sube desde la pantorrilla. Las heridas donde clavó las patas la araña son profundas y
Helmud se las ha apretado tanto que le palpita la pierna.
—Vale, vamos allá.
—Allá.
Wilda se apresura a recoger los trozos de araña robot. Il Capitano está a punto de
gritarle que los deje, pero ¿qué importa ya? Total, están muertas. La niña perdió el
barquito, así que ¿por qué no? Que se quede con los trozos de araña.
Riggs es muy poca cosa y, aunque algo le ayuda, tampoco mucho. El terreno es
bastante rocoso. Wilda camina una vez más en cabeza, iluminando el camino con la
linterna. Se nota la pantorrilla encendida, como si ya se le hubiese infectado…, y
puede que así sea. Tal vez sea ese olor lo que ha atraído a los búhos. Ahora tienen
a toda una bandada revoloteando sobre sus cabezas.
Il Capitano oye un resoplido entre los matorrales.
—Será mejor que aligeremos el paso —le dice a Riggs.
Se pregunta si Darce habrá encontrado a Pressia y Bradwell en el puesto; con
suerte estarán sentados junto a la chimenea en la antigua casa de la directora del
internado. Seguro que en cualquier momento se cruzarán con una partida de rescate
camino del bosque. Encontrarán a Bradwell y Pressia, y con suerte estarán con
vida, si es que han conseguido salir de las esteranías.
Uno de los búhos se pone bravo y baja hasta la altura de su cabeza y, cuando le
desequilibra, a punto está de entrar en contacto con él y rozarle las alas con un
puño. —Dame el rifle. Solo llevas dos semanas, ¿no? Creo que soy mejor tirador,
incluso con poco equilibrio y con un blanco móvil.
Riggs se detiene y le ayuda a colgarse bien la correa del fusil. Sienta bien volver
a coger uno; las armas siempre le hacen sentirse mejor. Vuelve a oír el resuello y ve
entonces un colmillo retorcido y amarillento asomar por entre unos arbustos, pero
desaparece enseguida.
Wilda canta nerviosa, con una voz igual de temblorosa que sus manos.
—Si ignoráis nuestro ruego, mataremos a los rehenes.
Il Capitano ve ya el claro entre los árboles; el resto se lo sabe de memoria: la
carretera destrozada que lleva hasta lo que en otros tiempos fuera una arcada de
ladrillo, ahora derruida y ennegrecida, y el camino que serpentea entre hileras de
árboles vencidos y conduce hasta los restos de un invernadero destruido, unas
porterías torcidas, setos que han crecido de cualquier forma y unos tallos que
parecen de lana y que producen bayas tóxicas en primavera; sin olvidar la hiedra
venenosa que trepa por las piedras, las flores amarillas con pétalos de puntas
afiladas en verano y los brotes compactos que parecen tener cáscara y que a Il
Capitano le recuerdan a bebés de tres cabezas. Todo el lugar parece encantado.
Pero Wilda se detiene entonces y apunta con la linterna un punto del
sotobosque.
Il Capitano le dice a Riggs que se detenga. Están ya en la linde del bosque.
—¿Qué ocurre?
—No lo sé —dice Riggs—. La niña parece asustada.
—Wilda, ¿qué pasa? —le pregunta Il Capitano.
La niña se agacha y mueve la cabeza para ver mejor lo que hay entre las zarzas.
—Apártate, Wilda, muy, muy despacio —le ordena en voz baja Il Capitano.
La pequeña, sin embargo, hace oídos sordos y levanta la mano para tocar algo.
—¡No! —grita Il Capitano.
El jabalí salvaje gruñe y embiste a la niña.
La linterna cae al suelo y Wilda se lleva la mano al pecho y se desploma. El
jabalí —que tiene más pelo que un coyote— se abalanza sobre la pequeña.
En el acto Il Capitano aparta a Riggs de un empujón y se coloca el arma contra
el pecho, pero justo entonces el búho se abalanza sobre él y al darle con las alas,
sin el sostén del soldado, Il Capitano se balancea y apoya la pierna mala, que cede.
El tiro sale desviado y va a impactar contra la tierra.
Wilda pega un chillido, como un silbido agudísimo, que deja anonadado por
unos instantes al animal, que acto seguido alza la mirada y olisquea el aire con su
hocico como de goma. Abre las fauces, deja a la vista unos colmillos afilados y
emite un gemido sobrenatural.
Il Capitano intenta ponerse en posición para disparar de nuevo pero, cuando por
fin consigue recuperar el equilibrio apoyándose en un árbol, se da cuenta de que es
demasiado tarde y de que el jabalí va a matar a la niña. Suelen atacar en la yugular.
Y va a morir allí en el bosque, bajo su vigilancia. Le dijo a Pressia que él la
llevaría hasta el puesto y no va a poder cumplir su palabra.
Pero entonces el animal retrocede y chilla, con un grito herido y sollozante. De
una diminuta herida de bala que tiene en el muslo le sale un chorro de sangre. No
puede estar muerto, la herida no es tan grande… El animal, sin embargo, se queda
inerte en cuestión de segundos.
Wilda se ha quedado paralizada por el miedo y sigue con la vista clavada ante
ella, como si todavía estuviese mirando la alimaña, como si aún la tuviese encima.
Il Capitano va hasta ella, le coge la barbilla entre las manos y le dice:
—Ya está, ya ha pasado todo.
Pero los búhos desvaídos dan vueltas en círculos y caen en picado. Riggs los
zarandea con un palo y mata a uno de un golpe fuerte.
Il Capitano intenta coger la linterna mientras aleja los búhos de Wilda. Después
la agarra y se la carga en brazos. Apunta la linterna hacia el jabalí, que, aunque
tiene el cuarto trasero cubierto de sangre, sigue subiendo y bajando las costillas. Lo
que quiera que le haya dado debía de tener algún tipo de sedante.
Uno de los búhos cae sobre Helmud. Il Capitano ya no aguanta más. Deja la
linterna en el suelo, se echa hacia atrás, echando el peso contra Helmud y empieza a
disparar a los pájaros; algunos caen al suelo en una lluvia de sangre y plumas,
mientras que otros se refugian en los árboles.
Al poco tiempo los rodea un círculo de búhos muertos, con el haz de la linterna
perdiéndose en la distancia sobre el suelo duro.
—¿Qué mierda le ha disparado al bicho ese? —pregunta Il Capitano sin aliento.
—¿Qué mierda?
Y entonces la caja negra asoma por el suelo iluminado como si apareciera bajo
los focos de un escenario.
—¿Has sido tú?
La luz de Fignan parece asentir. Sí.
Es buena señal que la caja haya llegado hasta allí. Il Capitano respira hondo,
casi demasiado esperanzado como para preguntar:
—¿Pressia y Bradwell están vivos?
Fignan no se mueve: no lo sabe.
Lyda
Jaula de alambre
Lyda vuelve a los confines de la cama de bronce y se acurruca para resguardarse del
frío. Puede que las madres vayan a buscarla y puede que no. En cualquier caso,
ahora está sola. ¿Cuándo ha estado de verdad sola en su vida?, ¿realmente sola?,
¿así de libre?
No es como aquel pájaro que hizo una vez con alambre y que estaba encerrado en
una jaula del mismo alambre. Sus huesos no son tan frágiles y maleables, sino que
toda ella es un gran nódulo endurecido. Es justo lo que empezó siendo, un amasijo
de células organizadas para hacerla a ella y no a ninguna otra persona: a ella. Le
sorprende además encontrarse allí a solas y ver en lo que se han convertido sus
células, en una persona que ya no es una niña, la persona que no piensa seguir a
Perdiz de vuelta a su antigua vida. No está caminando por las esteranías, a su zaga.
Sin embargo, por muy bien que se sienta —con esa increíble libertad que no había
experimentado en su vida—, su alegría se ve contrarrestada por el dolor agudo de la
ausencia de Perdiz. Y, por unos segundos, también echa de menos a la persona que
era antes de decirle que no iría con él; también esa persona está ausente. Es otra,
alguien a quien apenas reconoce. Es nueva, y vuelve la cara al cielo porque puede,
porque está ahí. Ha vuelto a nevar, una nieve tan ligera que se arremolina hacia
arriba tanto como se posa.
Nieve.
Perdiz
Traidor
Perdiz y Hastings llevan horas caminando en silencio. Lo más probable es que
hayan programado a su amigo para que su discurso sea meramente funcional, para
que lo utilice con sensatez, precaución y claridad. Pero ¿cuál es la excusa de
Perdiz? No está de humor para hablar. No deja de ver la cara de Lyda, su expresión
nada más besarlo en la mejilla, como si ya se hubiese ido y se hubiese apartado de
él. Le había dicho su adiós.
Perdiz ve la blanca Cúpula cernirse por el norte a través de la imagen
emborronada por los copos de nieve grises. Se siente más solo que nunca, y
atravesado además por un puñal de miedo.
—Bueno, Hastings, y ¿cómo están tus padres? —le pregunta, más que nada
para distraerse, pues da por sentado que no va a responderle.
Su amigo, sin embargo, le fulmina con la mirada —como si acabase de recordar
que tiene padres— y luego aparta la vista para escrutar el horizonte tranquilamente,
como si nunca le hubiese hecho la pregunta.
—Tu madre siempre nos mandaba magdalenas en las latas esas, ¿te acuerdas? Y
cuando ella no estaba, tu padre se pasaba el rato contándonos chistes.
Eran una pareja de rasgos angulosos, ambos altos y espigados como su hijo.
Los chistes que contaba el padre eran subidos de tono, como si quisiera ganarse así
el favor de la pandilla, igual que Hastings, que siempre buscaba encajar con los
demás. Como ahora, de algún modo. ¿Será feliz así? ¿Son las Fuerzas Especiales
capaces de sentir emociones como la alegría? ¿Saben sus padres que han perdido a
su hijo aunque siga con vida?
Quiere refrescarle la memoria a su antiguo compañero, despertar en él emociones
durmientes. ¿Qué parte de su amigo sigue allí con él y qué parte no?
—¿Qué? ¿Por fin consiguió Weed a la chica con la que intentaba hablar? ¿Te
acuerdas? Cuando usaba el puntero láser por el césped comunal. ¿No te acuerdas,
que le dijiste que era un friki que intentaba comunicarse con una friki?
—Arvin Weed es valioso.
Esa respuesta parece el principio de algo.
—¿Valioso?
Hastings asiente.
—¿Al final saliste con la chica del baile, aquella con la que estabas hablando?
El soldado detiene la marcha y trastea en los engranajes de su armamento, como
si estuviera comprobando el funcionamiento.
—Te habrás dado cuenta de que Lyda no viene, hasta ahí supongo que llegas.
Pero lo nuestro no se ha acabado.
Hastings se para una vez más y lo mira con una expresión que raya en la
compasión. ¿Será esa la emoción a la que aspirar?
—Y mi padre, ¿qué crees que va a hacerme una vez en la Cúpula? ¿Tienes
idea?, ¿te has parado a pensarlo? —Al ver que no responde, Perdiz le pega un
puñetazo amistoso en el brazo, aunque con más fuerza de lo que pretendía—.
Venga, Hastings, háblame. ¿Qué me espera ahí dentro?
El soldado alza la vista hacia la Cúpula, con ojos llorosos, y sacude la cabeza.
—¿Tan mal está la cosa? ¿Es que ha empeorado?
—Flynn, Aria. Edad: diecisiete años. Altura aproximada: uno cincuenta y ocho.
Peso aproximado: cincuenta y dos kilos. Color de ojos: avellana. Historial médico:
limpio.
—¡Aria Flynn! ¡Así es como se llamaba la chica del baile! Las hermanas
Flynn… Y la otra se llamaba Suzette.
Hastings sigue avanzando y aligera el paso. Perdiz tiene que correr para
alcanzarlo.
—Si te acuerdas de Aria Flynn, tienes que recordar cómo era todo antes de que
me fuese. ¿No es cierto?
—Era un mundo muy pequeño. Este mundo es más grande.
—Ya, pero no es lo mismo, ¿no? Este mundo todo calcinado. Hastings no
responde.
—Te han intervenido, ¿no es eso? Ojos, oídos, una tictac en la cabeza…
Su amigo no para de andar, pero entonces Perdiz lo coge del brazo, de una parte
del bíceps donde no tiene armas, solo carne, terminaciones nerviosas, una persona
real, y el otro se vuelve y se le queda mirando.
—¿Por qué has venido a por mí? —le pregunta, a sabiendas de que no
contestará, de que deben de estar grabando cada palabra; sin embargo, no puede
evitar presionarlo—: ¿Estás de mi lado? ¿Puedo confiar en ti?
Hastings no responde. La nieve sucia revolotea alrededor de su cabeza, como en
el recuerdo de Lyda sobre la bola de nieve de cristal, cuando la agitaba y al mismo
tiempo se sentía atrapada en su interior.
—Nada ha salido como esperaba. Aquí todo se ha desmoronado, Hastings. Mi
padre asesinó a mi hermano y a mi madre. Sedge pertenecía a las Fuerzas
Especiales y tenía una tictac en la cabeza. ¿Te acuerdas de que la noche del baile
hablamos de eso, de las tictacs?, ¿y de que yo te dije que no existían pero tú
insististe en que sí? Tenías razón. Y ahora ya no están, ni mi madre ni Sedge.
Están muertos y fue él quien los mató a los dos.
—Mis órdenes son devolverte a la Cúpula. —Nada más decirlo, se pone firmes,
se vuelve y olisquea el aire—. Están llegando.
—¿Quiénes?
—Te acompañarán el resto del camino. Yo no. Vienen desde la Cúpula.
Perdiz mira ahora hacia allí y ve unas formas que están saliendo por una pequeña
puerta.
—¿Había una puerta? ¿Siempre la ha habido? ¿Tan simple como una puerta?
—Te atarán las manos como a un preso.
—¿Eso es lo que soy?
—Ahora todos lo somos —dice con estoicismo Hastings.
—Escúchame: tienes que volver con Il Capitano. Encuéntralo.
—Soy un soldado. Soy leal. No soy un traidor como tú. —Se pone firmes y
apunta a Perdiz con la pistola. Está claro que Hastings lo ha atrapado, pero ¿lo hace
de verdad o solo para que lo vean? No sabría decirlo.
Los otros soldados están acercándose a gran velocidad.
—¿Qué tengo que hacer?
—Levanta las manos. No te muevas.
Los soldados son seres deformes, grotescos e hipermusculados, con huesos
contrahechos y cráneos protuberantes. Tienen las armas tan incrustadas en el cuerpo
que es posible que las lleven fusionadas en el hueso. Uno le coge de los pies antes
de que se dé cuenta y le hace caer al suelo con un buen golpe.
—Sé que todavía eres tú, Hastings. Lo sé. Busca a Il Capitano. ¡Prométemelo!
Hastings no responde.
Un soldado le retuerce los brazos por detrás de la espada y le ata las muñecas
con unas esposas de plástico.
—¿Estás todavía ahí dentro, Hastings? —grita Perdiz desde el suelo, mientras
muerde el polvo—. ¿Eres el auténtico? ¿Eres tú? ¿Vas a rebelarte por aquello en lo
que crees?
Hastings se agacha y empuja a Perdiz hasta que besa el suelo. Como es mucho
más alto que él, tiene que bajar bastante la cabeza para estar a la altura de su cara y,
en voz baja y acalorada, con un deje metálico, como si tuviese cables eléctricos en
la laringe, le dice:
—Yo podría preguntarte lo mismo a ti.
Il Capitano
Golondrinas
Está sentado en una vieja silla plegable que han reforzado con cuerdas para que no
se venga abajo. Tiene la pierna mala extendida y el pie hacia fuera, a la espera de
que alguien le eche antiséptico y se la vuelva a vendar; entre tanto, se niega a mirar
las heridas. Hay unas golondrinas de pico curvado piando en los aleros. Helmud les
pía a su vez. Riggs ha echado leña al fuego y luego se ha ido a por provisiones. La
chimenea fue construida para calentar las tres plantas de la casa, pero las dos de
arriba ya no existen; la de abajo, por su parte, tiene un tejado nuevo, un revuelto de
cosas unas sobre otras que han dejado una esquina al aire. Il Capitano contempla el
camino del humo, que sale por la chimenea medio rota y luego se eleva en el aire
para mezclar sus cenizas con la nieve.
Wilda duerme sobre un camastro en una esquina donde el tejado está bien. No
se oye nada; hasta los soldados de las tiendas de fuera están callados. No podrá
dormir hasta que no sepa qué ha sido de Pressia y Bradwell. Cuando llegaron,
Darce ya había enviado a una partida de búsqueda, pero Il Capitano mandó otra con
Fignan de guía. Tiene los nervios tan a flor de piel que ojalá pudiese andar de un
lado para otro para calmar la ansiedad.
Riggs vuelve al cuarto con un bote de alcohol y vendas nuevas.
—¿Es que no hay nadie con conocimientos médicos? —pregunta al chico.
—Me han mandado a mí.
Il Capitano suspira y su hermano hace otro tanto. El chico se pone de rodillas y
desenvuelve las tiras ensangrentadas de lo que antes era la camisa de Helmud.
—¿Tiene mala pinta? ¿Se ha infectado? —quiere saber Il Capitano.
—Está rojo oscuro, hinchado y con algo de pus. —Abre el bote—. Esto le va a
doler. —En peores me he visto.
—Peores.
—Que sea rápido.
Al frotarle con el alcohol, cada uno de los puntos donde se clavaron las patas le
abrasan. Coge aire con fuerza, rápido, y Helmud lo imita. ¿Lo hará por solidaridad?
Riggs se apresura a envolver la herida de nuevo, mientras Il Capitano se recuesta
y deja que Helmud apoye la espalda.
—¿Riggs?
—¿Sí, señor?
—¿Habías oído hablar de mí? ¿Qué piensas de mí?
—No lo sé, señor.
—Sí que lo sabes. ¿Qué dice la gente?
—Dicen de todo. Pero usted es un cabecilla, así que no creo que nada de eso le
importe.
Piensa en Pressia esperando a Bradwell junto a la chimenea caída. ¿Le habría
esperado a él también? ¿Helmud y él habrían valido la pena?
—Pues yo creo que tal vez sí que importe lo que la gente piense de mí. Pero
solo tal vez.
Se queda mirando por el agujero del tejado. ¿Qué es nieve y qué ceniza? Ambas
son igual de grises y ligeras y dan vueltas. Desde donde está sentado no es capaz de
distinguirlas.
Pressia
Hielo
Pressia siente la cabeza muy pesada y tiene una oreja contra el pecho de Bradwell,
donde oye el vago latido de su corazón, como un lento reloj envuelto en algodón.
Al chico se le ha ralentizado la respiración y ahora la sujeta con menos fuerza, pues
ha dejado caer el brazo inerte al suelo. Lo acerca a sus cuerpos y ve la imbricada
película de hielo que se le ha formado por encima. Su propio brazo también reluce
con la nieve, como una delgada piel nueva de cristales blancos y brillantes. Le falta
la voz y tiene las pestañas cubiertas de copos de nieve que hacen que le pesen.
Desearía cerrar los ojos y que la nieve los cubriese a los dos por entero como una
manta gris, que la enterrase bajo aquel encaje.
Su respiración es más profunda. Está cansada. Es de noche.
—Buenas noches —susurra sabiendo que pueden ser sus últimas palabras.
Le pesan mucho los ojos, demasiado para mantenerlos abiertos. Y cuando por
fin los cierra sabe que no está quedándose dormida, sino que está muriendo, porque
ve rayitos de luz parpadeando entre los árboles. Las niñas fantasma se han
convertido en ángeles… Y oye sus voces surcar el aire hacia ella, como
transportadas por la nieve.
Perdiz
Limpio
Aunque no es posible que vuelva a ser puro en la vida, parece que así es como
piensan limpiarlo.
Transfusiones de todo nuevo: sangre, médula y un buen puñado de células. Han
conservado su molde de momia, que es ligero y duradero, aunque le queda más
ajustado porque se ha puesto más fuerte. Su cuerpo desaparece en él durante horas y
horas. Sigue sin haber posibilidad de tocar su código conductivo, aunque prueban
nuevas formas de abordarlo, nuevos avances. Nada funciona. Le han cubierto con
compresas frías y le han congelado y sujetado el cuerpo. «Punción lumbar», dice
alguien, y le inyectan una aguja en la espina dorsal.
Le administran fármacos para que duerma, para que esté despierto y para hablar,
en una habitación de azulejos blancos con una grabadora sobre una mesa. Las
palabras se precipitan desde su cabeza y su pecho; en cuanto dan vueltas en su
cabeza, las tiene en la lengua.
En ocasiones oye la voz de su padre por el interfono. No ha llegado a verlo, a
pesar de que no ha parado de preguntar por él: «¿Dónde está mi padre? ¿Cuándo
voy a verlo? Decidle que quiero verlo».
Piensa en Lyda, y a veces hasta la llama a gritos y su nombre retumba por la
habitación antes de darse cuenta de que ha sido él quien la ha llamado. En cierta
ocasión agarró una bata blanca con el puño y dijo: «Lyda, ¿dónde la tenéis?». El
técnico se zafó y Perdiz dio con la mano contra una bandeja llena de instrumental
afilado y metálico que formó un gran estrépito al caer. «¡Maldita sea! —gritó
alguien—. ¡Que vuelvan a esterilizarlo todo!»
De vez en cuando una mujer con bata de laboratorio le dice qué día es, aunque
no según el calendario, sino contando a partir de su regreso: «Estás en el día doce.
Estás en el día quince. Estás en el día diecisiete». «¿Cuándo se acabará todo
esto?» A eso no le responde.
El meñique también le sirve para calcular el tiempo. Lyda tenía razón: Arvin
Weed lo averiguó con su ratón de tres patas y media. Dios Santo… Si ha llegado
tan lejos, ¿estará a punto de conseguir la cura para su padre? Están recreando la
estrecha colaboración existente entre los huesos, el tejido, los músculos, los
ligamentos y las células de la piel de Perdiz mediante una inyección tras otra. Le
han puesto una férula de fibra de cristal sobre el muñón para que el dedo vaya
creciendo en su sitio y los técnicos del laboratorio, los cirujanos y las enfermeras se
lo van controlando por medio de microscopios; en ocasiones le aplican puntos de
calor que semejan agujas, como si estuviesen soldándole el dedo.
«Se está regenerando bien. Estamos satisfechos. El pigmento de la piel es casi
perfecto.»
Las estrellas de mar hacen eso mismo. ¿Seguirán existiendo en alguna parte?
Lo cierto es que él no quiere que le arreglen el dedo. Se sacrificó y ahora quieren
borrar ese sacrificio, y de paso todo el pasado, el mundo exterior, lo que le ha
ocurrido a él y a los demás, la muerte de su madre y su hermano. Todo parece
existir con menos intensidad, se borra al paso de ese crecimiento infinitesimal de
células.
Arvin Weed ha aparecido dos veces, o al menos sus ojos, que se ciernen sobre la
cabeza de Perdiz, el resto de la cara oculta tras una máscara. Quiere hablarle pero no
puede con el tubo que tiene en la garganta y atado como está a una camilla de
reconocimiento.
Ninguna de esas veces Arvin le ha hablado directamente, aunque en una ocasión
le guiñó un ojo, en un gesto tan rápido que pareció más bien un tic. Perdiz, sin
embargo, cree que fue algo más. Arvin está ahí y se asegurará de que cuiden de él,
¿no es así? Desea contarle a Weed lo de Hastings y todo lo que ha pasado en el
exterior. Quiere pronunciar el nombre de Lyda.
Se despierta sin recuerdo alguno de haberse quedado dormido. Siente la cabeza
pesada y los ojos hinchados. Le han quitado el tubo y lo están trasladando en una
camilla que va traqueteando sobre las baldosas. Cuando pasa por delante de un gran
ventanal, ve bebés en incubadoras tras el cristal. Son diminutos —casi del tamaño
de cachorrillos de perro—, pero aun así humanos. Caben en la palma de la mano de
una enfermera. ¿Es posible que nazcan tantos bebés prematuros al mismo tiempo en
la Cúpula? Lo extraño es que no son perfectos, no son puros, tienen cicatrices,
quemaduras e incrustaciones de deshechos. ¿Estará soñando con bebés miserables?
¿Qué es real y qué no? Hay una fila tras otra de incubadoras.
Ahora está en otra habitación y la voz de su padre resuena por el interfono:
—Es un niño, hay que castigarlo. El castigo lo purificará y esa purificación se
llevará a cabo mediante agua, igual que un bautismo.
La mujer le informa de que está en el día veintiuno.
Tiene la cabeza fijada a una gruesa tabla blanca ligeramente inclinada para que le
quede por debajo de los hombros. Como los tiene sujetos, no puede moverse. Han
progresado tanto con el meñique —que ha crecido mucho más y siente ya hasta el
cosquilleo de los nervios— que tienen que tener cuidado de no mojarlo.
La tabla blanca tiene un mecanismo para ir introduciéndolo lentamente en el
agua. Los técnicos lo rodean siguiendo órdenes, con cronómetros y pequeños
aparatos en las manos. La cabeza es lo primero que entra en el agua, que está fresca
sin llegar a fría; y luego le sigue todo el cabello y las orejas hasta que va
cubriéndole toda la cara. Suelta el aire de los pulmones y se apresura a coger todo
el que puede. Mantiene la respiración e intenta forcejear. Abre mucho los ojos, y el
agua está transparente y brillante. Unos fluorescentes iluminan la estancia. Ve las
caras de los técnicos combadas.
Suelta aire por la nariz, pero solo un poco. ¿Cuánto tiempo lo tendrán así? Tal
vez su padre no lo quiera muerto pero sí que sepa lo que es la muerte. Suelta más
aire y siente un pinchazo en los pulmones.
Justo cuando cree que no puede más, nota un pequeño tirón en la tabla blanca.
La barbilla sale a la superficie, luego la boca, por donde envía aire a los pulmones.
¿Se ha acabado el bautismo? ¿Ya está salvado? Siente de nuevo el motor, que le
devuelve al agua, e implora a los técnicos:
—¡No, no, no!
Es posible que les hayan sellado de algún modo las orejas para protegerlos de
sus ruegos. No puede mover la cabeza ni arquear la espalda para coger aire.
Lo sumergen una y otra vez… ¿es un bautismo que no llega a arraigar? Deja de
implorar y se concentra en la respiración, intentando desarrollar un método, pero
pierde la noción del tiempo. Solo piensa en salir a la superficie, estar en el aire.
Intenta aferrarse a la imagen de la cara de Lyda, al color exacto de sus ojos.
Cuando lo devuelven a la superficie, siente un espasmo en la laringe, que se cierra
del todo. Esa vez no hay aire, ni sonido, ni respiración. Intenta comunicarles con
los ojos su pánico a los técnicos, pero estos se limitan a apuntar algo en una
libreta.
El motor vuelve a zumbar y regresa bajo el agua sin haber podido respirar.
Parece que uno de los técnicos comprende que algo va mal y se acerca al

interfono.